Anochecer (50 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Anochecer
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—No. De nada en absoluto —admitió Siferra. Y sonrió, y tomó su mano. Y siguieron caminando en silencio.

Era sorprendente, pensó Theremon, lo rápido que iban, ahora que habían cogido el ritmo. Los primeros días, apenas salir de Ciudad de Saro e iniciar su camino por la parte superior de la autopista llena de restos, el avance había sido lento y sus cuerpos habían protestado amargamente contra los esfuerzos que se les imponían. Pero ahora avanzaban como dos máquinas, perfectamente sintonizadas a su tarea. Las piernas de Siferra eran casi tan largas como las de él, y caminaban lado a lado, con sus músculos actuando eficientemente, sus corazones bombeando con firmeza, sus pulmones expandiéndose y contrayéndose a un ritmo seguro. Paso paso paso. Paso paso paso. Paso paso paso...

Todavía quedaban cientos de kilómetros por recorrer, seguro. Pero no les tomaría demasiado tiempo, no a ese paso.

Otro mes, quizá. Tal vez incluso menos. La calzada estaba casi completamente despejada, allá abajo en las regiones rurales, más allá de los límites de la ciudad. Nunca había habido tanto tráfico aquí como en la parte Norte, y parecía como si muchos de los conductores hubieran sido capaces de salirse sanos y salvos de la autopista mientras las Estrellas brillaban, puesto que corrían menos peligro de ser golpeados por los coches de otros conductores que hubieran perdido el control.

También había menos puntos de control. Las nuevas provincias en estas zonas escasamente pobladas cubrían áreas mucho más grandes que las del Norte, y su gente parecía menos preocupada por cosas tales como el Registro. Theremon y Siferra se vieron sometidos a un serio interrogatorio tan sólo dos veces en los siguientes cinco días. En los demás puntos de control simplemente se les hizo señas de que pasaran sin siquiera tener que mostrar los papeles que Beenay les había proporcionado.

Incluso el tiempo estaba de su lado. Era suave y cálido casi cada día: unas pocas lluvias ligeras y de escasa duración de tanto en tanto, pero nada que causara serios inconvenientes. Podían caminar durante cuatro horas, hacer una pausa para una comida ligera, caminar otras cuatro, comer de nuevo, caminar, detenerse para seis horas o así de sueño —haciendo turnos, uno sentado y vigilando durante unas horas, luego el otro—, y luego levantarse y reemprender la marcha. Como máquinas. Los soles aparecían y desaparecían a su eterno ritmo, ahora Patru y Trey y Dovim, ahora Onos y Sitha y Tano, ahora Onos y Dovim, ahora Trey y Patru, ahora cuatro soles a la vez..., la interminable sucesión, el gran desfile de los cielos. Theremon no tenía la menor idea de cuántos días habían pasado desde que abandonaran el Refugio. La idea en sí de fechas, calendarios, días, semanas, meses..., todo le parecía extraño y arcaico y abrumador, algo salido de un mundo antiguo.

Siferra, tras su momento de temor y aprensión, estaba alegre de nuevo.

Aquello iba a ser sencillísimo. Iban a llegar a Amgando sin ningún problema.

Estaban cruzando un distrito conocido ahora como la Hoya del Manantial..., o quizá se llamara el Jardín del Bosquecillo; habían oído nombres distintos de la gente que habían encontrado a lo largo del camino. Era una región agrícola, abierta y ondulada, y había pocas señales aquí de la infernal devastación que había asolado las regiones urbanizadas: una ocasional granja dañada por el fuego, o una horda de animales de granja al parecer sin cuidar, y eso era con mucho lo peor. El aire era suave y fresco, la luz de los soles brillante y fuerte. De no ser por la ausencia del tráfico de vehículos en la autopista, era posible pensar que no había ocurrido nada extraordinario.

—¿Habremos llegado ya a mitad de camino de Amgando? —preguntó Siferra.

—Todavía no. Hace rato que no vemos ningún indicador, pero supongo que...

Se detuvo de pronto.

—¿Qué ocurre, Theremon?

—Mira. Ahí, a la derecha. A lo largo de la carretera secundaria que avanza desde el Oeste.

Miraron por encima del borde de la autopista. Allá abajo, a unos pocos cientos de metros, una larga hilera de camiones estaba aparcada a un lado de la carretera secundaria, allá donde iba a conectar con la autopista. Había un amplio y bullicioso campamento allí: tiendas, un gran fuego de campaña, algunos hombres cortando troncos.

Dos o trescientas personas, quizás. Y todas ellas vistiendo ropajes negros con capucha.

Theremon y Siferra intercambiaron absortas miradas.

—¡Apóstoles! —susurró ella.

—Sí. Agáchate. Sobre manos y rodillas. Escóndete tras la protección.

—Pero, ¿cómo han conseguido llegar tan rápido hasta tan al Sur? ¡La parte superior de la autopista está completamente bloqueada!

Theremon negó con la cabeza.

—No tomaron la autopista. Mira ahí..., tienen camiones que funcionan. Ahí hay otro que llega en este momento. Dioses, parece extraño, ¿no?, ver un vehículo moviéndose realmente. Y oír de nuevo el sonido de un motor después de todo este tiempo. —Se dio cuenta de que empezaba a temblar—. Consiguieron mantener toda una flota de camiones libre de daños, y reservas de combustible. Y evidentemente bajaron desde Saro rodeando la ciudad por el Oeste, siguiendo pequeñas carreteras secundarias. Ahora vienen a coger aquí la autopista, que supongo que debe de estar abierta desde aquí hasta Amgando. Podrán estar allí esta tarde.

—¡Esta tarde! Theremon, ¿qué vamos a hacer?

—No estoy seguro. Supongo que sólo hay una loca posibilidad. ¿Qué ocurriría si fuéramos hasta ahí abajo e intentáramos apoderamos de uno de esos camiones? E ir nosotros también con él hasta Amgando. Aunque sólo llegáramos dos horas antes que los Apóstoles, habría tiempo para que la mayor parte de la gente de Amgando escapara, ¿no?

—Quizá —dijo Siferra—. Pero parece un plan alocado. ¿Cómo podemos robar un camión? En el momento en que nos vean sabrán que no somos Apóstoles y nos cogerán.

—Lo sé. Lo sé. Déjame pensar. —Al cabo de un momento dijo—: Si pudiéramos alejar a un par de ellos a una cierta distancia de los demás, y apoderamos de sus ropas..., dispararles con nuestras pistolas, si es necesario..., entonces, vestidos como ellos, podríamos simplemente caminar hasta uno de los camiones como si tuviéramos todo el derecho del mundo de hacerlo, y subir a él y marchamos hacia la autopista.

—Nos seguirían en menos de dos minutos.

—Quizá. O quizá, si nos mostráramos tranquilos en todo momento, pensaran que lo que hacíamos era algo perfectamente normal, parte de su plan..., y cuando se dieran cuenta de que no era así nosotros ya estaríamos a cien kilómetros autopista adelante. —La miró, ansioso—. ¿Qué dices, Siferra? ¿Qué otra posibilidad tenemos? ¿Seguir hacia Amgando a pie, cuando para nosotros será un viaje de semanas y semanas, y ellos pueden pasarnos delante en un par de horas?

Ella le miraba como si él hubiera perdido la cabeza.

—Reducir a un par de Apóstoles..., robar uno de sus camiones..., marchar a toda prisa hacia Amgando..., oh, Theremon, nunca funcionará. Tú lo sabes.

—Está bien —dijo él bruscamente—. Tú quédate aquí. Intentaré hacerlo solo. Es la única esperanza que nos queda, Siferra.

Se levantó a medias y empezó a deslizarse por el lado de la autopista hacia la rampa de salida que había a un par de cientos de metros más adelante.

—No... Espera, Theremon.

Él volvió la vista hacia ella y sonrió.

—¿Vienes?

—Sí. ¡Oh, esto es una locura!

—Sí —admitió él—. Lo sé. Pero, ¿qué otra cosa podemos hacer?

Ella tenía razón, por supuesto. El plan era una locura. Sin embargo, no había otra alternativa. Evidentemente el informe que había recibido Beenay estaba embarullado: los Apóstoles nunca habían tenido intención de recorrer la Gran Autopista del Sur provincia a provincia, sino que en vez de ello habían partido directamente hacia Amgando en un enorme convoy armado, tomando carreteras secundarias que, aunque no muy directas, estaban al menos abiertas todavía al transporte rodado. Amgando estaba condenado. El mundo caería en manos de la gente de Mondior.

A menos..., a menos...

Nunca se había imaginado a sí mismo como un héroe. Los héroes eran la gente de la que él escribía en su columna..., gente que funcionaba al límite de sus fuerzas bajo circunstancias extremas, realizando extrañas y milagrosas cosas que los individuos ordinarios ni siquiera soñaban en intentar nunca, y mucho menos en llevar a cabo. Y, ahora, ahí estaba en ese mundo extrañamente transformado, hablando osadamente de reducir a unos cultistas encapuchados con su pistola de aguja, hacerse con un camión militar y partir a toda prisa hacia el parque de Amgando para advertir del inminente ataque... Una locura. Una absoluta locura.

Pero quizá funcionara, por el hecho de que era una locura. Nadie esperaría que dos personas aparecieran de la nada en aquel pacífico paraje bucólico y simplemente escaparan con un camión.

Descendieron la rampa de la autopista, con Theremon a una corta distancia a la cabeza. Un campo de plantas excesivamente crecidas cubría la distancia entre ellos y el campamento de los Apóstoles.

—Quizá —susurró—, si nos deslizamos agachados por esta hierba alta de aquí, y un par de Apóstoles aparecen por esta parte por alguna razón, podamos saltar sobre ellos antes de que sepan lo que ocurre.

Se agachó. Echó a andar por entre la hierba. Siferra fue tras él, a su paso.

Diez metros. Veinte. Simplemente sigue andando, con la cabeza gacha, procurando no agitar demasiado la hierba, hasta aquella loma, y luego espera..., espera...

Una voz dijo de pronto, justo detrás de ellos:

—Vaya, ¿qué es lo que tenemos aquí? Un par de serpientes muy peculiares, ¿no?

Theremon se volvió, miró, jadeó.

¡Dioses! ¡Apóstoles, siete u ocho de ellos! ¿De dónde habían salido? ¿Un picnic privado en el campo? ¿Junto al que habían pasado él y Siferra sin siquiera darse cuenta?

—¡Corre! —le gritó a su compañera—. ¡Tú por ese lado..., yo por el otro...!

Se lanzó hacia su izquierda, hacia los pilares que sostenían la autopista. Quizá pudiera ganarles..., desaparecer entre los árboles al otro lado de la autopista...

No. No. Era fuerte y rápido, pero ellos eran más fuertes, más rápidos. Vio que iban a alcanzarle.

—¡Siferra! —aulló—. ¡Sigue corriendo! ¡Sigue... corriendo!

Quizás ella lo había conseguido. Ya no la veía. Los Apóstoles estaban a todo su alrededor. Su mano fue en busca de su pistola de aguja, pero uno de ellos sujetó de inmediato su brazo, y otro lo agarró por la garganta. La pistola fue arrancada de su mano. Una pierna se deslizó entre las suyas, tiró, le hizo trastabillar. Cayó pesadamente, rodó sobre sí mismo, miró hacia arriba. Cinco rostros encapuchados, muy serios, rígidos, le devolvieron la mirada. Uno de los Apóstoles le apuntaba al pecho con su propia pistola.

—Levántate —dijo el Apóstol—. Lentamente. Con las manos arriba.

Theremon se puso torpemente en pie.

—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? —preguntó el Apóstol.

—Vivo aquí. Mi esposa y yo estábamos tomando un atajo a través de estos campos, de vuelta a casa...

—La granja más cercana está a ocho kilómetros. Un atajo muy largo. —El Apóstol hizo un gesto con la cabeza hacia el campamento—. Ven con nosotros. Folimun querrá hablar contigo.

—¡Folimun!

Así que había sobrevivido después de todo a la noche del eclipse. ¡Y estaba a cargo de la expedición contra Amgando!

Theremon miró a su alrededor. No había la menor señal de Siferra. Esperó que hubiera vuelto a la autopista y se encaminara hacia Amgando tan rápido como pudiera. Una débil esperanza, pero la única que le quedaba.

Los Apóstoles le condujeron hacia el campamento. Era una extraña sensación hallarse entre tantas figuras encapuchadas. Nadie le prestó especial atención, sin embargo, mientras sus captores le empujaban hacia la más grande de las tiendas.

Folimun estaba sentado en un banco en la parte de atrás de la tienda, examinando un fajo de papeles. Volvió sus helados ojos azules hacia Theremon, y su delgado y afilado rostro se ablandó por un instante cuando una sonrisa de sorpresa lo cruzó.

—¿Theremon? ¿Usted aquí? ¿Qué está haciendo..., cubriendo la información para el Crónica?

—Viajo al Sur, Folimun. Me he tomado unas pequeñas vacaciones, puesto que las cosas están un poco inestables allá en la ciudad. ¿Le importaría decirles a esos matones suyos que me suelten?

—Soltadle —dijo Folimun—. ¿Adónde se dirige exactamente?

—Eso no le importa.

—Déjeme que yo juzgue eso. Va a Amgando, ¿verdad? ¿Theremon?

Theremon ofreció al cultista una fría mirada.

—No veo ninguna razón por la que deba decirle nada.

—¿Después de todo lo que yo le dije a usted, cuando me entrevistó?

—Muy divertido.

—Quiero saber adónde se dirige, Theremon.

Entretenle, pensó Theremon. Entretenle durante tanto como puedas.

—Declino responder a esa pregunta, o a ninguna otra que pueda hacerme. Discutiré mis intenciones sólo con Mondior en persona —dijo con tono firme y decidido.

Folimun no respondió por un momento. Luego sonrió de nuevo, un rápido destello que apareció y desapareció. Y después, de pronto, inesperadamente, estalló en auténticas carcajadas.

—¿Mondior? —dijo, sus ojos brillaron regocijados—. No existe ningún Mondior, amigo mío. Nunca ha existido.

42

Le resultó difícil a Siferra creer que había conseguido realmente escapar. Pero eso era lo que parecía. La mayoría de los Apóstoles que les habían sorprendido en el campo habían ido tras Theremon. Al mirar una vez hacia atrás les vio rodeándole como una jauría de perros en torno a su presa. Lo habían derribado; seguramente había sido capturado.

Sólo dos de los Apóstoles la habían perseguido a ella. Siferra había golpeado a uno en el rostro, duramente, con la parte plana de su mano al extremo de su brazo rígidamente extendido, y a la velocidad a la que corría el impacto lo arrojó de espaldas al suelo. El otro era gordo y torpe y lento; en unos momentos Siferra lo hubo dejado atrás.

Regresó por el camino por el que Theremon y ella habían venido, hacia la autopista elevada. Pero no parecía prudente subir a ella. La autopista era demasiado fácil de bloquear, y no había ninguna forma segura de bajar de ella excepto por las rampas de salida. Sería meterse en una trampa si subía allí. Y, aunque no hubiera bloqueos allá delante, sería muy sencillo para los Apóstoles ir tras ella en sus camiones y atraparla un par o tres de kilómetros más allá.

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