480 a.C.
Alexias se detuvo un momento para sorber un trago de vino. Me pareció que su mirada apagada brillaba de nuevo mientras los dos poetas se bebían sus palabras. Eran conscientes de que tenían el privilegio de escuchar unos hechos históricos de labios de su único superviviente. Alexias puso el vaso sobre la mesa y siguió con su relato:
—Dos días después de nuestra llegada, concluidos los trabajos en el paso, nos apostamos en el interior del desfiladero revestidos para la batalla. El antiguo muro que cerraba el paso era ya una sólida e impenetrable muralla de rocas arrancadas al monte; un monumento a los antiguos pobladores de la Hélade que, durante generaciones, se habían defendido de los tracios tras esas gruesas paredes. Algunos hombres cocinaban algo al fuego mientras otros pulían sus armas. Telamonias,
el boxeador
, estaba junto a Polinices y ambos abrillantaban sus grebas de bronce. Yo peinaba con aceite el cabello de Prixias cuando se acercó a inspeccionar por allí Nearco, hombre de Cleómenes, un jefe de pelotón muy apuesto y engreído. Era el mismo que se había enfrentado varias veces con mi padre y un hombre fiel a Atalante a quien Leónidas no quiso dejar en Esparta durante su ausencia.
»«No me gustan los jefes altos de paso ágil, orgullosos de sus bucles y su afeitada a contrapelo —murmuró Telamonias—, prefiero a uno bajito, chueco, pero bien plantado y lleno de coraje». Luego, como el hombre se empeñaba en pasar revista a varios guerreros, Telamonias le gritó: «¡Eh, Nearco! ¡Precioso escudo!» «¡Y grande!», dijo otro de los hombres. Nearco le miró con circunspección por encima de su hombro, sin entender. «Ya sabes lo que dicen, Nearco —se rió Telamonias—. Escudo grande…» Nearco le miró sin comprender y se oyó la sonora voz de Telamonias: «¡Pene pequeño!»»Los hombres rompimos a reír al ver su cara y Nearco iba a responderle cuando un gran ruido de fanfarrias y tambores inundó las playas. Así empezaron a brillar en la lejanía los ejércitos del Gran rey, que ya habían salido de su campamento. El mismo Jerjes en persona seguido por su magnífica corte llegaba al inicio del desfiladero, delante del que lentamente se iban reuniendo sus huestes. Sus banderolas flameaban al viento, que nos traía los relinchos de los caballos y las órdenes de sus capitanes.
»Un bárbaro a caballo se adelantó entonces desde sus filas hasta el Paso tratando de averiguar algo sobre los hombres que lo defendíamos. El jinete persa se acercó todo lo que pudo con la intención de observarnos y de hacerse una idea clara de nuestro número. En ese momento, vio sorprendido cómo nos lavábamos y peinábamos los largos cabellos con aceite junto a la orilla, cosa que anotó. También pudo hacerse una imagen cabal de las dimensiones de nuestras fuerzas, datos con los que corrió de vuelta al campamento que los invasores habían establecido más allá de la salida del Paso, en la planicie, junto a la playa.
»De esta manera descubrieron nuestra posición, y debieron quedar atónitos al ver que tan exiguo número de soldados griegos pretendían hacer frente al ejército que habían trasladado desde oriente.
—Así es —dijo Simónides—. La descripción del tan poco heterodoxo comportamiento de los famosos espartanos, y del exiguo número de las fuerzas reunidas para hacer frente a sus ejércitos, causó en él gran orgullo, y dicen que ordenó a sus generales: «¡Traedlos a mi presencia!»—Por la tarde —continuó Alexias—, mientras el monte se oscurecía, las aves regresaban a sus nidos y el dios Helios doraba el Egeo con sus últimos rayos, llegó el mismo emisario persa ataviado de ricas vestiduras. En el paso, sobre el muro, montábamos guardia, entre otros, Polinices y yo. El hombre nos miró y nos gritó desde su montura: «¡Aquí sólo os espera la muerte! No podréis defender este puesto ni un solo día frente a las multitudes que el Gran Rey tiene dispuestas contra vosotros, ni la Hélade prevalecerá en las batallas que están por venir. Vuestras mujeres e hijos serán hechos esclavos. Si os rendís, Su Majestad os dará el mando sobre toda Grecia y vuestras fuerzas formarán una unidad principal en el ejército de su Majestad, con toda la fortuna y gloria que ello comporta».
Al oírle desde el muro, Polinices le gritó apoyado en su lanza de sombra funesta: «!Eso debe ganarlo uno con su lanza. El honor y la gloria no son recompensa que se concedan como en un desfile!»
»Supimos que esa era la primera y última negociación del enemigo —prosiguió—. Pasó la noche y llegó la rosada aurora, que tiñó el cielo con sus amorosos dedos, e hicimos lo que solemos hacer antes de un combate: anotamos nuestros nombres en un corcho o en una ramita que dejamos en el interior de uno de los escudos, en retaguardia, para, al regresar de la batalla, saber quién recuperaba su nombre y quién no. Nos colgábamos otra con el nombre en la muñeca a modo de pulsera, por si al terminar la batalla nuestro rostro resultaba irreconocible.
»Los primeros en luchar, tras muchas conversaciones, fueron los hoplitas de Tespia, mientras los espartanos nos manteníamos en la retaguardia. Así honramos a los que hicieron honor a su alianza con Esparta al ser los primeros en acudir a la llamada del rey. Detrás, sobre el muro, estábamos los espartanos y el resto de aliados, hasta un total de seiscientos, protegidos tras nuestros escudos, mientras el casco de enhiestas crines nos apretaba las sienes.
»Vimos en la distancia que el Rey Jerjes, enfundado en una túnica ribeteada de oro, se había situado en lo alto de un risco rodeado por su guardia. Para él y su séquito habían montado unas ricas tiendas, y multitud de sirvientes revoloteaban a su alrededor para servirles dulces y bebidas como si asistieran a un espectáculo en el teatro de Epidauro.
»Los primeros combatientes bárbaros que llegaron al paso eran medos y estaban reforzados por parientes del mismo rey. Se trataba de la aristocracia del imperio persa, hijos y hermanos de los que habían muerto diez años antes en Maratón, ante Milcíades y Temístocles. Este fuerte contingente de hombres tuvo el honor de combatir en primer lugar marchando orgullosos hacia la entrada del desfiladero. Parecían un desfile festivo, porque sus ropajes eran ricos y variopintos, nada que ver con nuestro rústico y pesado armamento. Los estandartes del gran Rey ondeaban al viento, mecidos por la brisa marina que nos trajo las notas de sus cuernos y sus trompas elevándose por encima de las olas. Los grandes tambores tronaban igual que una tormenta y su ruido se confundía con las pisadas de los soldados que marcaban el paso.
»Así empezó todo, y lo que a ojos de aquellos bárbaros parecía un simple trámite se convirtió en una autentica pesadilla para los asaltantes. Era un día claro. El sol brillaba alto en el firmamento cuando sonaron las cornetas, redoblaron los tambores y la infantería atacante arrancó a correr para estrellarse contra las primeras líneas de hoplitas tespios. Cientos de combatientes lo vimos desde lo alto de los muros. Diez filas de griegos libres con un frente de doce hombres era lo que se necesitaba para formar una barrera humana que taponara el muro foceo convirtiendo el desfiladero en una ratonera. El choque de las dos masas de guerreros fue como el ruido del segador que agarra un manojo de tallos de trigo y los aplasta. Parecía que cientos de vigorosos herreros martillearan en la fragua.
»De los cielos empezó a llover la muerte porque, durante toda la jornada, una y otra vez, en masa o en grupos de apenas un puñado de hombres, los valientes medos atacaban el muro de escudos hasta caer masacrados por los tenaces defensores. El armamento de los asiáticos estaba compuesto de lanzas cortas y escudos de mimbre, además de un arco y un puñal. Un armamento que se reveló del todo ineficaz en la lucha cuerpo a cuerpo contra las largas lanzas y nuestros escudos de bronce. Las formaciones cerradas que los tespios oponían a los asaltantes se demostraban, de esta forma, absolutamente infranqueables.
»Cuando Helios llegó a su cénit y habíamos pasado horas presenciando el combate, supusimos que los Tespios estaban cansados de apretar a la masa de guerreros bárbaros para impedirles el paso. Vimos desde nuestra atalaya cómo los estandartes de un nuevo contingente de persas se acercaban desde su campamento y llegó nuestra hora. El rey Leónidas se puso el casco mientras bajaba la lanza. Al instante, mi hermano Polinices, Dienekes y otros compañeros lo rodearon. Unos sirvientes ilotas le trajeron una cabra; el rey realizó una plegaria, le sujetó las patas con las rodillas y alzó la mandíbula de la bestia mientras hundía su espada en la garganta palpitante. El chorro de sangre salpicó la negra tierra de las Termopilas, manchó las broncíneas espinilleras del rey y tiñó de rojo sus sandalias de cuero. Con el corazón rebosante de cólera y los ojos igual que si fueran de fuego brillante, rugió entonces Leónidas con mirada torcida: «¡Zeus salvador y Eros! ¡Lacedemonia! ¡Cascos abajo, escudos arriba!»
»Cientos de brazos obedecimos la orden al unísono con un ruido seco. Los guerreros nos ceñimos el casco juntando a la vez las hileras, escudo con escudo, hombro con hombro. Bajamos de los riscos para dar a conocer a los bárbaros cómo luchaban y cómo morían los espartanos. Al avanzar entre barro y charcos de sangre cantamos el himno de Cástor, mientras los tespios nos cedían el puesto en la vanguardia del ataque. Ocho filas espartanas en profundidad con una docena de soldados de frente, un tercio de los soldados de Esparta que habíamos acudido a las Termopilas, entrenados durante decenios para ese día, avanzamos por el desfiladero al son de los aulós y entonamos el
Embaterion
a pleno pulmón.
Hermano que resplandeces como el paraíso
Héroe transportado por el cielo
»Las graves voces sobresalían por encima del entrechocar de los escudos y del mar embravecido a nuestra derecha. El Egeo, en su lucha contra las rocas del acantilado cercano, emulaba a los bárbaros que chocaban contra los escudos griegos. Los lacedemonios pasamos como una ola de espuma encrespada por encima de nuestros aliados tespios, a los que relevamos. Nuestras hileras de escudos se abrieron para que pudieran escapar a la retaguardia y de nuevo se juntaron como nubarrones oscuros que presagian la tormenta en el negro mar. En su mirada vi el terror y el agradecimiento de los hermanos en los momentos más trágicos. Algunos regresaban malheridos, como uno de ellos, que pasó a mi lado mientras se sujetaba la mandíbula partida en dos por un hachazo. Esta fue la primera vez que entablamos combate contra los persas.
»Avanzamos trabando una muralla impenetrable de escudos, marchando en hileras, y blandimos en las manos las lanzas homicidas. De tal modo lo hicimos, confiando en los sempiternos dioses. Y si hasta ese momento Jerjes había visto cómo luchaban los griegos libres, pronto tenía que ver cómo los lacedemonios aplastaríamos a sus huestes al igual que se hace con las aceitunas maduras en la prensa. En el centro de la hilera marchaba Leónidas, con el paso arrogante, al frente de nuestra hueste, igual que un hambriento león alegre porque ha encontrado donde hincar sus fauces. Su rostro estaba enrojecido, pues al cantar gritaba como el que más.
»El estrépito al chocar de ambos ejércitos fue tremendo. Los gritos y el ruido sordo de las armas resonaron por el desfiladero mientras el polvo se elevaba sobre nuestros cascos y nuestra ofrenda a Ares, destructor de murallas, subía al cielo. Entonces, a pocos metros por delante, las armas de nuestra vanguardia empezaron a segar a los persas. Las lanzas cayeron de arriba abajo, al unísono. Como una máquina terrible se alzaban y bajaban de nuevo desde detrás de los cóncavos escudos que ardían igual que el fuego. Todos aceptamos, tan gratas como se acepta el sol que baña tu rostro en un día gélido, a las oscuras Keres de la muerte, sin tener ningún aprecio a la vida. Nos reíamos del miedo, de Fobo, el hijo de Ares. Debíamos hacer lo que habíamos ido a hacer y era un día bello para morir y alcanzar gloria inmortal. Tanta era la alegría que embriagaba nuestros corazones por aquel triunfo que parecía que, sobre nuestras cabezas, revolotearan incontables pájaros y los peces saltaran alegres fuera del agua azul al son de tan bella canción. Tal era el ardor de todos los espartanos al cantar los versos de Tirteo:
Que cada uno, al morir, arroje el último dardo.
Honroso es en efecto y glorioso que un hombre batalle
Por su tierra, por sus hijos, y por su legítima esposa
Contra los adversarios. La muerte tendré en el momento
Que hayan urdido las Moiras. Que todos avancen
Empuñando la espada y albergando detrás del escudo
Un corazón valeroso, apenas se trabe el combate.
»Ante la fiereza de nuestro ataque los persas se retiraron unos pasos, dubitativos. Sus capitanes les flagelaban con látigos para que avanzaran. Sus tambores y fanfarrias les animaban a la lucha.
»Se repitió otra vez el ataque de cientos de ellos, fustigados por detrás, pero chocaron contra los que huían de nuestras lanzas. Estos fueron atravesados por las armas amigas, o embestidos por las nuestras, hasta caer por los riscos al mar, poblado de rocas afiladas como cuchillos.
»No había tiempo para pensar ni para lamentarse, porque una nueva oleada de medas se acercó corriendo por el angosto paso al ritmo que el espumoso mar batía con fuerza contra los acantilados. La nueva embestida levantaba nubes de polvo y gritaba palabras in comprensibles. El ruido de los tambores, de nuestros aulós y de los hombres que lanzaban rocas desde nuestro muro era ensordecedor.
»A una orden de los capitanes hincamos los pies en el suelo, mordimos los labios y tensamos nuestros muslos cubiertos con el delantal de cuero. El pecho y los brazos se escondían detrás del ancho escudo. Por espacio de varias horas, las hordas del Gran Rey se estrellaron contra nuestro muro de metal como el navío naufragado durante una noche de tormenta se estrella contra las rocas. Empujábamos, gritábamos y reíamos como hacen los borrachos en las tabernas de Giteo. Chapoteábamos felices entre la sangre, los vómitos o los orines fruto de la cobardía o de la muerte cercana, al ver la impotencia de las huestes del gran Rey. Las Termopilas olían peor que las moradas de Hades, el dios que se alimenta de nuestros suspiros y nuestras lágrimas.
»Las filas estaban tan prietas que los ilotas apenas podían pasar con los odres de agua para que nos refrescáramos. El sol a nuestra espalda quemaba cuanto de vivo hay en la tierra. A una orden del capitán nos turnábamos en las filas de vanguardia que atacaban a los persas. Así, mientras las delanteras clavaban sus lanzas, las traseras empujaban los escudos contra nuestras espaldas para no ceder un palmo del terreno. Simultáneamente, podía oír los gritos del triunfo y los gemidos del dolor. Se moría y se mataba. La sangre cubría la madre tierra como un manto espartano. Recordé entonces lo que cantara el poeta en las puertas de Troya: