Arráncame la vida (4 page)

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Authors: Ángeles Mastretta

Tags: #Histórico, Drama

BOOK: Arráncame la vida
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Andrés era jefe de las operaciones militares en el estado. Eso quiere decir que dependían de él todos los militares de la zona. Creo que desde entonces se convirtió en un peligro público y que desde entonces conoció a Heiss y a sus demás asociados y protegidos. Ya ganaban buen dinero. Heiss era un gringo gritón dedicado a vender botones y medicinas. Se había conseguido el cargo de cónsul honorario de su país en México y había inventado un secuestro en la época de Carranza. Con el dinero que el gobierno le pagó por autorrescatarse compró una fábrica de alfileres en la 5 Sur. Era bueno para inventar negocios. Le brillaban los ojos planeándolos. Durante semanas no se cambiaba los pantalones de gabardina y se iba haciendo rico en las narices de los poblanos que lo vieron llegar pobretón y acabaron llamándolo don Miguel. Decían que era muy inteligente y los deslumbraba. Pero en realidad era un pillo.

Yo al principio no sabía de él, no sabía de nadie. Andrés me tenía guardada como un juguete con el que platicaba de tonterías, al que se cogía tres veces a la semana y hacía feliz con rascarle la espalda y llevar al zócalo los domingos. Desde que lo detuvieron aquella tarde empecé a preguntarle más por sus negocios y su trabajo. No le gustaba contarme. Me contestaba siempre que no vivía conmigo para hablar de negocios, que si necesitaba dinero que se lo pidiera. A veces me convencía de que tenía razón, de que a mí qué me importaba de dónde sacara él para pagar la casa, los chocolates y todas las cosas que se me antojaban.

Me dediqué a llenar el tiempo. Busqué a mis amigas. Pasaba las tardes ayudándolas a bordar y hacer galletas. Leíamos juntas novelas de Pérez y Pérez. Todavía me acuerdo de Pepa ahogada en lágrimas con Anita de Montemar mientras Mónica y yo nos carcajeábamos de tanto padecimiento pendejo. La ayudábamos a coser sus donas. Se iba a casar con un español taciturno y feo que quién sabe por qué le gustó para marido. Nosotras hablábamos muy mal de él cuando ella no estaba, pero nunca nos atrevimos a decirle que mejor lo cambiara por el muchacho alto que a veces le echaba risas a la salida de misa. Total se casó con el español que resultó un celoso enloquecido. Tanto, que a su casa le mandó quitar el piso de los balcones para que ella no pudiera asomarse.

El día de la boda de Pepa, para el que me compré un vestido de gasa verde pálido y Andrés me regaló un larguísimo collar de perlas, amanecí exhausta, no me quería mover de la cama.

Andrés se levantó a dar sus brincos y luego lo vi salir hacia el baño haciendo el recuento de todas las cosas que tenia que hacer. Me enrosqué en las cobijas pensando que me gustaría ir a la luna. De niña me iba hasta el fondo de la cama y jugaba a decir que andaba en la luna. En la luna estaba, cuando él regresó.

—Vas a tener tus días o ¿por qué amaneciste con esa cara de perro moribundo? A ver, te veo —dijo. Ya tienes ojos de vaca. ¿Estarás de encargo?

Lo dijo en un tono de orgullo y haciendo tal gesto de satisfacción que me dio vergüenza. Sentí cómo me ponía roja, me volví a tapar con las cobijas y me fui al fondo de la cama.

—¿Qué te pasa? —preguntó. ¿No quieres darme un hijo?

Oí su voz sobre las cobijas y me toqué los pechos crecidos, haciendo las cuentas que no hacía nunca. Ya tenía como tres meses de no tratar con Pepe Flores.

Fuimos a la boda. Todo el tiempo estuve pensando en lo terrible que resultaría ser mamá, por eso no me acuerdo bien de la fiesta. Sólo recuerdo a Pepa saliendo de la iglesia con la frente clara y las flores en la cabeza sobre el velo que le llegaba a la orilla del vestido largo. Estaba linda.

Eso dijimos Mónica y yo cuando la vimos salir y nos dimos la mano para aguantar la emoción.

—Voy a tener un hijo —le conté al son de la marcha nupcial.

—¡Qué bueno! —gritó, y se puso a besarme a media iglesia.

Capítulo 4

Tenía yo diecisiete años cuando nació Veranea. La había cargado nueve meses como una pesadilla. Le había visto crecer a mi cuerpo una joroba por delante y no lograba ser una madre enternecida. La primera desgracia fue dejar los caballos y los vestidos entallados, la segunda soportar unas agruras que me llegaban hasta la nariz. Odiaba quejarme, pero odiaba la sensación de estar continuamente poseída por algo extraño. Cuando empezó a moverse como un pescado nadando en el fondo de mi vientre creí que se saldría de repente y tras ella toda la sangre hasta matarme. Andrés era el culpable de que me pasaran todas esas cosas y ni siquiera soportaba oír hablar de ellas.

—Cómo les gusta a las mujeres darse importancia con eso de la maternidad —decía. Yo creí que tú ibas a ser distinta, creciste viendo animales cargarse y parir sin tanta faramalla. Además eres joven. No pienses en eso y verás que se te olvidan las molestias.

Como había perdido la candidatura para ser gobernador, andaba ocioso. Le dio por viajar y me llevó hasta Estados Unidos en coche.

Yo todo el tiempo tenía sueño. Me dormía con el sol sobre los ojos y aunque el coche fuera dando brincos por largos caminos de terracería.

—No sé para qué te traje, Catín —me decía—. Mejor hubiera yo invitado a otra mujer. No has visto el paisaje, ni me has cantado, ni te has reído. Has sido un fraude.

Todo el embarazo fui un fraude. Andrés no volvió a tocarme dizque para no lastimar al niño y eso me puso más nerviosa, no podía pensar con orden, me distraía, empezaba una conversación que acababa en otra y escuchaba solamente la mitad de lo que me contaban.

Además tenía un espantoso miedo a parir. Pensé que me quedaría tonta para siempre. El se iba con más frecuencia que antes. Ya no me llevaba a México a los toros. Salía de la casa solo y yo estaba segura de que a la vuelta se encontraba otra mujer. Alguien presentable, sin un chipote en la panza y unas ojeras hasta la boca. Tenia razón. Yo no hubiera ido conmigo a ninguna parte.

Menos a los toros donde las mujeres eran bellísimas y con las cinturas tan delgadas.

Me quedaba rumiando el abandono, sobándome la panza, durmiendo. Sólo salía para ir a comer a casa de mis papás.

Un mediodía iba por el zócalo soplándole a un rehilete que compré para Pía y me estrellé con todo y barriga contra Pablo mi amigo del colegio. Pablo era hijo de chipileños, sus abuelos eran del Piamonte en Italia. Por eso era güerejo y de ojos profundos.

—¡Qué bonita te ves! —dijo.

—Cómo eres —contesté.

—En serio. Yo siempre supe que te verías linda esperando un hijo.

Total no fui a comer a casa de mis papás. Pablo repartía leche en una carretita tirada por mulas. Salía de Chipilo muy temprano en las mañanas. Me invitó a subirme en ella y nos fuimos al campo. Me trataba como a una reina. Nadie le tuvo más cariño que él al probable bebé. Ni yo. Aunque yo no era un buen ejemplo de amor extremo. Esa tarde jugamos sobre el pasto como si fuéramos niños. Hasta se me olvidó la barriga, hasta llegué a pensar que hubiera sido bueno no desear más que aquel gusto fácil por la vida. Aprecié la tela corriente de sus pantalones, sus pelos desordenados y sus manos. Pablo se encargó de quitarme las ansias esos tres últimos meses de embarazo, y yo me encargué de quitarle la virginidad que todavía no dejaba en ningún burdel.

Eso fue lo único bueno que tuvo mi embarazo de Verania. Todavía el domingo anterior al parto fuimos a jugar en la paja. De ahí me llevó a casa de mis papás porque empecé a sentir que Verania salía. Mi general llegó dos días después con veinte ramos de rosas rojas y chocolates.

La niña tenia un mes y yo los pezones llenos de estrías cuando Andrés entró a la casa con los dos hijos de su primer matrimonio.

Virginia era unos meses mayor que yo. Octavio nació en octubre de 1915 y era unos meses menor. Se pararon en la puerta del cuarto donde yo estaba. Su padre me presentó y los tres nos miramos sin hablar. Yo no sabía nada de la vida de Andrés, menos que tuviera hijos de mi edad.

—Son mis hijos mayores —dijo. Hasta ahora vivieron con mi madre en Zacatlán. Pero ya no quiero que estén en el pueblo, los traje a estudiar aquí, vivirán con nosotros.

Moví la cabeza de arriba para abajo y luego enseñándoles a la niña dije:

—Esta es su hermana. Se llama Verania.

Octavio se acercó a mirarla preguntando por qué tenía un nombre tan raro y yo le conté que así se Llamaba la madre de mi padre.

—¿Tu abuela? —preguntó y se puso a pasar la mano por la mejilla de Verania.

Era un muchacho de ojos oscuros y confiados. Se reía igual que Andrés cuando quería hacerse agradable y pareció dispuesto a ser mi amigo. No pasó lo mismo con su hermana. Ella se quedó en la puerta junto a su padre, callada, sin dedicarme una mirada buena. La vi fea, medio gorda, de ojos tristones y labios muy delgados. Tenía los pechos chiquitos y las caderas cuadradas, le faltaban nalgas y le sobraba barriga. Me dio pena.

Octavio y ella quedaron instalados cerca de nosotros y de repente nos volvimos una familia.

Hasta pensé que sería bueno tener compañía cuando Andrés no estuviera.

En la noche lo abrumé con preguntas. ¿De dónde le salieron esos hijos? ¿Tenia más?

Por lo pronto esos dos. Había conocido a su madre a principios de 1914 cuando fue a México acompañando al general Macías, un viejito que fue gobernador de Puebla tras la renuncia del gobernador constitucional, después de que Victoriano Huerta mató a Madero. Yo no sabía bien lo sucedido en esos años, pero Andrés me lo contó a saltos la noche del día en que llegaron sus hijos.

Macias era de Zacatlán. Arriero como el papá de los Ascencio, peleó en Puebla contra los franceses y se unió a las tropas de Porfirio Díaz. Con él se hizo importante y rico. Cuando llegó la Revolución regresó al pueblo donde tenía un rancho y se sentía protegido. Andrés entró a trabajar con él. Era su jefe de peones, un muchacho listo, hijo de un conocido, se lo fue ganando. Cuando Huerta le ofreció la gubernatura, el viejillo la agarró encantado y se llevó a su ayudante para Puebla. A los seis meses de andar dizque gobernando se puso enfermo. Quiso ir a curarse a México y cargó con Andrés que se le había hecho necesario porque era ordenadísimo y lo cuidaba como un perro. Sabia dónde había puesto sus anteojos siempre que los perdía, y aprendió a manejar su ropa y hasta algunas de sus cuentas. El general duró enfermo tres semanas y a principios de enero de 1914 murió como era de esperarse. Andrés se quedó en México solo, sin entender una chingada de todo lo que ahí pasaba, sin trabajo y con dos monedas de plata, regalo del viejo Macias.

Le gustó la ciudad. Consiguió trabajo en un establo por Mixcoac y se quedó a ver qué pasaba. Total, tenía 18 años y ningunas ganas de volver al pueblo.

Por ahí por Mixcoac se encontró a Eulalia, una niña que llegó con las tropas de Madero. Su padre, Refugio Núñez, era un soldado raso y entusiasta. Eulalia vivía recordando el mediodía en que entraron a México y miles de personas les aplaudieron al verlos bajar del ferrocarril y caminar hasta la gran plaza en la que estaba el palacio al que entró el señor Madero mientras ella y su padre se quedaban afuera con toda la gente, aplaudiendo.

El padre de Eulalia trabajaba también en el establo, odiaba y tenia esperanza, le había pasado a su hija la sonrisa sombría de la derrota y la certidumbre de que pronto la Revolución volvería para sacarlos de pobres.

Mientras, trabajaban ordeñando vacas y repartían leche en una carreta conducida por Andrés y jalada por un caballo viejo. Eulalia no tenía por qué ir a la repartición, su quehacer terminaba en la ordeña, pero le gustaba recorrer con Andrés la colonia Juárez, tocar en las puertas de casas grandes a las que salían sirvientas con uniformes oscuros y una que otra vez mujeres blanquísimas con batas de seda y en la cara la expresión de que el mundo se les estaba acabando. Ella le enseñó a Andrés las casas que hacía un año se habían desbaratado con los cañones de la rebelión que derrocó a Madero. Andrés seguía entendiendo bastante poco, pero frente a la niña se volvió maderista. Eulalia, —dijo él tenía los ojos de Octavio—, era menuda y fuerte, le regaló la virginidad una mañana al volver de la entrega.

Quise saberlo todo. Extrañamente me lo contó.

Pasaban el día juntos, desde la madrugada en que se levantaban a ordeñar hasta la tarde que se les hacía noche tomando café y oyendo a su padre hablar de que Emiliano Zapata había tomado Chilpancingo, de que los revolucionarios del norte se acercaban a Torreón, de que el traidor Huerta había expedido un despacho de General de Guerra para don Porfirio y que le habían mandado la condecoración a Paris.

Quién sabe cómo el papá de Eulalia estaba siempre al tanto de todo. Después de que unos marinos gringos fueron detenidos en Tampico por andar merodeando cerca del Puente Iturbide, él vaticinó el desembarco de tropas gringas en Veracruz. Antes de que Zacatecas fuera tomada por Villa, previó varios días de lucha sangrienta y más de cuatro mil muertos en la batalla.

Como todo lo adivinaba, supo también que Eulalia iba a tener un hijo de Andrés y tras la inevitable pesadumbre se dedicó a mezclar profecías sobre la guerra y el futuro de su nieto. Eulalia aceptó que le cambiara el cuerpo y que poco a poco se le fuera estirando con la presencia del hijo, sin dejar de levantarse en la madrugada para la ordeña o de ir con Andrés a hacer las entregas en la carreta.

Una mañana de mediados de julio, don Refugio Núñez amaneció anunciando la derrota del traidor. No bien lo dijo y la Cámara de Diputados le aceptó la renuncia a Victoriano Huerta. De ahí empezó a vaticinar la caída de Puebla, la de Querétaro, Saltillo, Tampico, Pachuca, Manzanillo, Córdoba, Jalapa, Chiapas, Tabasco, Campeche y Yucatán.

—Hoy llega el general Obregón —dijo el 15 de agosto. Y los tres se fueron al zócalo a recibirlo.

Al joven Ascencio le gustó Álvaro Obregón. Pensó que si un día le entraba a la bola, le entraría con él. Tenía aspecto de ganador.

—Porque no has visto a Zapata —le dijo Eulalia.

—No, pero conozco las caras de los indios de su rumbo —contestó Andrés.

No pelearon. El hablaba de ella como de un igual. Nunca lo oí hablar así de otra mujer.

Cuando Venustiano Carranza llegó a México y convocó a una convención de gobernadores y generales con mando, para el primero de octubre, don Refugio vaticinó que Villa y Zapata no apoyarían al viejo Carranza. Otra vez acertó.

La Convención se trasladó a sesionar a Aguascalientes y ahí sí fueron Villa y Zapata. A fines de octubre se aprobó el Plan de Ayala. Don Refugio empezó a beber desde que imaginó que eso sería posible y para cuando se confirmó la noticia llevaba tres días borracho y repitiendo:

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