—Hoy —me dijo—, acompañaremos a Polinices a la llanura de Otoña.
No sé si he dicho
ya
que, al cumplir los siete años, los niños espartanos abandonan su casa y quedan bajo la autoridad de un magistrado especializado que supervisa su educación, llamado
paidónomo
. Se integran en una
agogé
, especie de unidad militar infantil bajo el mando de un muchacho de diecinueve años, conocido como el
irén
. Aprenden entonces a leer y a escribir y a cantar las elegías de Tirteo, que sirven como cantos de marcha. Pero lo esencial de su formación consiste en endurecerlos físicamente por medio de la lucha y el atletismo, en aprender el manejo de las armas, a marchar en formación y, por encima de todo, a obedecer ciegamente a sus superiores sin preguntarse los motivos y buscar siempre el bien de la ciudad. Licurgo acostumbró a los ciudadanos a no saber vivir solos, a estar siempre, como las abejas, unidos por el bien público en torno a sus jefes, a los que idolatran.
Yo sabía que Polinices había empezado su instrucción como guerrero espartano, y que a los once años se incorporaría a vivir con su cuadrilla en alguno de los barracones de la ciudad, como hacía padre algunas veces que residía con los miembros de su compañía. Veía como, cada tarde, Polinices regresaba a casa agotado o medio herido de las peleas y los ejercicios, pero nunca había asistido a una sesión de esos entrenamientos. El carácter de Polinices no se agriaba aunque recibiera azotes, que por lo demás eran muy comunes entre todos los hijos de iguales. Esparta es el reino del orden y toda la ciudad vela por la disciplina de los jóvenes, por eso, cualquier ciudadano o compañero de más edad puede reñir a los niños o sancionarlos con castigos físicos: hacerles pasar hambre, morderles el pulgar o azotarlos si cree que con ello se robustecerá su carácter.
Esa mañana, muy temprano, salimos de Amidas hacia la ciudad. Yo saltaba junto al abuelo y Polinices, excitada, haciendo mil preguntas, hasta que llegamos a las afueras de Esparta, donde se extienden los campos de olivos. Cuando llegamos a la llanura de Otoña, el campo de entrenamientos, vimos diversos grupos distribuidos según las edades. Toda la llanura estaba salpicada de robles, algunos de los cuales habían sido talados con los años para dejar más espacio para las maniobras y los ejercicios. Polinices se despidió de nosotros y corrió junto a los otros cuarenta muchachos que formaban su
Enotomia
. Todos iban descalzos y con el cabello cortado al rape, pues hasta que no fueran efebos no podían llevarlo largo y bien cuidado. A su lado, un grupo de chicos de más edad ya vestían un manto de lana de una pieza llamado
himatión
. La mayoría de ellos se despojó de las ropas, y así pasarían el resto del día: desnudos y mugrientos, porque raramente se les permite bañarse. El abuelo me contó que cuando Polinices cumpliera once años dejaría nuestro hogar y pasaría a la casa comuna de los chicos. Allí dormiría en un lecho de cañas recogidas en el Eurotas que él mismo cortaría a mano, sin herramientas de ninguna clase.
El abuelo dejó a Alexias en el suelo y nos sentamos en la cima de una pequeña elevación desde donde se divisaban los diversos grupos de hoplitas que marchaban en la llanura. Observé cómo al desfilar le brillaron los ojos y murmuró unos versos de Tirteo:
Avancemos trabando muralla de cóncavos escudos,
Marchando en hileras Panfillos, Híleos y Dimanes,
blandiendo en las manos, homicidas, las lanzas.
De tal modo, confiándonos a los eternos dioses,
Sin tardanza acatemos las órdenes de los capitanes,
todos al punto vayamos a la ruda refriega,
Alzándonos firmes enfrente de esos lanceros.
Tremendo ha de ser el estrépito en ambos ejércitos
Al chocar entre sí los redondos escudos,
Y resonarán cuando topen los unos sobre los otros
El abuelo había dejado la milicia pocos años antes de mi nacimiento. Como todo el mundo sabía, era uno de los campeones que había participado de joven en la batalla que trescientos elegidos espartanos sostuvieron contra trescientos argivos por la posesión del distrito de Cinuria, tierra fronteriza entre Lacedemonia y la Argólide. Argos había sido la sede de una liga de ciudades entre las que se contaban Cleonas, Sición o Epidauro, todas ellas enemigas de Esparta. Esta liga sagrada estuvo vigente hasta pocos años antes de mi nacimiento.
Argos ha sido siempre la enemiga de mi patria, quizás porque nuestros territorios son vecinos. Yo no lo sabía entonces, pero los guerreros que se entrenaban ante nuestra vista en la llanura se preparaban a las órdenes del rey para otra guerra contra esta ciudad.
—Allí al fondo —me dijo el abuelo—, junto a ese bosquecito, debe estar tu padre entre los hoplitas que visten armadura.
En ese punto que me señalaba se levantaba una nube de polvo. Los grandes escudos redondos grabados con la gran letra Lambda brillaban al sol. Los hombres marchaban en formación. Eran perfectas hileras de veinte hombres por ocho de fondo, lo que significa cuatro
enotomías
de cuarenta hoplitas cada una, según me explicó el abuelo al verles. No llevaban lanzas, pues se disponían a embestir a otra formación idéntica que avanzaba al mismo paso en dirección opuesta. Todos ellos cantaban alegres la misma canción:
Este es mi escudo
Lo llevo ante mí en la batalla
Pero no es solo mío
Protege a mi hermano que está a mi izquierda
Protege a mi ciudad jamás dejaré a mi hermano
Fuera de su sombra
Ni a mi ciudad fuera de su abrigo
Moriré con mi escudo ante mí
Enfrentándome al enemigo
Los hoplitas cantan este himno para controlar el miedo, porque los espartanos no preguntan cuántos enemigos les esperan en el combate, sino dónde están. Así, los dos grupos compactos avanzaron al paso, siguieron al trote y terminaron corriendo. Los pesados escudos de las dos formaciones chocaron y nos quitaron el aliento, porque el ruido tronó como si a nuestro lado hubiera caído una gran roca que se desprende del monte y a su paso destroza piedras y árboles. Las rodillas de los hombres se doblaron al igual que los arbolitos mecidos por el violento Bóreas, el viento con cola de serpiente que habita donde Ares tiene su morada. Entonces, todos, instructores, alumnos, ilotas que cargaban con las cantimploras de agua y los curiosos que nos habíamos acercado para ver los ejercicios, asistimos a un espectáculo que nunca presenciaríamos en el campo de batalla. Los hoplitas de los dos grupos se embestían con fiereza y todas las hileras permanecían ancladas en tierra. Eran igual que los tallos secos ante la hoja del arado. Todos iban vestidos con la panoplia completa: en las piernas musculosas llevaban grebas de bronce; en el imponente torso la bien ceñida armadura de cuero y bronce; en sus cabezas el casco con el enhiesto airón, hecho con crines de caballo, y en los robustos brazos el escudo redondo. En total, cada uno de los guerreros cargaba encima casi un talento de peso, el equivalente a una oveja joven. Los de atrás empujaban sus escudos en las espaldas desnudas de los hombres que les precedían. Los músculos de piernas y brazos estaban tensos y se oían los gritos de los instructores que corregían las posiciones. A la cabeza del grupo de la derecha se adivinaba la figura del mismo rey Cleómenes, cuyo casco iba coronado con una crin de caballo teñida de rojo.
Los soldados forcejearon un buen rato entre ellos. A veces, los hoplitas de uno de los dos grupos clavaban el talón en el suelo al unísono y despedían los brazos hacia adelante. Entonces, los escudos de las primeras hileras chirriaban contra los de la otra formación y la masa de guerreros atacada retrocedía unos palmos hasta que los escudos volvían a chocar. Los hoplitas seguían obedientes las órdenes de los magistrados de campo y así los dos grupos endurecían los músculos.
Yo estaba fascinada, porque imaginaba a padre metido entre aquella masa de guerreros adiestrados como una máquina de guerra que se movía al unísono mientras los escudos relucían al sol. Nunca me había imaginado a mi padre en el campo de batalla, pues sus brazos poderosos sólo me habían mecido o acariciado, pero entonces pude ver la fuerza del grupo y comprendí por qué los soldados de Esparta son los más temidos de la Hélade: su obediencia a las órdenes de sus generales es ciega.
De niños, esos hombres y los mismos reyes, habían practicado ese ejercicio infinidad de veces contra un árbol pues, entre los castigos que se aplica a los más jóvenes, está el de tumbar árboles. Y, en efecto, vimos como un instructor se llevaba a un pelotón de muchachos a la llanura hasta un roble muy robusto y les ordenaba ponerse en formación uno tras otro para derribar el árbol centenario con sus escudos, igual que harían con un enemigo en la batalla. Los chicos se colocaron en hileras de ocho en fondo, apretaron el escudo contra la espalda del compañero que tenían delante hasta que toda la fuerza descargó en el que estaba frente a la corteza del árbol. Así les vi cómo empujaban y hacían fuerza. Sus pies resbalaban sobre la fina alfombra de hojas de roble mientras intentaban tumbar al árbol con todas sus fuerzas, removían la tierra con fuerza y dejaban en ella un surco profundo. Cuando el primero se agotó, pasó al final de la cola y así sucesivamente. Algunos muchachos desfallecerían, todos sudarían y acabarían rotos tras pasar todo el día empujando al árbol. Aun así, serían insultados por los otros guerreros porque el árbol no se habría movido ni una pulgada.
Una vez los hoplitas, entre los que se encontraba mi padre, terminaron su ejercicio, fueron reemplazados por otros grupos idénticos de combatientes que luchaban cuerpo a cuerpo. Algunos hombres se reponían y bebían agua con el escudo pegado a sus piernas.
Lo último que vi ese día fue a Polinices y a sus compañeros que corrían por la llanura, porque entonces el abuelo se puso en pie, cargó con Alexias, que dormía en su canasto al sol, y nos llevó a la ciudad de anchos muros tras abandonar el campo de ejercicios.
501 a.C.
Esparta está rodeada de olivos y encinas y no tiene murallas porque sus hombres son tan temidos que solemos decir que no las necesitamos. La ciudad es un conglomerado de aldeas. Está abierta al campo y tan sólo se levantan, junto a la acrópolis de anchos muros, algunos puestos de guardia custodiados por vigías.
Entramos en ella por la bulliciosa calle de los alfareros. La mayoría de artesanos que fabrican sandalias, tejen vestidos, manufacturan joyas o esculpen estatuas son periecos. Estos son ciudadanos de segunda categoría en Esparta, porque un verdadero espartano «es el máximo ser humano; un espartano es tan digno que no necesita criar ganado, cosechar verduras, hornear panes, ni hacer prendas ni vasijas; esas tarea las harán los ilotas», según dice la ley de Licurgo que nos hacen aprender de memoria en la
Agogé.
Los periecos no son esclavos como los ilotas, pero tampoco gozan de los derechos de asistir a la asamblea o formar parte de los órganos de gobierno de la ciudad. El abuelo me contó que el nivel artístico de Esparta había disminuido mucho en los últimos años a causa de los preparativos para las guerras y la amenaza bárbara de los persas.
—Antes de tu nacimiento —me explicó—, hubo grandes artistas y músicos en la ciudad. El gran Teodoro, por ejemplo, hizo un anillo para el tirano de Samos que pudimos admirar antes de que fuera enviado a la isla; o contábamos con Calícrates, que fue un magnífico orfebre de vasos de oro en los que grababa escenas de caza o animales y también engarzaba joyas; o Baticles de Magnesia, que hizo el precioso trono del tempo de Apolo en nuestra aldea de Amidas del qué estamos tan orgullosos, ¿verdad, Aretes?
Yo le sonreí y el abuelo prosiguió:
—Como hemos dejado de comerciar con nuestra colonia de Tarent«) a causa de la amenaza de los barcos de guerra persas, la ciudad ha empobrecido y el gobierno se ha concentrado en proteger a las familias de los supuestos ataques.
Creo, lector, que ya habrás deducido que mi educación corrió a cargo del abuelo Laertes. Que un anciano rico en vivencias, y paciente ante las inoportunas preguntas infantiles, fuera mi educador ha sido una de las mejores experiencias de mi vida. Nunca me cansé de aprender del abuelo. Además de insistir en pagar a un tutor que me enseñara a leer y a escribir antes de ingresar en la
Agogé
, también quiso instruirme en el manejo de los utensilios caseros y me enseñó, cosa rara entre las espartanas que no pertenecemos a la realeza, las urdimbres de la política. El abuelo tuvo la clarividencia de saber que una mujer sólo podía vivir en una sociedad de guerreros si aprendía a sobrevivir por sí sola y, para ello, debía contar con los conocimientos suficientes. Por este motivo supe desde la más tierna infancia que en Esparta compartían trono dos reyes, uno por cada dinastía: por entonces eran Cleómenes y Demarato.
El abuelo me enseñó muchas otras artes en el transcurso de nuestros paseos por el campo. Aún recuerdo cómo mi manita se perdía dentro de la suya, morena y rugosa como la raíz de un olivo. Aprendí a pensar como él y así comprendí que no sólo se puede rendir culto a Ares, dios de la guerra, hacedor de viudas y destructor de murallas. El abuelo Laertes rendía culto sobre todo a otra divinidad poco espartana como es Atenea, inventora de la flauta, la olla de barro, el yugo para los bueyes o la brida para el caballo. Ella fue, según la tradición, la primera que se interesó por la ciencia de los números y las tareas consideradas femeninas como la cocina, el hilado o el tejido.
—Atenea —me decía el abuelo—, es una diosa, como dice el Canto, interesada en la guerra, pero más partidaria de un arreglo de las disputas por medios pacíficos que por la brutalidad de las armas.
Aprendí con él que esta es una diosa casi tan pudorosa como yo, aunque más generosa, porque, cuando el tebano Tiresias la sorprendió un día desnuda en el baño, ella le puso las manos sobre los ojos y le dejó ciego, pero a cambio le regaló el poder de predecir el futuro. Yo, las veces que sorprendí a los muchachos espiándome en el río, sólo les regalé alguna pedrada.
El abuelo también me enseñó todo lo relativo a la labranza que, aunque era trabajo de ilotas, en casa supervisaba él personalmente. Como espartano tenía prohibido trabajar en el campo, pero yo le había visto en ocasiones enfangarse hasta los tobillos, como uno más, para enseñarles a labrar o plantar los nabos, las cebollas o los puerros.