No cabía la menor duda sobre lo que había ocurrido. Sea como fuera, intencionadamente o no, había tragado cierta cantidad de ácido corrosivo. Supuse que sería oxálico y clorhídrico.
Corrí a despertar al doctor Leidner y él se encargó de llamar a los demás. Hicimos lo que pudimos por ella, pero desde el principio tuve el presentimiento de que nuestros esfuerzos eran inútiles. Tratamos de darle una fuerte solución de bicarbonato de sosa, seguido por una dosis de aceite de oliva. Para calmarle el dolor le puse una inyección de sulfato de morfina.
David Emmott fue a Hassanieh para buscar al doctor Reilly, pero todo había acabado antes de que éste llegara.
No quiero entrar en detalles. El envenenamiento con una fuerte dosis de ácido clorhídrico, pues tal era el veneno, produce una de las muertes más dolorosas que se conocen.
Cuando me incliné para aplicarle la inyección, hizo un gran esfuerzo para hablar.
Fue sólo un murmullo medio ahogado.
—La ventana... —dijo—. Enfermera... la ventana...
Aquello fue todo; no pudo proseguir. Desfalleció por completo.
Nunca olvidaré aquella noche. La llegada del doctor Reilly. La del capitán Maitland. Y finalmente, cuando ya amanecía, la de Hércules Poirot.
Me cogió del brazo y me llevó consigo hasta el comedor, donde me hizo sentar y tomar una taza de té bien cargado.
—Vamos, mon enfant —dijo—, así estará mejor. Está usted cansada.
Al oír aquello me eché a llorar.
—¡Qué horrible! —sollocé—. Es como una pesadilla. ¡Qué sufrimientos tan terribles! ¡Y sus ojos...! ¡Oh, monsieur Poirot... sus ojos...!
Me dio un golpecito en la espalda. Una mujer no pudo mostrar más ternura.
—Sí, sí... no piense en ello. Hizo usted lo que pudo.
—Fue un ácido corrosivo.
—Una solución muy fuerte de ácido clorhídrico.
—¿La utilizan para limpiar la cerámica?
—Sí. La señorita Johnson lo bebió, probablemente, antes de que estuviera despierta por completo. A no ser... que lo tomara ex profeso.
—¡Oh, monsieur Poirot! ¡Qué idea más terrible!
—Al fin y al cabo, es posible. ¿Qué opina usted?
Recapacité un momento y luego sacudí la cabeza con decisión.
—No lo creo. No, no lo creo ni por un momento —titubeé, y luego dije—: Me parece que descubrió algo ayer por la tarde.
—¿Qué ha dicho usted? ¿Descubrió algo?
Le relaté la conversación que sostuvimos.
—¡La pauvre femme! —dijo—. De modo que necesitaba pensarlo, ¿verdad? Eso fue lo que firmó su sentencia de muerte. Si hubiera hablado entonces... en seguida...
Me rogó:
—Repita sus propias palabras.
Las repetí.
—¿De manera que descubrió cómo alguien podía entrar en la casa sin que ninguno de ustedes se enterara? Vamos, ma soeur, subamos a la azotea y dígame dónde estaba la señorita Johnson.
Subimos y le enseñé a Poirot el sitio exacto en que encontré a la mujer.
—¿En esta posición? —preguntó Poirot—. Vamos a ver, ¿qué es lo que diviso desde aquí? Veo medio patio, el portalón y las puertas de la sala de dibujo, del estudio fotográfico y el laboratorio. ¿Había alguna persona en el patio?
—El padre Lavigny iba hacia el portalón y el señor Reiter estaba ante la puerta del estudio.
—Pues sigo sin entender cómo alguien pudo entrar sin que ustedes se enteraran... Pero ella descubrió...
Se dio por vencido, al fin, y sacudió la cabeza.
—¡Sacré nom d'un chien... va! ¿Qué es lo que descubrió?
Estaba saliendo el sol. El horizonte oriental era una borrachera de colores; rosa, naranja y grises que iban del perla al pálido.
—¡Qué hermosa salida de sol!
El río fluía a nuestra izquierda y el Tell se destacaba con un color dorado. Al sur se veían los árboles en flor y los verdes campos. La noria chirriaba a distancia, con un ruido débil e irreal. Al norte se distinguían los esbeltos minaretes de Hassanieh y su blancura fantasmagórica.
Era increíblemente bello.
Y entonces, junto a mí, oí como Poirot daba un profundo suspiro.
—He sido un imbécil —murmuró—. Cuando la verdad estaba tan clara... tan clara...
No tuve tiempo de preguntar a Poirot qué era lo que quería decir, pues el capitán Maitland nos llamó, rogándonos que bajáramos.
Descendimos a saltos la escalera.
—Oiga, Poirot —barbotó—, hay otra complicación. El fraile no aparece.
—¿El padre Lavigny?
—Sí. Nadie se ha dado cuenta hasta ahora. Alguien ha notado que era el único de la expedición que faltaba y ha ido a buscarlo a su habitación. La cama estaba sin deshacer y no había rastro de él.
Todo aquello parecía cosa de pesadilla. Primero la muerte de la señorita Johnson y luego la desaparición del padre Lavigny.
Llamaron a los criados y se les interrogó, pero no pudieron aclarar nada. Al parecer, se le había visto por última vez alrededor de las ocho de la noche anterior. Entonces dijo que iba a dar un paseo antes de acostarse. Nadie le vio regresar de aquel paseo. El portalón, como de costumbre, se había cerrado a las nueve. No obstante, no había quien recordara haber descorrido los cerrojos por la mañana. Cada uno de los criados creía que era el otro el que los había descorrido.
¿Volvió el padre Lavigny la noche anterior? ¿Había descubierto, en el curso de su primer paseo, algo sospechoso, y al ir a investigar más tarde había acabado por ser la tercera víctima?
El capitán dio la vuelta al oír acercarse al doctor Reilly, quien llevaba tras de sí al señor Mercado.
—Hola, Reilly. ¿Averiguó algo?
—Sí. El ácido procedía del laboratorio. Acabo de comprobar las existencias con Mercado.
—El laboratorio... ¿verdad? ¿Estaba cerrado?
El señor Mercado sacudió la cabeza. Le temblaban las manos y su cara se contraía en espasmos. Tenía el aspecto de un hombre deshecho física y moralmente.
—No solíamos cerrarlo —tartamudeó—, pues... precisamente ahora... lo utilizábamos constantemente. Yo... nadie pensó...
—¿Lo cierran todo por las noches?
—Sí... se cierran las habitaciones. Las llaves quedan colgadas en la sala.
—Por lo tanto, si alguien posee la llave de la sala de estar, puede coger todas las demás.
—Sí.
—Supongo que será una llave corriente.
—Sí.
—¿No hay nada que indique si fue ella misma la que cogió el veneno del laboratorio? —preguntó el capitán Maitland.
—Ella no fue —dije en voz alta, con tono firme.
Sentí que alguien me daba un golpecito en el brazo. Poirot estaba junto a mí. Entonces ocurrió algo espeluznante.
No espeluznante en sí; fue su incongruencia, en realidad, lo que le hizo parecer así. Entró en el patio un coche y un hombrecillo saltó de él. Llevaba un salacot y una gabardina corta y gruesa. Fue directo hacia el doctor Leidner, que estaba al lado del doctor Reilly, y le estrechó la mano calurosamente.
—Vous, voilá… mon cher —exclamó—. Encantado de verle. Pasé por aquí el sábado por la tarde, camino de Fugima, donde excavan los italianos. Pero cuando llegué al Tell no encontré ni un solo europeo y, por desgracia, no sé una palabra de árabe. No tuve tiempo de venir hasta la casa. Salí de Fugima esta mañana a las cinco. Estaré dos horas con usted y luego me uniré al convoy. Eh bien, ¿qué tal va la temporada?
Fue horrible.
Aquella voz alegre: aquellas maneras positivas y toda la agradable cordura de un mundo cotidiano, tan lejano ahora. Llegó alegremente, sin saber nada y sin darse cuenta de lo que en aquellos momentos pasaba; lleno de cordial afabilidad.
No fue extraño que el doctor Leidner diera un respingo y mirara, en muda súplica, al doctor Reilly.
El médico aprovechó la ocasión.
Se llevó al hombrecillo, que era un arqueólogo francés, llamado Verrier, y le puso al corriente de la anormal situación.
Verrier se horrorizó. Durante los últimos días había estado en las excavaciones italianas, en pos de la civilización, y no se había enterado de nada. Se deshizo en condolencias y excusas. Finalmente fue hacia el doctor Leidner y lo abrazó con calor.
—¡Qué tragedia! ¡Dios mío, qué tragedia! No sé cómo expresarlo. Mon pauvre collège.
Y sacudiendo la cabeza, en un último e inefectivo esfuerzo para demostrar sus sentimientos, el hombrecillo subió a su coche y se fue.
Como he dicho antes, aquel intermedio cómico en la tragedia pareció realmente más espeluznante que todo lo que había ocurrido.
—Lo que debemos hacer ahora es desayunar —dijo el doctor Reilly, con firmeza—. Sí, insisto en ello. Vamos, Leidner, tiene usted que comer algo.
El pobre doctor Leidner estaba destrozado. Vino con nosotros al comedor, donde se sirvió un tétrico desayuno. Creo que el café caliente y los huevos fritos nos sentaron muy bien a todos, aunque nadie tenía ganas de comer. El doctor Leidner tomó un poco de café y no probó nada más, limitándose a desmigajar el pan. Tenía la cara pálida; contraída por el dolor y las preocupaciones.
Una vez acabado el desayuno, el capitán Maitland volvió a ocuparse del asunto. Expliqué cómo me había despertado, y después de oír un ruido extraño, había entrado en la habitación de la señorita Johnson.
—¿Dice usted que el vaso estaba en el suelo?
—Sí, debió dejarlo caer después de haber bebido.
—¿Estaba roto?
—No. Cayó sobre la alfombra y creo que la ha estropeado. Cogí el vaso y lo volví a poner sobre la mesa.
—Me alegro de que haya aclarado usted eso. Hay en él dos clases de huellas dactilares: las de la misma señorita Johnson y otras que deben ser de usted.
Guardó silencio durante un momento y luego dijo:
—Continúe, por favor.
Describí detalladamente lo que había hecho y los métodos que había ensayado, mientras miraba con cierta ansiedad al doctor Reilly, esperando un signo de aprobación por su parte. Al final vi cómo asentía con la cabeza.
—Intentó usted todo lo que podía dar resultado positivo —dijo.
Y aunque yo estaba segura de que así era, me sentía aliviada al ver que se confirmaba mi creencia.
—¿Sabía usted exactamente qué era lo que la señorita Johnson había tomado —preguntó el capitán.
—No... Pero se veía, desde luego, que era un ácido corrosivo.
—¿Opina usted, enfermera, que la señorita Johnson se administró ella misma tal sustancia?
—¡Oh, no! —exclamé—. ¡Nunca pensé en tal cosa!
No sé por qué causa estaba tan segura de ello. Tal vez fuera, en parte, por las insinuaciones de monsieur Poirot. Aquello de que "asesinar es una costumbre" se me había quedado grabado en el pensamiento. Y, por otra parte, no era fácil pensar que alguien se suicidara eligiendo una clase de muerte tan dolorosa. Expresé en voz alta esto último y el capitán Maitland, con aspecto abstraído, hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Convengo en que no es lo que uno elegiría para quitarse la vida —dijo—. Pero si alguien se encontrara presa de una gran agitación moral y no tuviera a mano más que esa sustancia, es posible que se decidiera por ella.
—Pero, ¿estaba presa de tan gran agitación? —pregunté dubitativamente.
—Así lo dice la señora Mercado. Nos ha contado que la señorita Johnson no parecía ser la misma, durante la cena de anoche; que casi no contestaba a lo que se le decía. Añade que está completamente segura de que la señorita Johnson estaba muy preocupada por alguna causa, y que la idea del suicidio ya se le debía haber ocurrido.
—Pues no lo creo —insistí.
“¡Vaya con la señora Mercado! ¡Qué bicho más escurridizo!"
—Entonces, ¿qué es lo que cree usted?
—Creo que la asesinaron —dije tozudamente.
Formuló la siguiente pregunta en un tono tan seco que me hizo el efecto de que me encontraba ante un tribunal militar.
—¿Tiene alguna razón para pensar eso?
—Me parece la solución más probable.
—Ésa será su propia opinión. No había ninguna razón por la cual pudiera ser asesinada la señorita Johnson.
—¡Perdone! —corté—. Sí la había. Descubrió una cosa.
—¿Descubrió una cosa? ¿Qué fue?
Repetí palabra por palabra la conversación que tuvimos en la azotea.
—¿Rehusó decirle qué era lo que había descubierto?
—Sí. Me dijo que necesitaba tiempo para pensarlo.
—¿Y estaba muy excitada por ello?
—Sí.
—"Una forma para poder entrar desde el exterior" —el capitán Maitland recapacitó, mientras fruncía el ceño—. ¿No tiene usted idea de lo que quería decir?
—Ni la más mínima. Estuve dándole vueltas y más vueltas al asunto, pero después de agotarme, no saqué nada en claro.
—¿Qué opina usted, monsieur Poirot? —preguntó el capitán.
—Creo que ahí tiene usted un posible motivo.
—¿Para el asesinato?
—Sí.
—¿No pudo hablar antes de morir?
—Sólo pudo pronunciar dos palabras.
—¿Cuáles fueron?
—"La ventana..."
—¿La ventana? —repitió el capitán—. ¿Sabía usted a qué se refería?
Sacudí la cabeza.
—¿Cuántas ventanas tiene la habitación de la señorita Johnson?
—Solamente una.
—¿Da al patio?
—Sí.
—¿Estaba abierta o cerrada? Me parece recordar que se encontraba abierta. ¿Tal vez alguno de ustedes la abrió?
—No. Estaba ya abierta cuando entré. Me pregunté entonces...
Callé de pronto.
—Siga, enfermera.
—Examiné la ventana, desde luego, pero no vi nada extraño. Me pregunté si, tal vez, alguien cambió los vasos a través de ella.
—¿Cambió los vasos?
—Sí. La señorita Johnson siempre se llevaba consigo un vaso de agua cuando se iba a dormir. Creo que se lo cambiaron por un vaso de ácido.
—¿Qué dice usted, Reilly?
—Si se trata de asesinato ésa es, probablemente, la forma en que se efectuó —se apresuró a contestar el médico—. Ninguna persona medianamente observadora beberá un vaso de ácido confundiéndolo con uno de agua... si está en posesión de todas sus facultades. Pero si alguien está acostumbrado a tomar un vaso de agua a medianoche, extenderá la mano, encontrará el vaso e ingerirá parte del contenido antes de darse cuenta del cambio.
El capitán Maitland reflexionó durante un prolongado momento.
—Volveré a examinar esa ventana. ¿Está muy alejada de la cabecera de la cama?