—No te exaltes. ¿A poco estás tan seguro de que el gordo puede ser presidente? Mejor prende varias velas. Y quítame a los guardaespaldas. No valen lo que les pagas. De todos modos yo juego en tu equipo y ya lo sabes.
A principios del año siguiente la candidatura de Rodolfo se hizo inevitable, sobre todo después de que mataron al general Narváez, que según Andrés se lo merecía por pendejo y por necio. ¿A quién se le ocurre levantarse en armas contra el gobierno?
Rodolfo, como secretario de la Defensa, giró instrucciones para que los soldados fueran magnánimos con los prisioneros y aceptaran la rendición de los pocos hombres que seguían en armas. Luego renunció para evitar que se dijera que aprovechaba el cargo para conseguir adeptos.
—Está loco este cabrón —dijo Andrés. Se va a quedar como el perro de las dos tortas.
Para entonces ya había pensado que no le convenía su compadre presidente. Hasta dio en agradecerme las cortesías con Balderas y quiso que lo invitáramos a cenar con Mónica. También invitamos a Flores Pliego y después a todo el gabinete uno por uno. Pero ya lo de Rodolfo estaba muy encarrerado. En Veracruz se reunió una junta de 24 gobernadores a su favor y Andrés tuvo que ir. Mordiéndose un huevo, como dirían los señores, pero fue. De ahí regresó pendejeando a su compadre de la puerta de nuestra recámara para adentro y celebrando sus éxitos de la puerta para afuera. Al que desde entonces dejó de querer para siempre fue a Martín Cienfuegos. No soportó que se le adelantara en el destape y que jamás hablara con él de eso más que para comunicárselo como un hecho. Para colmo, Rodolfo encontró en Cienfuegos un amigo y hasta dejó de consultar con Andrés el montón de cosas que habitualmente le consultaba.
Sólo hasta que se formó un Comité Revolucionario de Reconstrucción Nacional que sostenía la candidatura del general Bravo, Fito recordó que tenía un compadre inteligente y hasta nos visitó en Puebla para hablar con él.
Al mismo tiempo pasó por la ciudad el coronel Fulgencio Batista, que acababa de subir al poder en Cuba. El y Rodolfo desayunaron en nuestra casa.
—¿Sabes cuándo va a dejar el poder el héroe de la democracia cubana? —me preguntó Andrés cuando se fueron. Nunca. Ese cabrón si no lo sacan a tiros se pasa ahí cuarenta años.
Yo le contesté haciendo chistes sobre sus ganas de que en México fuera posible hacer lo mismo.
—Claro que me gustaría —dijo, entonces sí ni el pendejo de Fito mi compadre, ni su amigo Cienfuegos se suben a la silla del águila antes que yo. Pero por pinches seis años meterse en tanto lío, mejor me construyo un podercito duradero y me acaba haciendo los mandados el presidente más gallo.
Hablaba así para espantarse la marabunta de adhesiones que le caían a su compadre. Una tarde jugando dominó le dijo pendejo y le aseguró que no sería presidente. A los tres días se organizó un encuentro de gobernadores que en cargada se manifestaron por Campos para presidente. Andrés en lugar de ir al pleno en el cine Regis, se fue a una comida que organizó Balderas para la prensa, en la que éste afirmó que no serían posibles unas elecciones democráticas porque estaba seguro de que los gobernadores violarían el voto.
Unos días después, los trabajadores de la CTM decidieron apoyar a Fito, y la convención de la CNC en la Arena México acabó con los campesinos agitando matracas y sombreros al grito de ¡Viva Campos!
Volvimos a Puebla. Andrés andaba como pollo mojado. Yo ni le hablaba. Nada más lo oí rezongar y maldecir. Una mañana leyendo el Avante le mejoró el humor. Cuando salió de la casa chiflando, recogí el periódico con más curiosidad que nunca. No entendí qué le había dado gusto, porque estaba lleno de acusaciones contra él y su compadre. Los hermanaba asegurando que el tan aplaudido candidato a la presidencia era cómplice del gobernador en los crímenes de Atencingo y Atlixco, que tenía una casa cercana al ingenio de Heiss construida en tierras que habían sido ejidos, que Rodolfo y Andrés estaban coludidos con Heiss para sacar dinero del país y que se sabía que entre ambos tenían más de seis millones de pesos depositados en dólares en bancos gringos. Terminaba diciendo que la ley de responsabilidades de los funcionarios debería aplicarse antes que nombrar candidato a un saqueador cómplice de un gobernante culpable de muchas muertes por más que el silencio y el miedo las cubrieran.
Al poco tiempo el mismo Avante denunció la desaparición de su director, don Juan Soriano, rogando a la opinión pública se uniera para demandar al gobierno su pronta aparición. Unos días después se encontró su cadáver tirado en la hacienda de Poloxtla cerca de San Martín. Todos los periódicos de México publicaron protestas y manifiestos en los que se culpaba del crimen al gobernador Ascencio. Me tocó presenciar la entrevista con el enviado de Excélsior, a quien Andrés aprovechó para decirle que ya había solicitado al Senado de la República su intervención en el caso. Que se ponía en sus manos y prometía justicia.
El siguiente fin de semana Rodolfo apareció en la casa de Puebla. Yo estaba sentada en el patio frente a la puerta y lo vi entrar caminando despacio.
—¿Qué tal comadre? —dijo muy afectuoso dándome un beso. ¿Tu marido?
Lo acompañé hasta el fondo del jardín. Andrés estaba en el cuarto de juegos ganándole a Octavio en el billar. Marcela pasaba las cuentas que cuelgan de un alambre y van marcando los puntos, haciéndose cómplice de su hermano que como todos sabíamos se dejaba ganar por Andrés.
—Compadre —dijo Rodolfo desde la puerta con una firmeza que yo le encontré nueva.
—Compadre —contestó Andrés caminando hacia él. Se abrazaron.
—¿Y ahora qué? —le pregunté tras despedir a Rodolfo esa tarde.
—Ahora a ser presidentes —me contestó.
Todavía recuerdo el resto de ese año y todo el siguiente con la sensación de haber caído en un remolino. Andrés me nombró su representante. Me la pasé metida en juntas, mítines, actos cívicos y todas esas cosas que me hartaban.
Compré una casa en Las Lomas. A veces me pertenecía entera. Los hijos y Andrés estaban en Puebla de lunes a viernes. Los fines de semana sólo llegaban Octavio y Marcela dizque para suplirme.
—¿Catín, podemos cambiar las dos camas que hay en mi cuarto por una sola más grande? —me dijo Marcela un día.
Acepté por supuesto. Desde entonces y hasta la fecha ellos duermen en la misma cama.
Al principio su padre se empeñaba en casar a Marcela. Octavio me rogó siempre que me hiciera cargo de anular a los pretendientes. Tanto empeño puse que un día Andrés me preguntó:
—¿Tú también crees que hacen buena pareja? —y soltó la carcajada.
Llegó la convención del partido, Fito se volvió candidato oficial y empezó la gira. El primer lugar que visitamos fue Guadalajara. Ahí, en un parque, Fito tomó la palabra. Defendió a la familia, y habló del respeto que los hijos deben a los padres.
Más que candidato parecía cura. Marcela, Octavio y yo nos dábamos de codazos y nos guiñábamos el ojo cuando la cosa se ponía demasiado rimbombante. Agradecí tanto que fueran conmigo. Además de compañía, me daban pretexto para librarme de la calentura que le entró al gordo. De repente, a media noche me mandaba llamar con un militar de los que le prestaba el Estado Mayor Presidencial que ya lo trataba como Presidente. No sabia qué hacer, Fito no se me antojaba ni un poco. Ni aunque lo hubieran hecho presidente del mundo me hubiera gustado tocarlo.
Una vez me mandó llamar a media tarde para enseñarme su biografía y la de Andrés publicada por los bravistas en casi todos los diarios. Comenzaban por recordar que Fito había sido cartero y luego volvían con lo de que estuvieron en La Ciudadela y seguían con una carta de Heiss a su gobierno diciendo que para cualquier defensa de los intereses norteamericanos en Puebla contaba con los «Ascencio and Campos boys». Terminaba con una lista más bien precaria de los crímenes familiares.
—No te aflijas —le dije. Andrés nunca se preocupó por los que le sacaban cuando su campaña. De todos modos vas a ganar, ¿o no?
—Quiero que vengas conmigo al desfile —contestó agachando la cabeza. Al día siguiente mandó por mí a la casa. El chofer me entregó un ramo de flores que llevaba una tarjeta diciendo: «Por regalarme la suerte este primero de mayo,»
Vimos el desfile del día del Trabajo desde el balcón de las oficinas de la CTM en Madero: Álvaro Cordera, delgado y fino, de pie junto a Fito que llevó la cara de siempre, regordeta, sonriente a medias, agazapada por completo. Todo fue bien hasta que empezaron a desfilar los ferrocarrileros vitoreando a Bravo y aventando naranjas podridas al balcón en que estábamos. Creí que Rodolfo iba a empezar a hacer pucheros, pero en vez de eso agudizó la solemnidad de sus aburridas facciones y permaneció firme, sin perder la media risa, de pie junto a Cordera.
Me había puesto un vestido de gasa clara. De pronto una naranja se estrelló contra mi falda. Dada la ecuanimidad de Rodolfo pensé que lo correcto sería también sonreír y no moverme. Eso hice. Cuando terminó el desfile, Fito le preguntó a Cordera si no creía que mi actitud era comparable a la de una reina sabia, Cordera, con coda tranquilidad dijo que sí.
—Sofía nunca hubiera aguantado. ¡Qué bien escogió Andrés! —dijo Fito. Eres una mujer cabal y valerosa —siguió diciendo cuando íbamos en el coche rumbo a mi casa. Cuando llegamos me acompañó hasta la puerta y se despidió besándome las manos y la falda manchada.
—¿Será que él escribe sus discursos? —me pregunté mientras subía las escaleras yendo a mi recámara. Es tan cursi que bien podría dedicarse a escribir discursos.
En la tarde llamó Andrés para darme las gracias. Completó la otra mitad del discurso en torno a mis glorias.
—Eres una vieja chingona. Aprendiste bien. Ya puedes dedicarte a la política. Mantenme así al Gordo —dijo.
Lo imaginé sentado frente a su escritorio lleno de papeles que nunca leía. Casi vi su boca echando carcajadas de agradecimiento. Algo de él me gustaba todavía.
—¿Cuándo vienes? —dije.
—Ven tú mañana, el día cinco llega el Presidente Aguirre.
Fui. El desfile salió perfecto. Miles de niños vestidos con trajes regionales cruzaron frente a nosotros en una marcha de colores disciplinados y brillantes. Aguirre le agradeció a Andrés, doña Lupe fue conmigo al hospicio y donó los desayunos de los próximos seis meses. Luego subimos a un coche que nos llevó a la sierra. Ahí Andrés había organizado una fila de indios dispuestos a pedirle cosas al Presidente. Pasamos la tarde oyéndolos. Como a las ocho me llevé a doña Lupe a cenar café con leche y pan dulce. A las once volvimos a encontrar a su marido oyendo indios. Junto a él, Andrés chupaba su puro inmutable y complacido. Doña Lupe y yo nos fuimos a dormir. Eran las cuatro de la mañana cuando mi general entró al cuarto que compartíamos.
—Cabrón incansable —protestó metiéndose en la cama. Me abrazó. Se me andaba olvidando lo buena que estás —dijo.
—Tanta otra vieja con que andas —le contesté.
—No profanes, Catín. Si eres tan lista, mejor no digas nada.
—¿Qué sentirán los presidentes cuando se les va acabando el turno? —dije. Pobre general Aguirre.
—¿No digo bien que estás buenísima? —me contestó.
Bibi era un poco más chica que yo. La conocí casada con un doctor al que le daba vergüenza cobrar. Cuando uno le preguntaba por sus honorarios decía como los inditos, lo que sea su voluntad. Era buen médico, curaba a los niños de sus empachos y catarros y a las mamás de la preocupación. Una vez Verania se tragó un caramelo y se puso morada, lo fui a ver corriendo. Creí que se iba a morir y me horrorizó la idea de oír al general gritándome asesina descuidada.
Nada más entré al consultorio de la 3 Norte y sentí alivio. La niña seguía morada, pero el doctor me saludó con toda calma y después la hizo beber una infusión de manzanilla caliente que le desbarató la charamusca y le devolvió la respiración. Cuando empezó a toser y pasó de morada a blanca yo me puse a llorar, abracé al doctor y empecé a besarlo. Así estábamos cuando entró la Bibi al despacho.
—Salvó a mi hija —le dije disculpándome aunque no sabía yo quién era.
—Así es él —me contestó sin inmutarse. —La señora es esposa del general Ascencio —explicó el doctor a la Bibi.
—¿Y eso qué se siente? —me contestó por todo saludo.
Alcé los hombros y las dos nos reímos ante la sorpresa del doctor.
No la vi mucho después de ese día. A veces nos encontrábamos en la calle, nos preguntábamos por nuestros esposos, ella elogiaba al mío y yo al suyo, nos preguntábamos por nuestros hijos, ella lamentaba la fragilidad del suyo, yo la barbarie de los míos. Luego nos despedíamos con esos besos de lado que le caen al aire mientras uno se roza las mejillas.
Años después me contó que esos encuentros la hacían sentirse importante.
Un día su marido tuvo a bien morirse. Sin hacer ruido, como era él, sin dejarle un centavo, como era él. Fui al velorio en agradecimiento por los moretones que les curó a mis hijos y porque en Puebla uno iba a todos los velorios del mismo modo que iba a todas las bodas, bautizos y primeras comuniones: para llenar el día.
Ahí estaba la Bibi con su hijo de la mano. Puse dinero en un sobre y se lo di después de abrazarla.
—Esto le debía yo a tu marido —dije con el aire de bienechora que disfrutaba tanto.
—Tú siempre tan delicada Catalina —me contestó.
No lloraba. La recuerdo preciosa vestida de viuda. Se veía más joven que nunca y le brillaban los ojos negros. Era muy bonita, tanto que no se aguantó como único futuro el de gastar su belleza paseándola por Puebla de la mano de un hijo que se hacía adolescente mientras a ella le iban saliendo arrugas de tanto pensar qué vender para pagarle la colegiatura. Se fue a México con sus hermanos que trabajaban en el periódico del general Gómez Soto.
Y en casa de Gómez Soto la volví a ver. Era una casa enorme y loca como la nuestra. Bibi estaba en el jardín. Llevaba un vestido azul escotado por adelante y por detrás, tenía la sonrisa perfectamente bien puesta.
—Te ves linda —dije.
—Soy menos pobre —contestó.
—Te felicito —dije pensando en mi madre que usaba esa respuesta cuando le daba gusto el bien ajeno pero prefería no investigar de dónde venía.
Nos sentamos frente a la alberca llena de gardenias y velas flotantes.
—Se ve divina, ¿verdad? —me preguntó.