—Los trescientos partieron de la ciudad delante de los veinticuatro batallones de guerreros que permanecerían en ella, sin armas y vestidos sólo con la capa carmesí. Esos días, los campos estaban llenos de ilotas que conducían a los bueyes mientras cosechaban. Quedaban pocas jornadas para que empezaran las fiestas de Apolo Carneo y durante ellas está prohibido que el ejército marche fuera de la ciudad. Los éforos, en especial uno llamado Atalante, se ocuparon de recalcarlo durante la asamblea que convocó Leónidas, aunque siempre he sospechado que otras oscuras razones les condujeron a oponerse a la marcha del ejército en esa hora trágica. Por eso el rey Leónidas tuvo que cumplir la palabra dada a los atenienses y salir a defender el paso con tan sólo su guardia personal, de la que formaban parte mis dos hermanos y mi marido.
Los dos hombres me miraron asombrados mientras me escuchaban atentos. Sólo se oía el rumor de las ramas de los olivos agitadas por el viento del norte.
—Cada guerrero de los trescientos escogidos —proseguí— iba engalanado y armado con su
xiphos
y su escudo. Todos llevaban la capa escarlata sobre los hombros, mientras su escudero permanecía a su lado. Durante los sacrificios de rigor sólo se oían las cigarras o el crepitar de los leños del altar. Miraras a donde miraras, sólo veías ojos taciturnos y lágrimas enjugadas.
Les expliqué que a los tres les había confeccionado yo misma el equipo que portaban sus ilotas, porque cada guerrero cuenta con un ilota, excepto los capitanes, que llevan dos. En sus zurrones de campaña cada mujer había preparado las cosas para su hombre: sus golosinas preferidas o sus amuletos y algún recuerdo para que no extrañara demasiado el hogar en las semanas de campaña. Cada hoplita cargaba con más de un talento de material porque, además de la armadura y los carcajes de flechas, llevaban medicinas, bolsas con hierbas curativas, resina de pino, adormidera, correas y ataduras para las manos, los
perros
para cauterizar las heridas, arena y aceite para pulir el bronce, piedra para afilar la espada y las lanzas, además de raciones de cebada y trigo sin moler, cebollas, quesos, ajos, carne de cabra ahumada, dinero o talismanes para que les protegieran.
Al terminar los sacrificios habituales el rey dio la orden de partir y la expedición salió de la ciudad por la calle de la
Aphetais
, la de las despedidas. Las muchachas elevaron los bebés al cielo para que vieran a sus padres por última vez. Entre los trescientos escogidos se contaban grandes atletas olímpicos y guerreros de la ciudad. Vi pasar, junto a mis hermanos y a Prixias, a Malineo, Dorión y a Telamonias
el boxeador
, padre de Nausica y de Paraleia.
—El tren del armamento —proseguí—, junto al que andaban los ilotas y sirvientes, iba cargado de armaduras, corazas de bronce y repuestos de lanzas y escudos que brillaban entre una nube de polvo. A estos carros les seguían las altas carretas con avituallamientos: jarras de vino y aceite, panes de higo y frutos secos, sacos de aceitunas, quesos curados, hogazas de pan y sacos de harina, puerros, cebollas y granadas para endulzar la amargura de la campaña. Las cacerolas se bamboleaban colgadas de ganchos y su música hueca acompañaba el canto de los lacedemonios al salir por última vez por las calles de Esparta. Al final avanzaban los animales: cabras y ovejas dispuestas para el sacrificio ante los dioses para que la campaña fuera buena.
Callé un rato y paseé mi mirada cansada por los campos segados
frente
a nuestra casa. Corría una brisa suave y agradable que mecía los tallos del trigo cosechado dos meses antes. Hubiera sido una mañana agradable, pero recordar ese día era como echar sal en una herida aún abierta. Entonces Alexias salió de casa con su escudo y su lanza, que yo había ordenado que guardasen en el sótano para que su visión no le entristeciera. Observó a los dos hombres con una mirada que hacía semanas había desaparecido de sus ojos y yo sentí que algo renacía en mi interior.
—Esto es lo que queda de las Termopilas —les dijo mostrando su escudo con las muescas de docenas de flechas.
Luego lo dejó en el suelo y se sentó a la mesa junto a los dos poetas mientras los miraba de hito en hito. Baquílides cogió otro rollo de pergamino y mojó su cálamo en el tintero. Simónides le miró interesado bajo sus pobladas cejas blancas y Alexias prosiguió con el relato:
—El día que marchamos al norte —prosiguió—, una multitud silenciosa se agolpó en la calle de las despedidas para ver marchar a la guardia del rey Leónidas. Los trescientos espartanos permanecimos en silencio junto a nuestro escudero durante los sacrificios. A una orden de los capitanes, emprendimos la marcha y pasamos bajo los robles y los cipreses cantando el himno de Cástor. Los hombres llevábamos la panoplia completa con el zurrón de batalla encima de nuestro manto escarlata. Los regimientos avanzamos con los escudos colgando y las lanzas bajadas. Algunas muchachas lanzaban a nuestros pies pétalos de flores para desearnos la suerte de los campeones. Los augurios del sacrificio de partida no habían sido buenos y, además, entre los hombres circulaba el mensaje que los espartanos habíamos recibido del Oráculo de Delfos:
»¡Oh vosotros, hombres que moráis en las calles de la extensa Lacedemonia! O bien vuestra gloriosa ciudad será saqueada por los hijos de Perseo o, en cambio, la tierra de Macedonia llorará la muerte de un rey de la Estirpe de Heracles.
Pues Jerjes, poderoso como Zeus, no será detenido por el valor de los toros o de los leones. Proclamo, en fin, que no se detendrá hasta haber alcanzado su presa: vuestro rey o vuestra ciudad, devorándolos hasta los huesos.
»El rey no quería que se cumpliera la última parte del oráculo de ningún modo y decidió que marcháramos hacia el norte. Prefería morir antes que ver el suelo de Esparta profanado por un rey bárbaro o que nuestras mujeres, nuestros hijos y nuestros ancianos fueran convertidos en esclavos.
»Unas docenas de estadios después de dejar a nuestras espaldas la perfumada ciudad de Corinto, nos cruzamos con grupos de andrajosos griegos que huían de las avanzadillas persas. Llevaban sus exiguas posesiones a la espalda mientras avanzaban con ojos temerosos por los angostos caminos, entre algarrobos y cipreses de sombra alargada. Cuando los vimos, supimos que teníamos que llegar al estrecho paso antes que los persas para fortificarlo y estrecharlo aún más. Así que el rey mandó doblar el ritmo de la marcha. Los hombres apretamos los dientes y redoblamos el esfuerzo, dejando atrás los carros con las vituallas mientras los ilotas avanzaban con los ojos temblorosos. Así, la ruta de seis días se cubrió en la mitad del tiempo requerido.
»Junto a las aldeas abandonadas de Alpeno y Antela, nos encontramos con el resto de aliados que habían decidido secundar la llamada de Leónidas. Nuestras tropas estaban compuestas por los cientos de tegeos que habían sido convocados como vasallos de Esparta, a los que se sumaron los trescientos hoplitas arcadios de la bella ciudad de Mantinea, dos mil indómitos guerreros de Orcómenos vecinos del escabroso monte Traquis y el resto de Arcadia, Corinto, Flío y de Micenas, ciudad de murallas bien construidas; setecientos beocios de Tespia, de barbas bien pobladas, que no se habían doblegado a los persas y otros lugareños de la Fócide y la Lócrida. Cuando sumamos a todos los hombres disponibles, vimos que éramos muy pocos para enfrentarnos en la llanura a las fuerzas del gran Rey. Sumábamos lo que un puñado de guisantes en una jarra.
»Llegamos al fin al estrecho paso que ninguno de los presentes había visto en su vida. Era un camino que se abría entre los acantilados y el mar. Se veían los restos de un antiguo muro, que los habitantes de la zona habían construido generaciones atrás para estrechar aún más el paso. En el lado del monte se elevaban unos riscos infranqueables, esculpidos por las manos de algún dios y negros como las fauces de un lobo. En los baños cercanos, dedicados a Deméter y Perséfone, aún había visitantes, pero al llegar les dijimos que se fueran. Por suerte, las tropas persas no habían llegado a Traduis y su flota todavía atravesaba a esas horas la costa de Magnesia. Así que sería en las Termopilas, ese manantial de aguas termales también llamadas Puertas Calientes, en los estrechos y abruptos pasos por los que se puede acceder a sus chorros de agua, donde se libraría la defensa de la Hélade. Con nuestra resistencia íbamos a contener a los persas el máximo de tiempo posible para permitir a los aliados terminar su flota, despoblar el Ática y cumplir así la promesa de nuestro rey.
»Una vez montado el campamento, a unos estadios de los antiguos muros que íbamos a defender, reconstruimos el antiguo bastión de piedras ciclópeas que habían construido los habitantes de Focea y Lócrida como defensa contra las incursiones de sus vecinos del norte, tesalios y macedonios. El rey, al frente, colocó piedras y, con la ayuda de picos, cinceles y mazas, arrancamos trozos de las montañas para rehacer el muro. Los honderos y los arqueros persas, así como su caballería, resultarían inútiles a causa del terreno. Una vez terminados los trabajos, que nos llevaron todo el día, vimos que el desfiladero se había convertido en algo tan angosto que sólo podría ser atravesado por una hilera de doce hombres de ancho.
Creo
que ya sabéis que, en la guerra, las armas dicen poco, el valor lo dice todo.
»Al atardecer del tercer día se desplegó a lo lejos una visión incomprensible. El mar se pobló de velas de todos los colores y pareció que el Egeo se había convertido en una superficie de madera y de lonas. La escuadra del gran Rey, una hilera interminable de barcos de todo tipo, llegó al cabo que se encuentra al norte del paso unas horas más tarde y las playas se llenaron de sus huestes. Durante la noche se oyó el ruido de cientos de trabajadores instalando un campamento mientras nos llegaba el eco de voces extrañas, así como una nube de olores desconocidos que avanzaron por la playa. De este modo hizo acto de presencia el imponente ejército del Gran Rey.
»Los persas —siguió contando Alexias—, tardaron un par de días en desembarcar todo el material. Cuando concluyeron sus trabajos vimos que su campamento era como una gran ciudad griega. Habían levantado empalizadas, y entre la niebla que procedía del mar se vislumbraban sus altas y poderosas torres. Tenían miles de sirvientes y de tiendas, los carros de vituallas eran tantos que, puestos en hilera, los primeros habrían llegado al poniente de la Hélade cuando los últimos todavía desembarcaran en el oriente. Por la mañana, cuando la niebla se disipó, vimos que sus barcos cubrían tanta superficie como alcanzaba la vista. Casi no se veía el azul del mar, sino las velas blancas y coloradas de los barcos con sus terribles mascarones de proa. Causaban tanto pavor que el mismo dios Poseidón debía estar escondido en sus grutas.
»Supongo que el rey Jerjes pensó que, al ver el número de sus huestes, nos retiraríamos y le dejaríamos libre el paso. Eso es verdad, porque los griegos, al ver la multitud de enemigos que habían desembarcado en las playas, dudaron de sí mismos. Entonces, Pobos, hijo de Ares y de Afrodita, se apoderó de los corazones más frágiles. El miedo acongojó a esos capitanes aliados, pues las tiendas del campamento enemigo, situado a varios estadios, eran tan numerosas que se perdían por las llanuras. De noche, infinidad de hogueras iluminaban débilmente las tiendas y los barracones de los miles de hombres que habían desembarcado. Desde su campamento llegaban los cánticos y las celebraciones, pues ya se creían vencedores antes de empezar el combate.
»Polinices me llamó entonces y me indicó que le acompañara. Nos acercamos a las paredes de roca y empezamos a trepar por los afilados riscos del precipicio hasta que alcanzamos una altura considerable. Nos detuvimos para descansar en un saliente rocoso y sentimos cómo el viento del norte nos azotaba los miembros. Luego miramos hacia abajo para ver las docenas de fuegos griegos y los hombres sentados aquí y allá. El interior de sus tiendas estaba también iluminado y era un espectáculo contemplar a los aliados desde esa altura. Sin embargo, lo que nos dejó sin aliento fue la extensión del campamento persa, porque desde los abruptos acantilados de las Termopilas la visión era aún más espeluznante. Sus tiendas se perdían en la lejanía y los fuegos eran más numerosos que las estrellas que pueblan el cielo. Allá donde miráramos, había pequeñas hogueras que se perdían en la áspera noche. Mil fuegos había en el llano y en torno a cada uno se agrupaban cincuenta guerreros. Los caballos, que comían la avena y la blanca cebada, también aguardaban las luces del alba para empezar el combate.
»Una vez comprobado el tamaño del ejército medo regresamos a nuestro campamento y Polinices fue a informar al resto de capitanes. Al cerciorarse de que las previsiones más pesimistas acerca del tamaño del mismo se habían cumplido, los comandantes de cada contingente se reunieron en la tienda del rey. Allí se suscitaron muchas discusiones sobre qué dirección tomar. Los capitanes de los destacamentos del Peloponeso, de Orcómenos, Corinto, Micenas y Flío, se preguntaron si no era mejor retroceder hasta el Istmo de Corinto, donde podríamos defendernos en masa haciendo uso de todos los recursos humanos.
»«Esto provocaría la defección de todos los aliados situados arriba del Peloponeso», argumentó el rey Leónidas, «los tesalios ya se han pasado al enemigo a causa de la primera retirada griega del Paso del Tempe. No estoy dispuesto a renunciar a más contingentes helenos, además de que, sin duda, la moral y el prestigio de los griegos se verán seriamente comprometidos si realizamos un nuevo repliegue estratégico. He dado mi palabra de contener a los persas aquí para dar tiempo a Atenas a terminar su flota y despoblar el Ática, y eso haré».
»Los capitanes aliados murmuraron dubitativos. Las antorchas en la tienda de Leónidas alargaban las sombras de los rostros, que eran atravesados por los peores pensamientos. Enfrentarse a los persas en número tan reducido era encaminarse a una muerte segura. El rey los examinó uno a uno; sus ojos brillaron bajo sus bien pobladas cejas penetrando a los capitanes hasta los tuétanos. «Ha llegado el momento de la lucha —dijo finalmente con la mirada lija en los fuegos persas—, ya no habrá más retiradas».
—Creo que Jerjes —le interrumpió entonces Simónides— no prestó mucha atención a lo que le había dicho Demarato.
—No conozco esta parte —dije yo.
—Por lo que sabemos —explicó el poeta, acariciándose la barba—, cuando el rey Jerjes supo que había una pequeña fuerza griega que le impedía el paso hacia el sur y le dijeron que eran soldados espartanos, le preguntó a Demarato acerca de la naturaleza guerrera de esos hombres. Vuestro depuesto rey le contestó de manera rotunda que «los espartanos en combates singulares no son inferiores a nadie, y en formación compacta son los mejores guerreros del mundo, pues, pese a que son libres, no son libres del todo, ya que rige sus destinos un supremo dueño, la Ley, a la que personalmente temen mucho más de lo que tus súbditos te temen a tí. De hecho, cumplen todos sus mandatos; y siempre manda lo mismo: no les permite huir del campo de batalla ante ningún contingente enemigo, sino que deben permanecer en sus puestos para vencer o morir». Como es lógico, Jerjes se rió y se tomó sus palabras como una mera exaltación patriótica a la que no había que conceder demasiada importancia. Sin duda, más tarde hubo de recordar las palabras de Demarato cuando vio, con sus propios ojos, cómo su paseo triunfal se convertía en un infierno.