Asesinato en Mesopotamia (26 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: Asesinato en Mesopotamia
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»Pero estas coartadas, amigos míos, no eran tan buenas como parecían. Exceptúo al doctor Leidner. No hay ninguna duda de que estuvo en la azotea y no bajó de ella hasta una hora y cuarto después de cometido el crimen.

»Pero, ¿podría estar seguro de que el señor Carey estuvo entretanto en las excavaciones?

»¿Y estaba el señor Coleman en Hassanieh, al tiempo que ocurría el asesinato?

El señor Coleman enrojeció, abrió la boca, la volvió a cerrar y miró a su alrededor. La expresión de la cara del señor Carey no cambió en absoluto.

Poirot prosiguió suavemente:

—Tomé en consideración también a otra persona que, según opiné, era perfectamente capaz de cometer un asesinato si así se lo proponía. La señorita Reilly tiene suficiente valor e inteligencia, así como cierta predisposición a la crueldad. Cuando la señorita Reilly me habló de la señora Leidner le dije bromeando que esperaba que tuviera una buena coartada. Creo que la señorita Reilly se dio cuenta entonces de que en su corazón había abrigado, por lo menos, el deseo de matar. Sea como fuere, inmediatamente me contó una mentira, inocente y sin objeto. Al día siguiente me enteré, casualmente, hablando con la señorita Johnson, de que lejos de estar jugando al tenis, la señorita Reilly había sido vista por los alrededores de esta casa, poco más o menos a la hora en que se cometió el crimen. Tal vez la señorita Reilly, aunque no sea culpable del asesinato, podrá contarme algo interesante.

Se detuvo y luego dijo con mucho sosiego:

—¿Quiere contarnos, señorita Reilly, qué fue lo que vio aquella tarde?

La muchacha no replicó en seguida. Miraba todavía por la ventana, sin volver la cabeza, y cuando habló, lo hizo con voz firme y mesurada.

—Después de almorzar monté a caballo y vine hasta las excavaciones. Llegué alrededor de las dos menos cuarto.

—¿Encontró a alguno de sus amigos en las excavaciones?

—No. No encontré a nadie, excepto al capataz árabe.

—¿No vio usted al señor Carey?

—No.

—Es curioso —dijo Poirot—. Tampoco lo vio monsieur Verrier cuando pasó por allí.

Miró a Carey, como si le invitara a hablar, pero el interesado no se movió ni dijo una palabra.

—¿Tiene usted alguna explicación que crea conveniente dar, señor Carey?

—Fui a pasear. En las excavaciones no se descubrió nada interesante aquel día.

—¿En qué dirección dio su paseo?

—Río abajo.

—¿No volvió hacia la casa?

—No.

—Supongo —dijo la señorita Reilly— que estaría usted esperando a alguien que no llegó.

Carey la miró fijamente, pero no replicó.

Poirot no insistió sobre aquel punto. Se dirigió una vez más a la muchacha.

—¿Vio usted algo más, mademoiselle?

—Sí. Cerca de la casa vi el camión de la expedición metido en una torrentera. Aquello me pareció extraño. Luego divisé al señor Coleman. Iba caminando con la cabeza inclinada, como si buscara algo.

—¡Oiga! —exclamó el aludido—. Yo...

Poirot le detuvo con un gesto imperativo.

—Espere. ¿Habló con él, señorita Reilly?

—No.

—¿Por qué?

La chica replicó lentamente:

—Porque de vez en cuando se detenía y miraba a su alrededor de un modo furtivo. Aquello me dio mala espina. Hice volver grupas al caballo y me alejé. No creo que me viera. Yo estaba algo separada de él y parecía absorto.

—Oiga —el señor Coleman no estaba dispuesto ahora a que le interrumpieran—. Tengo una perfecta explicación para lo que por fuerza he de admitir que parece un poco sospechoso. En realidad, el día anterior me puse en el bolsillo de la americana un precioso sello cilíndrico en lugar de dejarlo en el almacén. Luego me olvidé de él, y cuando me acordé, descubrí que lo había perdido. Se me debió caer del bolsillo. No quería armar ningún lío por ello y, en consecuencia, decidí buscarlo sin llamar la atención. Estaba seguro de que se extravió, o bien al ir hacia las excavaciones, o al volver de allá. Me apresuré a despachar los asuntos de Hassanieh. Envié a un árabe a que me hiciera varias compras y volví hacia aquí tan pronto como pude. Dejé la "rubia” donde no la pudieran ver y estuve buscando durante casi una hora. Pero no pude encontrar ese maldito sello. Entonces subí al coche y me dirigí hacia la casa. Como es lógico, todos creyeron que acababa de regresar de Hassanieh.

—¿Y no trató usted de sacarles de su error? —preguntó Poirot.

—Bueno... era una cosa natural, dadas las circunstancias, ¿no le parece?

—No lo creo yo así —replicó Poirot.

—¡Oh! Vamos... Tengo por lema el no meterme en líos. Pero no puede usted atribuirme nada. No entré en el patio y no podrá encontrar a nadie que asegure que me vio hacerlo.

—Ésa, desde luego, ha sido la dificultad hasta ahora —dijo el detective—. El testimonio de los criados de que nadie entró en la casa. Pero se me ha ocurrido, después de reflexionar sobre ello, que no fue eso lo que en realidad dijeron. Ellos juran que ningún extraño entró en la casa. Pero no se les ha preguntado si lo hizo alguno de los componentes de la expedición.

—Bien, pregúnteselo entonces —dijo Coleman—. Estoy dispuesto a apostar lo que sea a que no me vieron ni a mí ni a Carey.

—¡Ah! Pero eso suscita una cuestión interesante. No hay duda de que se hubieran dado cuenta de un extraño... pero ¿hubiera ocurrido lo mismo con uno de los de la expedición? Los miembros de ella estaban entrando y saliendo todo el día. Difícilmente los criados se hubieran fijado en ellos. Es posible, según creo, que tanto el señor Carey como el señor Coleman pudieran entrar, y que los criados no recordaran tal hecho.

—¡Tonterías! —dijo el señor Coleman.

Poirot prosiguió calmosamente:

—De los dos, estimo que el señor Carey pasaría más inadvertido. El señor Coleman había salido en coche, por la mañana, hacia Hassanieh, y era de esperar que regresara en él. Si volvía a pie se hubiera notado tal anomalía.

—¡Claro que sí! —exclamó Coleman.

Richard Carey levantó la cabeza. Sus ojos, de color azul profundo, miraron a Poirot. El detective hizo una ligera reverencia en su dirección.

—Hasta ahora solamente he hecho que me acompañaran en un viaje... mi viaje hacia la verdad. He dejado bien sentado que todos los de la expedición, incluso la enfermera Leatheran, pudieron cometer el crimen. El que alguno de ellos no parezca haberlo hecho, es una cuestión secundaria.

»Examiné los medios y las oportunidades. Luego pasé a considerar el motivo. Descubrí que todos y cada uno de ustedes podía tenerlo.

—¡Oh, monsieur Poirot! —exclamé—. ¡Yo no! Soy una extraña. Acabo de llegar.

—Eh bien, ma soeur, ¿y no era eso justamente lo que temía la señora Leidner? ¿Un extraño?

—Pero... pero... el doctor Reilly sabía quién era yo. Fue él quien me sugirió que viniera.

—¿Hasta qué punto sabe él quién es usted? Lo que sabe se lo contó usted misma. Ya ha habido antes de ahora impostoras que se han hecho pasar por enfermeras.

—Puede escribir al hospital de San Cristóbal... —empecé a decir.

—De momento, hará mejor callándose. Es imposible proseguir si continúa discutiendo. No he querido decir que ahora es cuando he sospechado de usted. Quiero significar que, manteniendo un criterio amplio, puede ser usted fácilmente otra persona que la que pretende. Hay muchos hombres que pueden personificar muy bien a una mujer. El joven William pudo ser uno de ellos.

Estuve a punto de replicar adecuadamente. ¡De manera que yo era un hombre disfrazado de mujer! Pero Poirot levantó la voz y prosiguió apresuradamente, con tal aire de determinación, que lo pensé mejor y me callé.

—Voy a ser ahora brutalmente franco. Es necesario. Voy a exponer crudamente la estructura interna de lo que aquí ocurría.

»Analicé a cada uno de los que viven en esta casa. Respecto al doctor Leidner, pronto me convencí de que el amor que sentía por su esposa era el principal objeto de su vida. Era un hombre roto y destrozado por el dolor moral. A la enfermera Leatheran ya me referí antes. Si era un hombre que se hacía pasar por mujer, podía considerarse como un actor de cualidades asombrosas. Me incliné a creer que era exactamente lo que pretendía ser; es decir, una enfermera muy buena y competente en todos los aspectos.

—¡Muchas gracias! —dije, algo despectiva.

—Mi intención se sintió atraída al instante por el señor y la señora Mercado. Ambos patentizaban un estado de gran agitación, de inquietud. Me fijé primero en ella. ¿Era capaz de asesinar? Y en este caso, ¿por qué razón?

»La señora Mercado es físicamente débil. A primera vista no parecía posible que hubiera tenido la suficiente fuerza para derribar, aunque fuera con la ayuda de una pesada piedra, a una mujer como la señora Leidner. No obstante, si esta última hubiera estado arrodillada, la cosa, por lo menos, podía haber sido físicamente posible. Existen varias maneras de que una mujer induzca a otra a que se arrodille. Una mujer, por ejemplo, puede levantarse el dobladillo de su falda y rogar a otra que le prenda unos alfileres. La otra se arrodillará en el suelo sin sospechar absolutamente nada.

»Pero, ¿y el motivo? La enfermera Leatheran me contó lo de las coléricas miradas que la señora Mercado dirigía a la señora Leidner. La primera, por lo visto, había sucumbido fácilmente al hechizo de la segunda. Pero no creo que la solución estribe en unos simples celos. Estaba seguro de que la señora Leidner no sentía el menor interés por el señor Mercado, y no hay duda de que la esposa de éste se había dado cuenta de ello. Tal vez, al principio, se puso furiosa, pero para llegar al asesinato tenía que mediar una provocación mucho mayor. La señora Mercado es una mujer de fuerte instinto maternal. Por la forma que tenía de mirar a su marido aprecié no sólo que lo quería, sino que lucharía por él con uñas y dientes. Y vi mucho más todavía...; vi que ella presentía la posibilidad de que tuviera que hacerlo. Estaba siempre en guardia e intranquila. La intranquilidad era por él, no por ella misma. Y cuando estudié al señor Mercado pude suponer fácilmente cuál era la causa de la inquietud. El señor Mercado es un adicto a las drogas... y el vicio ha arraigado profundamente en él.

»No es necesario que les diga que el consumo de drogas durante un largo período de tiempo trae consigo el embotamiento del sentido moral.

»Bajo la influencia de las drogas, un hombre realiza acciones que ni siquiera hubiera soñado cometer unos cuantos años antes, cuando todavía no había prendido en él tal vicio. En algunos casos, un hombre ha llegado hasta el asesinato, y ha sido difícil determinar si era completamente responsable de sus actos o no. La principal característica del criminal aficionado a las drogas es la arrogante y completa confianza que tiene en su propia destreza.

»Pensé que tal vez hubiera algún incidente deshonroso, o criminal, en el pasado del señor Mercado, y que su esposa lo estuviera encubriendo. Podía asegurar que su carrera pendía de un hilo. El señor Mercado quedaría arruinado si traslucía algo de aquel incidente. Su esposa estaba siempre en guardia. Pero había que contar con la señora Leidner. Tenía una viva inteligencia y gran ansia de ejercer su autoridad. Hasta pudo hacer que el desdichado confiara en ella. Saber un secreto que podía publicar cuando quisiera, con resultados desastrosos, hubiera satisfecho su peculiar temperamento de una manera completa.

»Aquí, por lo tanto, había un posible motivo para el asesinato por parte de los Mercado. Para proteger a su compañero, tenía yo la plena confianza de que la señora Mercado no se detendría ante nada. Ambos habían tenido oportunidad... durante aquellos diez minutos en que el patio quedó solitario.

La señora Mercado exclamó:

—¡No es verdad!

Poirot no le prestó atención.

—Luego me fijé en la señorita Johnson. ¿Era capaz de asesinar?

»Para mí, sí lo era. Se trataba de una persona de gran fuerza de voluntad y férreo dominio de sí misma. Tales personas están constantemente conteniéndose... pero un día estallan. Mas si la señorita Johnson había cometido el crimen sólo era posible por una razón relacionada con el doctor Leidner. Si había llegado a la convicción de que la señora Leidner estaba arruinando la vida de su marido. Los encubiertos celos de la señorita Johnson podían haberse cogido a la ocasión de un posible motivo y desbocarse con gran facilidad.

»Sí; la señorita Johnson podía haber sido.

»Luego tenía los tres jóvenes. Carl Reiter, en primer lugar. Si, por casualidad, uno de los componentes de la expedición era William Bosner, Reiter era el más indicado. Pero si se trataba en realidad de William Bosner, era un consumado actor. Mas en el caso contrario, ¿tenía alguna razón para matar?

»Desde el punto de vista de la señora Leidner, Reiter era una víctima demasiado fácil para resultar interesante. Estaba dispuesto, a la primera indicación, a echarse a sus pies y demostrarle su veneración. La señora Leidner despreciaba toda adoración ciega. La actitud de completo rendimiento casi siempre pone de manifiesto el peor lado de la mujer. En su trato con Carl Reiter, la señora Leidner desplegaba siempre una crueldad deliberada. Insertaba de cuando en cuando una burla o un desprecio. Hizo que al pobre joven la vida le resultara bastante insoportable.

Poirot se detuvo de pronto y se dirigió a Reiter con un tono personal y confidencial.

—Mon ami, espero que esto le sirva de lección. Es usted un hombre. ¡Pórtese, entonces, como tal! Arrastrarse, en un hombre, va contra la naturaleza. Y las mujeres, al igual que la naturaleza, tienen las mismas reacciones. Recuerde que lo mejor es coger el mayor plato que se tenga a mano y tirárselo a la cabeza de una mujer, en vez de retorcerse como un gusano cuando ella le mira.

Dejó este tono privado y volvió a su estilo de conferenciante.

—¿Había llegado Carl Reiter a tales abismos de desesperación, que se revolvió contra su atormentadora y la mató? El sufrimiento produce extraños efectos en un hombre. No podía estar seguro de que no fuera así.

»Luego tenía a William Coleman. Su conducta, tal como nos la ha explicado la señorita Reilly, fue sospechosa. Si era el criminal, sólo podía serlo a causa de que su alegre personalidad ocultaba la de William Bosner. No creo que William Coleman, como tal William Coleman, tenga el temperamento de un asesino. Sus faltas pueden ser de otro estilo. ¡Ah!, tal vez la enfermera Leatheran sabe de qué se trata.

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