—¿Dónde está usted, Martínez? No me sigue. Se sale de tiempo. ¿En qué está pensando que pueda importar más?
Martínez se me quedó viendo y no le contestó. Entonces él volteó y se encontró conmigo sentada en una de las primeras filas del teatro, apretando las manos sobre el abrigo, sin poder decir ni media palabra.
—¿Quién le dio permiso de entrar aquí? —dijo furioso.
No me quedó más remedio que convertirme en periodista.
—Vaya, qué desorden —dijo. Tenía los ojos oscuros, enormes, la piel blanca. Espéreme allá atrás, y no se mueva que nos distrae.
Me levanté y caminé despacio por todo el pasillo.
—¿Ya? —preguntó él desde arriba.
—Ya —contesté y bajé los ojos. Cuando la música volvió, me levanté despacio y fui hasta la puerta caminando de puntas. La empujé y corrí por las escaleras. En un segundo estuve en la calle, fui a sentarme a una banca de la Alameda y traté de tararear lo que había oído pero no pude. En cambio pude llorar, sin saber por qué. Creí que me estaba volviendo vieja y que había heredado la capacidad de mi madre para presentir.
—Está encantado —dije.
Cuando Juan me encontró era tardísimo.
—El general ya está en la puerta de Palacio desde hace rato —dijo y me llevó a recogerlo.
—¿Dónde te metiste, lela? —preguntó Andrés, muy calmado.
—Fui a caminar.
—Has de haber recorrido todas las tiendas. ¿Qué te compraste?
—Nada.
—¿Nada? ¿Entonces qué hiciste?
—Oí música —dije.
—Apuesto que te encontraste una marimba en la Alameda. ¿Por qué eres tan cursi, Catalina?
—Fui a Bellas Artes. Estaba ensayando la sinfónica.
—¿Habrás visto a Carlos Vives entonces? Es el director.
—¿Lo conoces? —dije.
—Claro que lo conozco. Es el hombre más necio que conozco. Su papá era general, pero él salió medio raro, le dio por la música. Acaba de regresar de Londres con la idea de que este rancho necesita una Orquesta Sinfónica Nacional, y convenció a Fito. ¿Quién no convence al Gordo?
—¿Vamos a cenar? —dije y oí mi voz como algo que no me pertenecía. Como si otra me estuviera supliendo para hablar y moverme.
Llegamos al Prendes. Dejé el abrigo en uno de los percheros. Andrés dejó el sombrero y entró como al comedor de su casa.
—¿La misma mesa, general? —preguntó el capitán de meseros.
—La misma, mi capi —dijo.
Nunca supe por qué a Andrés le gustaba ese lugar, era horrible. Parecía el comedor de un noviciado. La comida era buena pero no para comerla en un sitio sin ventanas. Sobre todo un día y el otro, como hacía él.
Mis ostiones llegaron al mismo tiempo que su sopa de tortilla y empecé a comerlos aprisa mientras él hablaba:
—Quedó chingón el discurso que le escribí a Rodolfo. Cordera no va a saber por dónde contestar. Siempre se anda agarrando de la democracia para hacer sus fregaderas, por eso le puse ahí a Fito que la democracia debe entenderse como el encauzamiento de la Lucha de clases en el seno de las libertades y de las leyes. Y como las leyes somos nosotros, pues ya se chingó. Mira quién viene ahí.
Tragué el último ostión y alcé los ojos para ver quién venía. El director de orquesta caminaba hacia nosotros con su espléndida sonrisa y un saco azul marino. Quise desaparecer.
—Me quedé esperando la entrevista, señora —dijo como primer saludo. Después estrechó la mano de Andrés y se sentó.
—¿Qué tal? —dijo Andrés. Catalina me contó que fue a oírte hoy en la tarde. ¿Por qué la dejaste entrar?
—Ella se metió.
—¿Qué te dijo?
—Que era periodista y quería entrevistarme.
—Ah qué muchacha mentirosa. ¿Y por qué no le dijo entré aquí porque se me dio la gana? —me preguntó como un papá divertido.
—Me dio miedo —confesé.
—¿Miedo éste? Pero si es un escuincle, debe tener dos años más que tú. Cuando la guerra tenía doce años. Su mamá y él vivían en Morelia y a veces su padre que era mi superior me llevaba a su casa aprovechando alguna tregua. Siempre encontrábamos al escuincle tocando una flauta de carrizo.
—Qué bien se acuerda usted, general.
—Antes me decías de otro modo.
—Antes no era usted quien es.
—Estaba yo empezando, como tú ahora. Pero no iba tan rápido. Claro que en la guerra y la política hay más enemigos que en la música. ¿Por qué te dio por la música? —preguntó Andrés. Hubieras sido un buen político. Tu padre lo fue.
—Uno a veces no se parece a su padre.
—¿Lo dices por orgullo?
—Al contrario, general. Pero a cada quien le toca una guerra distinta.
—¿Lo tuyo es una guerra? Qué muchacho tan extraño. Tenía razón tu padre.
Se pusieron a hablar del pasado, de cómo el director niño se robaba las balas de la charretera de Andrés y las metía en una olla que después meneaba para oírla sonar, del día en que Andrés y su padre lo llevaron a ver a los ahorcados, lo pararon debajo de los postes y lo hicieron mirarles las caras moradas y las lenguas de fuera.
—¿No te asustaste? —pregunté.
—Mucho, pero no se los iba a demostrar a ese par de cabrones que eran mi padre y tu marido.
Ya no pude comerme el pescado ni el pastel. Pedí un coñac y me lo bebí en dos tragos.
—Y a ti qué te pasa —dijo Andrés. ¿Desde cuándo bebes fuerte?
—Creo que me va a dar gripa —contesté.
—Tengo una mujer medio loca, ¿no te parece?
—Me parece linda —contestó Vives.
Después volvieron a hablar de ellos. De las diferencias entre la música y los toros. De cómo el padre de Carlos quiso a mi general y cómo peleó con su hijo que no hacía más que decepcionarlo con su terquedad de ser músico en vez de militar.
—Tu padre siempre tuvo razón —concluyó Andrés.
—Salud, general —dijo Carlos. Salud, curiosa —me guiñó el ojo y palmeó mi mano que estaba sobre la mesa.
—Salud —dije yo, que de un trago desaparecí otro coñac y me dediqué a sonreír el resto de la noche.
Cuando salimos a la calle la luna brillaba amarilla y redonda sobre nuestras cabezas. En el quicio de una puerta, sentado como si fueran las cinco de la tarde y no las tres de la mañana, un ciego tocaba una trompeta.
Siempre creí que lo único necesario para vivir tranquila era tener a Andrés todos los días conmigo. Pero cuando la mañana siguiente en lugar de salir corriendo me anunció que pensaba quedarse y que iba a cambiar su oficina a nuestra biblioteca yo hubiera querido desaparecerlo. Era como tener un ropero antiguo a media casa, para donde uno volteara aparecía. No quedó lugar libre de su ruido. Para colmo, dio en estar cariñoso. Quería coger todas las mañanas y no ir a ninguna parte sin llevarme con él. Inventó nombrarme su secretaria privada y me hizo acudir a todas las juntas que organizó para planear cómo quitarle a Cordera la CTM, a todas las reuniones con políticos, y hasta cuando hacía pipí quería tenerme junto.
Dos días antes me hubiera hecho feliz. No sólo tener de nuevo su explosiva presencia, sino estar invitada a todo lo que tuve prohibido: a las reuniones y los acuerdos que siempre rehice tras la puerta, abrumando a Andrés con interrogatorios exhaustivos para medio saber lo que pasaba. Entonces pude presenciarlos todos, si se me hubiera ocurrido opinar me habrían dejado, sólo que yo acababa de subir los escalones de Bellas Artes y me había enamorado de otro.
Me volví infiel mucho antes de tocar a Carlos Vives. No tenía lugar para nada que no fuera él. Nunca quise así a Andrés, nunca pasé las horas tratando de recordar el exacto tamaño de sus manos ni deseando con todo el cuerpo siquiera verlo aparecer. Me daba vergüenza estar así por un hombre, ser tan infeliz y volverme dichosa sin que dependiera para nada de mí. Me puse insoportable y entre más insoportable mejor consentida por Andrés. Nunca hice con tanta libertad todo lo que quise hacer como en esos días, y nunca sentí con tanta fuerza que todo lo que hacía era inútil, tonto y no deseado. Porque de todo lo que tuve y quise lo único que hubiera querido era a Carlos Vives a media tarde.
Un día en el desayuno Andrés descubrió que me había crecido el pelo y que su brillo era lo mejor que había visto en años, encontró que mis pies eran más lindos que los de cualquier japonesa, mis dientes de niña y mis labios de actriz. En cambio yo nunca odié tanto mis caderas, mi boca, mis pestañas, nunca me creí más tonta, más tramposa, más fea.
Con las fealdades a cuestas pasé esa mañana oyendo a mi general inventar un grupo de diputados que se llamara Renovación, planeando cómo chingarse a uno y madrear a otro. Mientras yo sólo quería que llegara la tarde.
Tenia que ir a Palacio Nacional y fui con él.
—¿Ahora sí vas de compras? —me dijo al bajarse del coche.
—A lo mejor contesté.
Nada más arrancó Juan y le pedí que me llevara a Bellas Artes. Cuando llegamos brinqué del coche.
—¿A qué horas regreso, señora?
—No regrese. Como si no me hubiera oído volvió a decir:
—¿Está bien a las ocho?
Subí corriendo las escaleras. No oí la música. Seguro que no estaba.
Empujé la puerta:
—Todos, otra vez desde la diecisiete —dijo su voz.
La música empezó a sonar. Me deslicé como un gato. Fui a sentarme hasta atrás. Puse las manos sobre las piernas y sin darme cuenta froté la falda hacia arriba y hacia abajo. Lo miré de lejos. Otra vez los brazos y la voz ordenando:
—Ese sostenido es sostenido, Martínez. Márquelo, no tenga miedo. Suena así. Buenas tardes, señora, qué bueno tenerla de público —gritó. Si evita el ruido de las manos contra la falda nos dará gusto.
Voy de un loco a otro, pensé, pero no salí corriendo. Me gustaba verlo de lejos. No podría imitarlo, pero lo recuerdo tan bien como al mar y la noche en Punta Allen.
Subí a los palcos del segundo piso. Me gustaba cómo movía las manos, cromo otros lo obedecían sin detenerse a reflexionar si sus instrucciones eran correctas o no. Daba lo mismo. El tenía el poder y uno sentía claramente hasta dónde llegaba su dominio. Iba por la sala, se metía en los demás, en mi cuerpo recargado sobre el barandal del palco, en mi cabeza apoyada sobre los brazos, en mis ojos siguiéndole las manos.
Dieron las ocho y la música no terminaba de ir y veni r. Juan ya estaría en la puerta y Andrés furioso, pero yo no me moví de la butaca de terciopelo rojo hasta que los brazos de Carlos cayeron de golpe.
—Mejor, mucho mejor señores. Nos vemos mañana. Gracias por la tarde.
Se bajó del podio y desapareció por una de las puertas laterales del escenario. Estaba yo imaginando a dónde podría haber ido cuando llegó junto a mí.
—¿Quién acompaña a quién a tomar un helado?
—Yo a ti —le dije.
—Tú eres a la que le gustan los helados, yo prefiero un whisky.
—¿Cómo sabes que me gustan los helados?
—¿No comes helados cuando estás nerviosa?
—Si, pero ahorita no estoy nerviosa, ¿y quién te dijo?
—Mis espías. También me dijeron que ayer querías bajarte del coche y venir a mi hotel.
—Te dijeron mal. ¿Quién crees que soy?
—Una mujer casada con un loco que le lleva veinte años y la trata como a una adolescente. Bajamos las escaleras.
Juan estaba en la entrada, pálido como pan crudo.
—Señora el general nos mata —dijo abriendo la portezuela del coche.
—Dígale que vamos caminando, que no tardamos —ordenó Carlos.
—No —dijo Juan. Yo sin la señora no regreso.
—Entonces quédese aquí porque vamos a caminar.
Me tomó del brazo y cruzamos la calle hacia Madero.
—Me gusta ese edificio —dije cuando pasamos junto al Sanborns de los azulejos.
—Yo no te lo puedo comprar. ¿Por qué no se lo pides a tu general?
—Vete a la chingada —contesté.
—Sus deseos son órdenes —dijo empujando la puerta de Sanborns y metiéndose justo en el momento en que Juan nos alcanzó y me puso la pistola en el costado:
—Lo siento señora, pero tengo familia, así que usted viene conmigo a recoger al general.
—Ándele pues Juan —dije y corrimos al coche. Llegamos por Andrés justo cuando se despedía de unos tipos en la puerta de Palacio.
—Hola princesa, ¿estuviste contenta? —preguntó.
No me acostumbraba a su nuevo tono, me hacía sentir idiota.
—Fui a ver a Vives —dije como si me desnudara.
—Qué bueno —contestó. ¿Y dónde lo dejaste? ¿Por qué no vino a cenar con nosotros?
—Lo mandé a la chingada.
—¿Qué te hizo?
—Me trató como a una imbécil. Dijo que si me gustaba el edificio de Sanborns por qué no te pedía que me lo compraras.
—¿Te gusta el edificio de Sanborns?
—Es de talavera —contesté, y nos fuimos a cenar abrazados.
Al día siguiente comió en nuestra casa el general Basilio Suárez. A propósito dispuse mole poblano porque ya sabía que lo odiaba.
El general Suárez era tan simple como una carne con su tortilla de harina. Lo que le importaba era hacer dinero y para eso se unía con Andrés. Andaban buscando los contratos de unas carreteras pero no se les hacían porque el secretario de Comunicaciones era un tal Jesús Garza, al que odiaban por aguirrista y quien seguramente los odiaba también. Se pusieron a inventar cómo desprestigiarlo y Suárez, que nunca daba para más, dijo:
—Yo creo que hay que acusarlo de comunista. No será mentir, porque ese hombre es comunista. Y nosotros no hicimos la Revolución para que vengan los rusos a quitárnosla.
—Tiene usted razón, general. Hoy mismo hablo con los de la Unión de Padres de Familia para que le aumenten a su desplegado contra Cordera unas cositas contra otros que nos la deben. Es hora de empezar a nombrarlos. Así de una vez mañana le quitamos la CTM a Cordera, se la damos a Alfonso Maldonado que no come lumbre y empezamos a preparar el terrenito para chingarnos esas dos cuñas que nos heredó Aguirre.
Iba yo a decir alguna cosa para contradecirlos cuando entró Vives.
—Llegas tarde —dijo Andrés. Estamos hablando de política, ¿no te importa?
—Me importa, pero me aguanto. Ya sé que en esta casa todo es política, y acepté venir a comer.
—Quedamos que a las dos y son tres y media —dijo Andrés.
—¿Tú lo invitaste? —pregunté.
—No te dije para darte la sorpresa —dijo Andrés.
—Me la das —contesté. Lucina tráele un servicio al señor —dije adoptando actitud de ama de casa y señalándole a Vives un lugar junto al general Suárez. Andrés estaba en la cabecera, yo a su izquierda y el general a su derecha.