Arráncame la vida (9 page)

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Authors: Ángeles Mastretta

Tags: #Histórico, Drama

BOOK: Arráncame la vida
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—Claro que lo cree —dijo Marilú como despedida.

—¿Quién te dijo a ti que las tierras de Alchichica eran de esa mujer? —preguntó Andrés cuando cerramos la puerta.

—Ella —le contesté. Me vino a ver hace como un mes. Quería que yo te hablara, que te convenciera de que su padre las heredó de su padre y que por muchos años ellos las cultivaron, hasta que De Velasco se las quitó a la mala y ahora que está en quiebra se le hace muy fácil venderle a Heiss lo que no es suyo. Y Heiss compra barato con el pretexto de que hay riesgo de invasión. ¡Qué bárbaros Andrés!

—¿Qué dijiste? —preguntó.

—¿Qué le iba yo a decir? Que buscara otro camino, que yo a ti no te podía hablar de eso, que no me oías. ¿Qué importa lo que le dije? No la ayudé. Sentí vergüenza cuando se levantó y dio la vuelta para irse a la calle sin darme la mano.

—¿Y si te callaste un mes por qué tienes que hacerte la enterada hoy en la noche?

—Porque así es uno. Hasta que no le llegan a lo suyo no siente —dije.

—Catalina, tú sigues sin entender. Esas tierras no son de Lola, no te puedes creer todo lo que te venga a contar una india. Y el negocio de hilo en que metí a tu padre es la cosa más inofensiva que haya pasado por su camino.

—No te creo —le dije por primera vez en mi vida—. No te creo ninguna de las dos cosas.

—¿Me crees que me gustas mucho con los pelos cortos? —dijo.

Empezó a besarme a medio patio, a ponerme las manos encima mientras caminábamos hacia las escaleras y nuestra recámara. Tenía unas manos grandes. Me gustaban tanto como les temían otros. O por eso me gustaban. No sé.

Hablaba mientras se iba desvistiendo:

—Muchacha ésta, pendeja, qué se tiene que andar enterando de lo que no le mandan.

Después del saco se quitó la pistola, pensé que me hubiera gustado usar una pistola bajo el vestido. Me tardé en desabrocharlo. Era un vestido largo, con el escote bajo en la espalda y cerrado hasta el cuello por delante. Un vestido en el que costaba trabajo entrar y salir porque había que pasar por un montón de botones.

—Qué lenta eres Catín —dijo. Me senté de espaldas a él en la cama que ya tenia tomada.

—Venga para acá —ordenó. Quise ver el mar y cerré los ojos.

—¿Por qué no le devuelves sus tierras a Lola? —dije.

—¡Qué mujer tan necia! Porque no puedo —contestó meciéndose sobre mi cuerpo.

—Pero si puedes sacar a mi papá de los hilos de Amed.

—A lo mejor.

A la mañana siguiente yo tarareaba algo hacia adentro mientras corría por la escalera rumbo al patio de atrás. Ya él estaba montado en el Listón y el adolescente que me ayudaba a montar tenia de las riendas a una yegua colorada.

—¿Y el Mapache? —pregunté.

—Ya tiene el dueño que usted le quiso dar —dijo Andrés. Apreté el puño hasta que las uñas se me enterraron en la palma de la mano.

—Entonces trato hecho —dije dispuesta a subirme a la yegua colorada.

—Trato hecho —me contestó espoleando al Listón para que se echara a correr.

Fui tras él con la yegua corriendo como desbocada, lo dejé atrás. Entré por Manzanillo hasta el bosque de los Costes y me seguí camino a La Malinche sin acordarme de la gripa del Checo, ni del desayuno, ni de filia que siempre me buscaba en las mañanas para que yo le platicara cómo eran los vestidos de las señoras que habían cenado con nosotros. Con ella me sentaba en el jardín y echaba todas las criticas que se me antojaban, encantada de que se riera con tantas ganas de mis chismes.

Nomás de imaginarme al Mapache montado por Heiss, lloraba yo a gritos mientras el aire me pegaba en la cara y me iba secando las lágrimas que me salían a chorros.

Volví como a las once. Andrés ya se había ido, las niñas estaban en el colegio, sólo quedaba Checo rumiando su gripa.

—Mal de perrera por no ir a la escuela —le dije tirándome en la cama junto a él. Después llamé a Ausencio, el mozo principal, y le pedí que buscara a la sirvienta que acababa de correr de su casa la señora Amed.

—Dígale usted que queremos que se venga a trabajar a nuestra casa. Que ya sé de su asunto, que no se preocupe.

Lucina llegó al día siguiente con su ropa en una caja de cartón. Tenia los ojos oscuros y la cara chapeada. Hablaba poco, pero a Checo le contó desde entonces todos los cuentos que yo no me sabía, a Verania le cosió vestidos para sus muñecas y a mí me daba masajes en la espalda cuando me veía triste. Se volvió la nana de todos.

El hijo que iba a tener se le salió una mañana sin mucho escándalo. Era un feto de cinco meses y estaba muerto. Lo lloró un día. Ausencio, los niños y yo la acompañamos a enterrarlo en su pueblo. Entré todos cargamos la cajita de madera blanca en que lo guardó. Recorrimos el pequeño panteón que no tenía paredes, era una siembra abierta de tumbas sencillas. Al final, debajo de un árbol, estaba el agujero para su niño. Ausencio puso dentro la cajita y Lucina se apresuró a echarle encima un puño de tierra.

—Así estuvo mejor —dijo.

Verania quiso cantar ¡Oh, María, madre mía! y nosotros la secundamos.

De regreso en el coche todos fuimos callados hasta que Lucina nos dijo:

—No estén tristes. Mi niño ya está en el cielo. Es una estrella. ¿Verdad, señora?

—Si, Lucina —dije.

Desde entonces Marilú Amed distribuyó la historia de que yo le había sonsacado a su muchacha, la había obligado a un aborto y la tenía de esclava cuidando a mis hijos. Le duró el berrinche para siempre.

Unos días después salí a caminar con Checo después de comer. Lo llevé hasta la punta del cerro de Guadalupe a ver salir el primer lucero.

—Oye, mamá —me dijo entonces, ¿tú crees eso de que el hijo de Lucina es una estrella que está en el cielo?

—¿Por qué me lo preguntas?

—Porque Verania sí lo cree y yo sé muy bien que eso no es cierto, que el hijo de Lucina está en el hoyo.

—¿En el hoyo?

—Si, en el hoyo. Como ese Celestino que ayer dijo mi papá que le buscaran un hoyo.

—¿A quién le dijo?

—A unos señores que lo vinieron a ver de Matamoros.

—No oíste bien. ¿Cómo va a decir eso tu papá?

—Si, lo dijo mamá. Siempre dice así. A ése búsquenle un hoyo. Y eso quiere decir que lo tienen que matar.

—Ay, hijo, qué cosas te imaginas —le dije. ¿Crees que matar es juego?

—No. Matar es trabajo, dice mi papá.

Un ruido me subió desde el estómago, y el arroz, la carne, las tortillas, el queso, las crepas de cajeta, todo me fue saliendo de regreso mientras el Checo me veía sin saber qué hacer, preguntando a intervalos: «¿Ya mamá?» Por fin salió una cosa amarilla y amarga y luego no quedó más.

—¿Jugamos carreras de regreso? —le dije. Y empecé a correr bajando el cerro como si me quisiera desbarrancar.

—Tú estás loca, mami. Tiene razón mi papá.

—Eres una cabra loca —gritaba el niño atrás de mí.

Llegamos exhaustos a la casa. Verania estaba en la puerta cogida de la mano de Lucina. Era una niña preciosa. Con los ojos enormes y los labios delgados, pálida como yo, ingenua como mis hermanas.

—¿Por qué se tardaron tanto? —preguntó.

—Porque mi mamá está enferma —dijo Checo.

—¿De qué? —preguntó Lucina.

—De la panza. Vomitó toda la comida —dijo el niño que tenía cinco años. Cinco enloquecidos años.

No podían vivir en las nubes nuestros hijos. Estaban demasiado cerca. Cuando decidí quedarme decidí también por ellos y ni modo de guardarlos en una bola de cristal.

En la casa grande ellos vivían en un piso y nosotros en otro. Podíamos pasarnos la vida sin verlos. Después de la tarde que vomité, resolví cerrar el capítulo del amor maternal. Se los dejé a Lucina. Que ella los bañara, los vistiera, oyera sus preguntas, los enseñara a rezar y a creer en algo, aunque fuera en la Virgen de Guadalupe. De un día para otro dejé de pasar las tardes con ellos, dejé de pensar en qué merendarían y en cómo entretenerlos. Al principio los extrañé. Llevaba años de estar pegada a sus vidas, habían sido mi pasión, mi entretenimiento. Estaban acostumbrados a irrumpir en mi recámara como si fuera su cuarto de juegos. Me despertaban tempranísimo aunque estuviera desvelada, jugaban con mis collares, se ponían mis zapatos y mis abrigos, vivían trenzados a mi vida. Desde esa noche cerré mi puerta con llave. Cuando llegaron en la mañana los dejé tocar sin contestarles. En la tarde les expliqué que su papá quería tranquilidad en los cuartos de abajo y les pedí que no entraran más.

Se fueron acostumbrando y yo también.

Capítulo 7

En cambio me propuse conocer los negocios de Andrés en Atencingo. Empecé por saber que el Celestino del que oyó Checo era el marido de Lola y que su muerte fue la primera de una fila de muertos. Después me hice amiga de las hijas de Heiss. De Helen sobre todo. Tenía dos hijos y estaba divorciada de un gringo que le ponía unas maltratadas terribles antes de que ella encontrara el valor para abandonarlo.

Helen se había regresado a Puebla en busca de la ayuda de su padre que como era de esperarse no le dio un quinto gratis. La puso a trabajar en Atencingo. Su quehacer era espiar a un señor Gómez, el administrador, y medir la fidelidad que le tenia en los manejos. Para hacerlo se fue a vivir a una casa inhóspita y medio vacía, con una alberca de agua helada y cientos de moscos por las tardes.

Yo iba a visitarla cualquier día. Me llevaba a los niños a nadar en su espantosa alberca mientras platicaba con elle.

—Aquí hay muy pocos hombres —decía. Y me contaba su última experiencia con algún poblano. Estaba terca en casarse con uno, y yo segura de que ninguno se iba a meter en ese lío. Las gringas estaban bien para un rato, pero nadie les entraba para todos los días. Ella quería casarse, tener una vajilla de talavera y una casa con techo de dos aguas. No sé por qué tenía la necedad del techo de dos aguas. Siempre que hablaba de su futuro lo incluía como algo imprescindible.

Un día estábamos viendo nadar a los niños y tomando uno de los daiquiris que a ella le gustaba preparar y beber sin tregua, cuando oímos disparos cerca. Salí corriendo en traje de baño, picándome los pies con las yerbas y las piedras que rodeaban la casa. Checo iba atrás de mí con mis sandalias.

—Regrésate a la casa —le dije. Me puse los zapatos y corrí hasta el ingenio. Había un muerto: pleito de borrachos, dijo Gómez el administrador.

Sentada en el suelo una mujer lloraba despacio, como si le quedara toda la vida para lo mismo.

Cuando me acerqué a preguntarle quién era el muerto, ella alzó la cara:

—Era mi señor —dijo. Ayúdeme usted porque si me quedo aquí me matan también y quién ve por los niños.

Juan el chofer me había seguido, le pedí que recogiera el cadáver. A Gómez el administrador lo miré con cara de gobernadora antes de participarle:

—Me lo voy a llevar.

—Como usted ordene. La señora se queda, ¿verdad? —preguntó viendo que me había dado por abrazarla.

—Viene conmigo —contesté.

Caminamos hasta la casa de Helen. Ahí ella empezó a hablar como si yo no fuera la esposa del gobernador. La oí sin decir una palabra, con la cabeza entre las manos. Lo que contó era espantoso. Nadie hubiera podido inventar algo así.

Cuando terminó, Helen dejó de beber para decir con su acento de gringa lela:

—Yo no lo dudo Cathy. Son infames estos hombres. Qué parientes tenemos.

—Quiero que Heiss me devuelva al Mapache —le dije a Andrés, cuando llegó a dormir a nuestra cama.

—Tratos son tratos, Catín. Tu papá ya no está con Amed.

—Pero ustedes mataron a los campesinos de Atencingo.

—¿Qué? —dijo Andrés.

—Me lo contó la única que sobrevivió. Hoy en la tarde mataron a su marido en el ingenio. Yo lo vi, lo mataron porque llegó a contarles a los peones cómo las gentes de Heiss y las tuyas les entraron a tiros hace dos días a todos los que defendían las tierras que ese pinche gringo le compró a De Velasco en tres mil pesos. Me dijo que eran más de cincuenta con todo y niños, que mandaste al ejército a desarmarlos y luego les echaste encima cien hombres con ametralladoras. Devuélveme mi caballo, ya los muertos ni quien los reviva. Pero si todo el mundo va a ganar algo, yo quiero mi caballo de regreso o le digo la verdad a don Juan el de Avante.

—Tú te callas la boca. Nada más eso me faltaba, el enemigo en mi cama. La gobernadora soplándole al honrado periodista. ¿Qué te estás creyendo?

—Quiero mi caballo —le dije y me fui a dormir al saloncito de estar.

Me senté en el sillón azul en que a veces pasaba las tardes flojeando. Se me hacían tan lejos esas tardes. Cada vez que descubría una de las barbaridades de Andrés todo el pasado me parecía lejísimos.

Estaba días como ausente, dándole vuelta a las cosas, queriéndome ir, avergonzada y llena de pavor, segura de que nunca sería posible otra tarde tranquila, de que el asco y el miedo no se me saldrían jamás del cuerpo.

Esa noche tenía más horror que ninguna. Me acosté temblando. No quise cerrar los ojos porque veía la cara del muchacho tirado en el suelo del ingenio y la de su mujer llorando bajo el rebozo.

Por fin me dormí. Soñé a mis hijos con sangre en la cara, yo quería limpiárselas pero sólo tenía pañuelos que echaban más sangre. Cuando desperté Lucina llamaba a la puerta. Le abrí y entró con mi taza de té, la crema, el azúcar y pan tostado.

—Dice el general que baje usted en una hora.

—¿Está bonito el día? —le pregunté.

—Sí, señora.

—¿Ya se fueron los niños al colegio?

—Están desayunando.

—Pobres niños, ¿verdad, Luci?

—¿Por qué, señora? Andan contentos. ¿Qué ropa le saco?

Bajé corriendo. Entré a las caballerizas gritándole. Ahí estaba con su mancha blanca entre los ojos y su cuerpo elegante.

—Mapache, Mapachito, ¿cómo te trató el pinche gringo hijo de la chingada? ¿Me perdonas?

Lo acaricié, lo besé en la cara, en el hocico y en el lomo. Después lo monté y nos fuimos corriendo hasta el molino de Huexotitla. Iba yo cantando para espantar a los muertos. De ida todavía los vi, pero ya de regreso se me habían olvidado.

Al mediodía fui con Andrés a una comida donde había periodistas. Uno que escribía en Avante le preguntó por los muertos de Atencingo.

—Me parece muy lamentable lo que ahí sucedió —dijo. He encargado al señor procurador que investigue a fondo los hechos y puedo asegurarles a ustedes que se hará justicia. Pero no podemos permitir que grupos de bandoleros disfrazados de campesinos diciendo que exigen su derecho a la tierra se apoderen con violencia de lo que otros han ganado con un trabajo honrado y una dedicación austera. La Revolución no se equivoca y mi régimen, derivado de ella, tampoco. Buenas tardes, señores.

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