En los peores momentos explotaba en violentas crisis de angustia o en ataques de llanto por motivos insignificantes. Pero, una vez más, los remedios del abuelo Laertes vinieron en nuestra ayuda, pues Menante me recordó que el abuelo había tratado la melancolía de madre con unas hierbas que usan los pastores para purgar a las cabras. La misma mañana envié a Neante a avisar a Taigeto para que trajera cuanto antes esas hierbas que él debía conocer.
Al día siguiente, el mismo Taigeto se presentó en casa. Llegó encima de una mula, pues la pierna en la que había sido herido aún no había sanado. Salí corriendo a abrazarle y no tuvimos que decirnos nada. Me mordí la lengua para no reprocharle que hubiera marchado al norte detrás de sus hermanos sin decírmelo. Había cumplido con su deber, pues no hay llamada más imperiosa que la de la propia sangre.
—Taigeto —le susurré.
—Dime, hermana—¿Qué ocurrió en las Termopilas?
El miró hacia el horizonte y suspiró:
—Yo llegué al cuarto día de que empezaran los ataques de los persas. Cuando supe que la guardia del rey había abandonado la ciudad, recogí las armas del abuelo y les seguí hacia el norte. Contarte lo que ocurrió allí es un derecho que pertenece a Alexias y sólo a él. No puedo privarle de ese derecho. Pero puedo decirte que fue un honor ver cómo combatió contra los persas. Nadie destacó más que él en la batalla, ningún otro se arrojó con la fiereza de un león agarrando a los enemigos con ambos brazos y haciendo crujir sus huesos. Sólo los poetas deberían tener licencia para cantar sus hazañas, y ni los dioses deberían atreverse a juzgarle, porque ni Aquiles, ni los héroes del Canto, ni el mismo Heracles, hijo de Zeus, hubieran hecho lo que mi hermano acometió en las Termopilas.
Entonces me preguntó por Alexias. Le indiqué dónde estaba, y él entró en la casa cojeando de la pierna derecha. Desde el patio oí cómo los dos hablaban en la habitación más fresca de la casa, la que da al norte, donde le había instalado. La voz de éste sonaba agria como un limón tempranero:
—¿Por qué no me dejaste morir con los demás?
Taigeto callaba y no respondía, y la amargura de Alexias se dejaba sentir en su voz otra vez:
—Dime, hermano: ¿por qué me has condenado a esta infamia?
No podía creer que Alexias tratara con esa frialdad al hermano que le había salvado la vida y sentí que me rompía por dentro al oír esa crueldad. Entonces, la voz de Taigeto se irguió segura y resoluta:
—Por la misma razón que el abuelo me rescató para que no muriera en el monte.
No oí nada más, ni creo que Alexias añadiera otras palabras. Al poco rato, Taigeto salió de su habitación y se acercó a mí cojeando. De sus hermosos ojos resbalaban dos tristes lágrimas. Le seguí hasta la puerta de casa mientras, taciturno, subía a su mula. Le acaricié la mejilla y le dije tan sólo:
—Gracias por haber venido.
Vi como se alejaba despacio hacia el norte mientras la bruma se adueñaba del monte y las melancólicas sombras del atardecer se alargaban sobre los campos. Cuando su figura se perdía entre los olivos detuvo su cabalgadura y me saludó.
480 a.C.
Ese otoño las cumbres del Taigeto se tiñeron de blanco antes de lo acostumbrado y llegaron los fríos traicioneros. Los mismos que dejan desiertas las camas de los viejos y de los recién nacidos. Entonces llegó el momento de sacar tanto las mantas de lana como los braseros y hacer acopio de leña para el invierno.
Unas pocas semanas después, un mañana fría y gris en la que el Boreas arremolinaba las hojas caducas en el patio, estaba con Neante en la cocina y pelábamos unas cebollas para la comida. Desde la ventana que se abre a los campos vi a dos viajeros que se acercaban por el camino que viene de Esparta. Parecían perdidos hasta que se pararon frente a la casa e intercambiaron unas palabras entre ellos. Luego se aproximaron hasta la puerta y yo salí a abrir con mi hijo, Eurímaco, agarrado a mi peplos. El más anciano de los dos se dirigió a mí con una pequeña reverencia que me pareció ridícula:
—Permitid que me presente, noble señora —dijo—. Soy el poeta Simónides, de Ceos, una isla de la fonia. No sé si habéis oído hablar de mí.
Negué con la cabeza y le miré interesada, porque nunca nos había visitado un poeta. El hombre prosiguió:
—Mi compañero y yo nos preguntábamos si vive aquí un tal Alexias.
Yo asentí en silencio y escruté a los dos recién llegados. La ley de la hospitalidad me obligaba a ver en ellos quizás a un dios que se paraba frente a nuestro hogar. El abuelo siempre me decía que estos vagan por la tierra para ver cómo se comportan los mortales. Aunque en esos momentos hubiera negado el pan y la sal a toda la Pléyade de dioses y ninfas.
El que se había presentado era un digno anciano, de aspecto señorial. Su cabello era plateado y escaso. Ladeaba la cabeza al andar y su menton parecía firme; sus manos eran finas y delicadas igual que unos espárragos tempraneros. Vestía una túnica de caminante de lana gruesa que llevaba ceñida a la barriga con un lujoso cinturón. El otro era más joven, de nariz picuda y barba rala. Sus ojos miraban de modo inteligente y sobre su cabeza peinaba una abundante y cuidada cabellera. Como el otro vestía también una túnica corta. Ambos calzaban botas de viajero y llevaban un zurrón de cuero colgado a la espalda.
—He residido en la corte del tirano Hiparco, en Atenas —prosiguió el anciano ladeando la cabeza y mirándome fijamente—. Este es mi sobrino Baquílides, también poeta y discípulo mío. Hemos viajado mucho estos últimos años por Tesalia, donde nos hemos relacionado con la aristocracia gobernante, los Escopadas y los Alendas. En Atenas he cantado las hazañas de los griegos en la batalla de Maratón, con lo que me he hecho muy popular. ¿En verdad no habéis oído hablar de mí?
Su innata modestia de poeta me hizo sonreír pero seguí callada junto a la puerta. Alexias salió de casa por detrás de mí y me susurró al oído que salía a dar un breve paseo por el campo. Vi como los dos hombres se admiraban del poderío de sus hombros robustos así como de las heridas de flecha que cicatrizaban en su cuerpo medio vendado. Mi hermano estaba mustio y se alejó lentamente por el camino que serpentea hacia el Taigeto con la cabeza gacha. Este fue el Alexias que vieron los dos viajeros andar entre los sembrados y no al soldado que marchó unas semanas antes hacia las Termopilas al frente de la guardia del rey.
—¿Este joven…? —dijo el anciano.
—¿Es…? —preguntó el más joven.
—Sí, mi hermano Alexias. El único superviviente de las Puertas Calientes.
Los dos hombres le miraron con un temor reverencial mientras su triste figura se ocultaba entre los olivos plateados.
—Para eso hemos venido desde Atenas —dijo Simónides—, estimada señora…
—Mi nombre es Aretes —dije mientras les miraba con cara de interrogación.
—Hemos oído —dijo Baquílides—, que uno de los valientes espartanos sobrevivió al ejército de Jerjes y queremos oír de primera mano lo sucedido en las Termopilas para consignarlo por escrito, señora.
En casa estábamos de duelo y yo llevaba la cabeza cubierta. Nunca habíamos alojado a un poeta pero pensé que la perspectiva de compartir con ellos una sola velada quizás alegraría mi corazón, y quién sabe si incluso el del mismo Alexias. Simónides vio que titubeaba y me dijo que podían costearse el hospedaje si lo arreglábamos por un precio razonable. Su sobrino Baquílides se rio por la tacañería de su tío, porque la verdad es que el hombre llevaba al cinto una hermosa y abultada bolsa de cuero en la que tintineaban las monedas.
—De acuerdo —les dije—. Lo del pago ya lo hablaremos cuando marchéis.
El anciano Simónides titubeó al preguntar:
—¿Esto no debería decidirlo un varón de tu familia, estimada Aretes?
Por primera vez en muchos días reí con ganas antes de responderle:
—Esto es Esparta, mi querido poeta. Mi hermano Polinices y mi marido Prixias han muerto en las Termóplias. Mi hermano Alexias, ya veis, no está en condiciones de decidir nada. Hay otro hombre en mi familia, pero vive lejos y no pondría ningún obstáculo a lo que decida su hermana.
Así les hospedé en casa. Cené con los dos y con mi hijo Eurímaco a la lumbre de los sarmientos que quemaban en el fuego. Durante la cena les conté los últimos acontecimientos de Esparta y los infortunios de nuestra familia y cuán crueles pueden ser los dioses, que a veces parece que no se apiaden de nadie. Ellos, por su parte, me pusieron al día de lo ocurrido en el norte tras la batalla de las Termopilas y los avances de los persas por la Hélade.
Durante la cena, Simónides demostró tener una memoria proverbial, pues maliciosamente le puse a prueba recitando las poesías que sabía de Tirteo o de Alcmán y completó todas las que empecé.
—Mi tío —me susurró el joven Baquílides— tiene mucha memoria. Incluso ha inventado un sistema para recordar cientos de nombres. Él lo llama la mnemotecnia. Es capaz de recordar todos los detalles que ve siguiendo unas reglas de su invención. Hace muchos años, mientras estaba en un banquete, se ausentó brevemente, salvándose así de morir aplastado por el derrumbe del techo. Fue el único que pudo reconocer los destrozados cuerpos de los otros comensales al recordar exactamente los lugares donde estaban sentados.
El poeta Simónides asintió sin decir nada. Estaba concentrado en su humeante plato de sopa de cebolla que Neante y yo habíamos preparado. Les conté que el abuelo se sabía de memoria muchos fragmentos de Alemán, Tirteo o del mismo Hesíodo, pero que yo prefería la prosa de Homero.
—¡Ah! La poesía —murmuró Simónides. —Es un arte como la pintura, ¿verdad? —le dije.
—Sí —dijo él—. La poesía es un arte que habla y la pintura es una poesía muda.
—Esto que has dicho es muy bonito —respondí. Él sonrió mientras sorbía la sopa de cebolla. Alexias entró en casa cuando terminábamos de cenar y desapareció detrás de la cortina de su cuarto. Cuando Simónides terminó su plato y oyó el estado en que se encontraba mi hermano se conmovió. Entonces nos contó con voz grave la historia de Acrisio, rey de Argos, quien no quería que su hija Dánae concibiera pues un oráculo había predicho que su nieto le mataría. Decidió entonces encerrarla en una torre. Pero Dánae concibió de Zeus, quien se filtró por el techo de la prisión en forma de una lluvia de oro. Cuando el rey se enteró de que su hija había parido, la arrojó al mar junto a su bebé, Perseo, dentro de un arca de madera. Simónides interpretó esa noche para nosotros la canción que Danae cantó a su hijo cuando se desató una terrible tempestad para que durmiera plácidamente:
Cuando dentro del arca bien labrada
La arrastraban los soplos del viento
Y el agitado oleaje,
Se sintió sobrecogida de terror,
y con mejillas húmedas
Se abracó a Perseoy le habló:
¡Ah, hijo, qué angustia tengo!
Pero tú dormitas, duermes como niño de pecho,
Dentro de este incómodo cajón de madera de clavos de bronce
Que destellan en la noche,
Tumbado en medio de la tiniebla azul oscuro.
No te inquietas por la ola que lanza
Por encima de tus cabellos la espuma
Marina ni del bramar del viento, recostando
Tu bella carita en mi mantilla de púrpura.
Si para ti terrible fuera lo que es terrible,
Ya habrías prestado oído ligero a mis palabras.
Pero te lo ruego, duerme, niño mío.
Que duerma también el alta mar,
duerma la inmensa desgracia.
Ojalá se mostrara algún cambio,
Zeus Padre, movido por ti.
si con alguna palabra atrevida
al margen de lo justo te invoco, ¡perdóname!
—Al abuelo le hubiera gustado conocerte —le dije cuando terminó—. No pareces mal hombre, ni mal poeta.
El me agradeció el cumplido con una leve reverencia cortesana y yo les dije que nos retiráramos, pues debían estar agotados del camino. Les enseñé la pequeña habitación del piso de arriba en la que podían instalarse para pasar la noche, pero les advertí que dudaba mucho que Alexias quisiera contarles nada de lo sucedido en las Termopilas.
Luego bajé a la habitación de mi hermano y corrí su cortina. Estaba echado en la cama y me senté en ella. Le puse la mano en el hombro mientras se volvía hacia mí. Tenía los ojos enrojecidos de llorar. Vi en él otra vez al niño que corría entre los árboles o se escondía en el sótano para que le encontraran. Mi hermano dejó que le acariciara el cabello ensortijado y creí aliviar en algo el dolor que le atormentaba. En ese momento quise ser una de esas personas que hacen de este mundo algo amable y cordial, un mundo en el que aún se puede confiar.
—Alexias —le dije en un susurro—, han venido para oír tu historia.
—Que se vayan —me dijo taciturno—. No hay nada que oír.
—Han venido de muy lejos —le insistí—. Quizás te vendría bien desembarazarte del peso que sientes en el alma, aunque fuera sólo mediante las palabras. Además, a mí también me gustaría entender lo que ocurrió, ya lo sabes. Creo que tengo derecho a saber cómo murieron Polinices y mi marido Prixias. Buenas noches.
Corrí de nuevo la cortina de su cuarto mientras él me miraba pensativo. Me pareció ver que unas nubes negras y amenazantes pasaban rápidas delante de sus ojos y recordé al niño que durante las noches de tormenta venía a acurrucarse bajo mis sábanas para que le contara cuentos y dormirse.
480 a.C.
A la mañana siguiente serví un desayuno espartano a nuestros huéspedes a base de miel, cebada, leche de cabra y frutos de nuestra higuera y nuestros nogales. Al terminar, nos sentamos los cuatro bajo ci emparrado del pórtico. Ante nuestra vista se abrían los anchos campos segados pocas semanas antes. Simónides nos deleitó con algunas divertidas poesías que, al menos, distrajeron el ánimo de Alexias, que esa mañana apenas había probado nada para desayunar. Aún tenía los ojos rodeados de manchas oscuras, como si no hubiera dormido.
Cuando nos quedamos callados, Alexias se levantó de la mesa y entró en casa, sumido en su silencio. Entendí que no tenía ningún interés en hablar con los dos forasteros y me ofrecí a narrarles los hechos que viví el día que vi marchar a los soldados hacia el norte.
El más joven de los dos poetas, Baquílides, sacó de su zurrón unos curiosos rollos hechos de hojas prensadas, llamados papiros, que fabrican en el puerto de Biblos, y empezó a garabatear con letra diminuta. Para empezar, les expliqué lo que había vivido el día que ci destacamento partió de Esparta: