Madre llevaba más de una hora acompañada de las parteras. Intentaba dar a luz sin gritar, como hace una buena espartana. Tan sólo de vez en cuando se oía algún jadeo y las voces de ánimos de las dos ilotas que la asistían. Era su tercer embarazo, tras el de mi hermano mayor, Polinices, y el mío. Yo entonces contaba cinco años y Polinices siete. Recuerdo que me encontraba sentada en el regazo de padre, junto al fuego. Polinices había empezado la milicia ese otoño, al cumplir los siete años, como cualquier niño espartano. Había llegado a casa empapado por la lluvia antes de que empezara el parto, y se secaba junto al fuego sentado a los pies del abuelo. Hasta los once años vendría a casa cada tarde al acabar los rudos ejercicios de la palestra. Después ya no, porque al acabar esos primeros años de iniciación, viviría con los otros muchachos en los barracones hasta que, a los veinte, se convertiría en un guerrero de la Polis. Mi hermano llegaba a diario con magulladuras o cortes, que madre o yo sanábamos con agua caliente, sal y un vendaje limpio que él se sacaba cada mañana antes de salir de casa para no ser el hazmerreír de sus compañeros, lisa tarde tuve que restañarle una herida que se había hecho en la frente peleando con otros muchachos.
El abuelo Laertes, sentado en un taburete, entretenía sus dedos en la confección de un canasto de mimbre, y yo los observaba como si viera moverse las nudosas raíces de un roble viejo. Tenía un aspecto muy digno, de dulces ojos oscuros, nariz aguileña y la barba más maravillosa que nunca haya poblado ningún mentón humano: blanca como la nieve del monte que, en su cara tostada por el sol, brillaba a la luz del fuego. Estaba convencida de que era el abuelo que cualquier niña desearía tener.
Cuando se oían los jadeos de madre, padre me apretaba contra su pecho y yo oía los latidos de su corazón acelerado.
—No te preocupes, gacelilla —me susurraba de vez en cuando al oído—. Todo irá bien.
Mis ojos verdes se calmaban al ver su mirada serena. Así me tenía, apretada contra su ancho y poderoso pecho, cuando la ilota Neante, hija del capataz Menante, una muchacha de ojos despiertos y unos años mayor que yo, salió de la habitación de madre.
—Vienen dos —dijo con su voz chillona mientras se secaba las manos manchadas de sangre en el delantal.
El abuelo soltó el canasto y meneó la cabeza, preocupado. Se acercó al pequeño altar de Artemisa y musitó una plegaria mientras echaba unos granos de cebada al fuego. Padre me dejó con suavidad en el suelo y se levantó para acercarse a la habitación, pero las dos ilotas le prohibieron la entrada porque dicen que es de mal augurio que un hombre vea a la parturienta. Polinices y yo nos miramos sin entender nada.
Un poco después, el primero de los niños llenó la casa con sus lloros y una alegría inenarrable explotó en mi interior. Una de las dos ilotas salió de la habitación de madre con un pequeño fardo que dejó en manos de mi padre con una sonrisa. Me agarré a su manto y él se puso a mi lado, con el niño en brazos para mostrármelo y satisfacer mi curiosidad. Entonces vi por primera vez los ojos de mi hermano Alexias y quedé maravillada.
Después, padre tendió el bebé al abuelo, que lo depositó encima de la mesa de haya entre las frutas y los platos. Abrió el pequeño fardo y examinó al recién nacido con cara de satisfacción, porque era un niño gordo y sano que agitaba las manos y los pies sonrosados.
Sin embargo, la actividad no había terminado en la habitación de madre. Dentro de la estancia se oyeron algunos gritos y movimiento ajetreado. Al cabo de unos minutos, se oyó otro balbuceo infantil más débil y la otra muchacha ilota salió llevando otro fardo en el que envolvía al segundo recién nacido. Padre entró corriendo en la habitación y la ilota tendió el otro pequeño paquete al abuelo Laertes, quien repinó la operación y lo puso encima de la mesa para examinarlo. Mis ojos seguían las manos del abuelo, que cogieron al niño como si fuera un conejo para examinar sus miembros tiernos y frágiles.
—Aretes, Polinices —nos llamó padre desde la estancia donde se hallaba madre.
Apartamos la tosca cortina que nos separaba de ellos y entramos. Por el suelo, entre la cama y los arcones, había paños y cuencos humeantes en los que habían bañado a los dos recién nacidos. Madre estaba tendida sobre las sábanas manchadas de sangre, agotada como el corredor que ha terminado su carrera victorioso. Desde allí nos sonrió sudorosa. Había terminado lo más bonito que una mujer puede hacer en esta vida por cuarta vez.
—He dado dos guerreros a Esparta, dos… —balbució satisfecha.
Sólo ella sabía lo que había supuesto ese parto. Padre le cogía una mano con orgullo mientras le acariciaba la frente perlada de gotas de sudor. Madre tendió la otra hacia mí, me acarició la mejilla y yo la besé en los labios resecos.
—Aretes —me dijo con una tierna sonrisa mientras acariciaba los rizos de mi cabeza—, tendrás que ayudarme, porque dos niños nos darán mucho trabajo.
Yo asentí ilusionada con la cabeza y ella se volvió a Polinices con una mueca de placer y de dolor.
—Y, cuando sean mayores —le dijo madre—, necesitarán un entrenador para la pista y para el combate, hijo mío.
Mi hermano mayor hinchó el pecho y sonrió complacido, pues ya se veía dirigir a sus hermanos en las batallas que tendrían lugar en el patio de nuestra casa. Pero ese dulce momento se agrió porque, de repente, desde la otra estancia, nos llegó la voz del abuelo llamando a su hijo:
—Eurímaco…
Padre nos dejó con madre en la habitación y se acercó a la mesa donde se agitaban los dos recién nacidos. Yo aparté la cortina y oí como los dos cuchicheaban y señalaban primero a un bebé y después al otro. Parecía que estuvieran en el mercado y compararan a dos lechones para ver cuál comprar. El más robusto de los recién nacidos no paraba de agitarse encima de la mesa; el otro, en cambio, permanecía acurrucado entre las pieles de oveja que le envolvían.
—Este niño —dijo el abuelo meneando la cabeza mientras señalaba al último— no pasará por la criba del consejo. Hemos de robustecerle antes de presentarlo a la
Lesjé.
En aquel entonces yo desconocía la bárbara costumbre que todavía pervive entre mi pueblo, aunque años después tuve que someterme a ella como cualquier espartana. Hay que saber que desde tiempos inmemoriales, entre los espartanos, se practica una estricta eugenesia destinada a conseguir niños sanos y fuertes. Nada más nacer, el niño espartano es examinado bajo los soportales de la plaza de la ciudad por la
Lesjé
, una comisión de ancianos que determinan si es hermoso y de constitución robusta. Si supera la prueba, es confiado a su familia para que lo críe hasta el día que inicia su educación como guerrero. En caso contrario, se le lleva al Apóthetas, una zona barrancosa al pie del Taigeto, donde es arrojado o abandonado para eliminar así toda boca improductiva. Por eso, aún hoy día, algunas mujeres huyen a otras Polis o se esconden en los montes si presumen que su hijo no superará la cruel prueba.
Yo estaba hipnotizada con los dos bebés. Miraba al más fuerte y estaba orgullosa de que madre hubiera parido a un niño tan robusto. Entonces, mis ojos miraban al más débil y mi corazón se enternecía imaginando cómo le arroparía, le alimentaría o le bañaría. Tampoco sabía entonces que en Esparta todo niño debe ser formado desde un principio para ser parte de la élite espartana, y que las leyes del estado son implacables. Durante su estancia en el ámbito familiar no se mima a los niños, sino que se instruye especialmente a las nodrizas para que los críen sin pañales que constriñen su crecimiento o debiliten su resistencia al frío y al calor. Al niño pequeño se le prohíbe toda clase de caprichos o rabietas. Debe acostumbrarse también a estar solo y no temer a la oscuridad. Así que nada de pañales, nada de lloriqueos, ni siquiera calzado, porque todo espartano debe demostrar carácter y valía desde su nacimiento. Es también costumbre bañarlos con vino, pues existe la creencia de que provoca convulsiones, hace que las naturalezas enfermizas sucumban enseguida y robustece, en cambio, a las sanas.
El abuelo Laertes se volvió a las dos muchachas ilotas y las miró a los ojos. Su rostro parecía de piedra, como si fuera una estatua del altísimo Zeus, dios de las nubes. Se podía confiar en la que era hija de Menante, nuestro ilota más fiel, del que podía decirse que era el mejor amigo del abuelo y el único en el valle a quien permitía, en su ausencia, cuidar de las abejas. Sin embargo, de la otra sabíamos muy poco.
—Esta noche —les dijo—, en esta casa no ha ocurrido nada, ¿entendido? Si alguien os pregunta, la señora os ha llamado para sacar el agua de la lluvia que ha inundado la bodega. Este niño —dijo señalando al más escuálido de los dos—, tiene que reforzarse. Hay que ocultarlo y alimentarlo antes de…
El abuelo calló y miró fijamente a Neante, hija de Menante, una muchacha avispada y obediente.
—Hay que buscar discretamente a la nodriza más rolliza —le dijo.
—No importa el precio —señaló mi padre—. Que venga cuanto antes a esta casa.
. El abuelo Laertes se quedó pensativo mirando a la muchacha. Ambas marcharon a cumplir su cometido y nosotros regresamos junto a madre. Padre se sentó a su lado en la cama y le cogió amorosamente la mano.
—Uno de los chicos —le dijo— es demasiado débil para presentarle ante el consejo. Hemos mandado a las muchachas a buscar a la mejor nodriza ilota. Si logramos ocultar su nacimiento dos semanas se robustecerá y podrá ser presentado a los ancianos.
Madre asintió preocupada y se puso a examinar a sus dos hijos como hace la leona que ha parido cachorros, pues ya había visto que el segundo bebé abultaba mucho menos que su hermano gemelo. Ambos dormían en sus brazos y, a pesar del parto largo y difícil, su rostro aceitunado era la imagen de la felicidad. Estaba radiante, con los rizos del color del cobre que le colgaban sobre el pecho. Si yo heredé algo de mi madre fue ese cabello que se desliza como una cascada caprichosa. Es el mismo cabello que, ahora, mi nieta Ctímene quiere que le peine cada mañana.
—Tú, Aretes —me dijo madre mientras acariciaba a los dos recién nacidos acurrucados a su lado—, te encargarás del mayor de los dos.
En ese momento, cientos de flores de jacintos rosados brotaron a la vez en mi alma infantil. Acababan de darme la inmensa responsabilidad de cuidar de uno de los dos bebés que descansaban en sus brazos.
—Al mayor le llamaremos Alexias, en recuerdo de mi padre —dijo ella.
Padre y el abuelo Laertes asintieron.
—Y al pequeño… —dijo madre.
—¡Le llamaremos Taigeto, como al monte! —soltó el abuelo—. ¡Porque haremos que sea fuerte como una roca!
Todos reímos su ocurrencia y aplaudimos. El abuelo sentía reverencia por el monte Taigeto, bajo cuyos peñascos anidan las águilas y a cuya escarpada sombra cultivaba sus panales de abejas en recipientes de paja trenzada, colgadas en un alcornoque o al amparo de una gran roca. Allí también recogía en otoño setas y espárragos con los que preparábamos en casa sabrosas tortillas. Sin embargo, nadie cayó en la cuenta de las resonancias macabras que este nombre provoca entre los padres de los recién nacidos.
La nodriza llegó antes de que Polinices y yo nos acostáramos. Era una mujer gruesa y con cara de manzana madura, de manos regordetas y mirada avispada. Un poco nerviosa para nuestra manera de ser, pero válida para su función por las generosas formas que se adivinaban bajo su túnica. Se llamaba Pelea y enseguida se encargó de dar el pecho a los dos bebés.
La siguiente semana pasé las horas muertas frente a la cuna de los gemelos. Me quedaba encandilada al verles comer o dormir, no me perdía un detalle de sus caritas y grababa en mi memoria cada uno de sus rasgos, tan similares y distintos al mismo tiempo. Parecían dos tiernas bellotitas; tenían ojos claros como el agua del Eurotas y unos incipientes rizos de oro decoraban sus cabecitas, lisas como dos melocotones. Sin embargo, mientras Alexias comía con fruición, Taigeto no terminaba de encontrar el gusto a la leche de la nodriza. Yo no sabía entonces a cuál de los dos iba a querer más, porque aunque me habían adjudicado al robusto Alexias, el pequeño Taigeto me inspiraba más compasión, ya que necesitaría más cuidados.
Madre se levantó de la cama al cabo de dos días para asistir al sacrificio de un cabri tillo, que hicimos de modo discreto en el patio trasero de la casa con el fin de dar gracias a los dioses.
Seguimos con la rutina de siempre, yo me encargaba de echar la comida a las gallinas y a las ocas, de ir a buscar agua a la fuente o de ayudar a Neante en algunas tareas caseras. Sin embargo, mi vida había cambiado por completo. Hasta la llegada de mis hermanos siempre me había sentido la protagonista de la casa, pero desde ese momento algo había cambiado. Cuando madre me cepillaba el pelo no la atendía, pues estaba ensimismada con los dos bebés. Yo era a la primera que veían cuando abrían los ojitos, o la que avisaba a la nodriza Pelea cuando lloraban para pedir alimento si ella se encontraba fuera de la casa. Me pasaba las horas muertas viendo cómo dormían y hasta contaba su respiración, esperando que alguno de los dos abriera los ojos y pudiera cogerle en brazos y sacarle de la cuna. Con todo, los esfuerzos de la nodriza y del abuelo Laertes, que mezclaba la mejor miel en la leche que se les daba, resultaban estériles. Taigeto no engordaba. Alexias, en cambio, se robustecía día a día.
502 a.C.
Una mañana soleada, pocos días después del nacimiento de los gemelos, nos visitó la anciana Laonte. Llegó desde la ciudad por el camino del riachuelo montada en una mula y acompañada de dos siervos. Atravesó los campos recién sembrados, llenos de terrones cubiertos de escarcha que parecían espolvoreados de harina. Se cruzó con los rebaños que apacentaban los ilotas y se presentó en nuestra casa sin avisar. Cuando madre la vio descender de la mula a través de la ventana y oyó su voz parecida al graznido de un cuervo, ordenó a Neante que advirtiera al abuelo Laertes, porque padre se encontraba en los ejercicios militares, en el campo, con los otros hombres. También el abuelo había salido de madrugada hacia el frondoso Taigeto, como hacía cada mañana, para inspeccionar sus panales de abejas. Polinices estaba en la palestra con sus compañeros y en casa sólo estábamos madre, la nodriza Pelea, Neante y yo.
Laonte era regordeta y engreída. Vestía un peplos color miel. Sobre sus hombros llevaba una clámide del color de la bellota tierna. Era una espartana muy conocida, a caballo entre la aristócrata refinada (si en Esparta puede existir tal cosa) y la fisgona más indiscreta de la ciudad. Por sus formas de dar vueltas y revueltas para salirse con la suya, por su mirada desconfiada y porque adornaba sus brazos con unas preciosas pulseras con forma de serpiente, algunos la llamaban Laonte
la culebra
. Era de esas personas que pensaba que el mundo debía girar a su alrededor y que, con sólo una mirada, los demás debían interpretar sus intenciones o sus caprichos. Su familia frecuentaba el círculo de uno de nuestros dos reyes, y su esposo, Atalante, formaba ya parte de la
Gerusía
, la asamblea de los ancianos. Sus dos hijos varones, Atalante y Prixeo, eran
iguales
o compañeros que luchaban en el grupo de servidores de Cleómenes, el rey que habían llegado al poder unos años antes de mi nacimiento y que gobernaba junto al otro monarca, Demarato.