Theremon fue el primero en emerger.
—¡Dioses! —murmuró mientras contemplaba con asombro la escena que se abría ante él—. ¿Y ahora qué?
La autopista estaba despejada durante quizá quince metros al otro lado de la gran masa de chatarra. Más allá de ese espacio se alzaba una segunda barrera de lado a lado de la autopista. Ésta, sin embargo, había sido construida deliberadamente..., un montón de portezuelas de coches y ruedas limpiamente apiladas en la calzada hasta una altura de dos a tres metros.
Frente a la barricada, Theremon vio a unas dos docenas de personas que habían instalado un campamento justo en medio de la autopista. Había estado tan enfrascado en salir de entre la maraña de los restos que no había prestado atención a ninguna otra cosa, y así no había oído los sonidos del otro lado. Siferra llegó arrastrándose a su lado. Oyó su jadeo de sorpresa y shock.
—Mantén la mano en tu pistola —le dijo Theremon en voz baja—. Pero no la saques y ni siquiera pienses en intentar usarla. Son demasiados.
Unos cuantos de los desconocidos avanzaban con paso comedido hacia ellos ahora, seis o siete hombres de aspecto musculoso. Theremon, inmóvil, les contempló acercarse. Sabia que no había forma de evitar aquel encuentro..., ninguna esperanza de escapar a través de aquella masa de hierros retorcidos afilados como cuchillos de la que acababan de emerger. Él y Siferra estaban atrapados en aquel claro entre los dos bloqueos.
Todo lo que podían hacer era esperar y ver qué ocurría a continuación, y confiar en que esa gente estuviera razonablemente cuerda.
Un hombre alto, de hombros hundidos y ojos fríos, se acercó sin apresurarse a Theremon hasta detenerse virtualmente nariz contra nariz y dijo:
—Está bien, amigo. Ésta es una estación de Registro. —Puso un énfasis peculiar en la palabra Registro.
—¿Estación de Registro? —repitió Theremon fríamente—. ¿Y qué es lo que estáis registrando?
—No te hagas el listo conmigo o saltarás de cabeza por encima del borde de la autopista. Sabes malditamente bien lo que estamos registrando. No crees problemas.
Hizo un gesto hacia los demás. Se acercaron, palmeando inquisitivos las ropas de Theremon y de Siferra. Theremon apartó furioso aquellas manos.
—Dejadnos pasar —dijo con voz tensa.
—Nadie cruza por aquí sin pasar por el Registro.
—¿Con qué autoridad?
—Con mi autoridad. ¿Te sometes, o tendremos que someterte?
—Theremon... —susurró Siferra, inquieta.
Él le hizo un gesto de que callara. La furia crecía en su interior.
La razón le decía que era una locura intentar resistirse, que les superaban ampliamente en número, que el hombre alto no bromeaba cuando decía que iban a meterse en problemas si se negaban a someterse al registro.
Esa gente no parecía ser exactamente bandidos. Había un cierto aire oficial en las palabras del hombre alto, como si aquello fuese una especie de límite, un control de aduanas quizá. ¿Qué era lo que buscaban? ¿Comida? ¿Armas? ¿Intentarían aquellos hombres arrebatarles las pistolas de aguja? Mejor darles todo lo que llevaban consigo, se dijo, que ser muertos en un intento vano y estúpidamente heroico de mantener su libertad de paso.
Pero, de todos modos, ser manipulados de aquel modo..., ser forzados a someterse en medio de una autopista pública... Y no podían permitirse entregar sus pistolas de aguja ni sus provisiones de comida. Todavía quedaban cientos de kilómetros hasta Amgando.
—Te lo advierto —empezó a decir el hombre alto.
—Y yo te advierto a ti que mantengas tus manos lejos de mí. Soy ciudadano de la República Federal de Saro, y esto es aún una vía de comunicación abierta a todos los ciudadanos, no importa todo lo demás que haya ocurrido. No tienes ninguna autoridad sobre mí.
—Suena como un profesor —dijo uno de los otros hombres con una carcajada—. Haciendo discursos sobre sus derechos y todo lo demás.
El hombre alto se encogió de hombros.
—Ya tenemos a nuestro profesor aquí. No necesitamos ninguno más. Y ya basta de hablar. Agarradlos y pasadlos por Registro. De la cabeza a los pies.
—Sol... tad... me...
Una mano aferró el brazo de Theremon. Lanzó con rapidez su puño hacia arriba y lo clavó en las costillas de alguien. Todo aquello le parecía muy familiar: otra pelea, otra paliza en perspectiva. Pero estaba decidido a luchar. Un instante más tarde alguien le golpeó en pleno rostro y otro hombre lo sujetó por el codo, y oyó a Siferra gritar con furia y miedo. Intentó liberarse, golpeó a alguien de nuevo, fue golpeado otra vez, se inclinó, esquivó, recibió otro doloroso golpe en pleno rostro...
—¡Eh, esperad un momento! —dijo una nueva voz—. ¡Alto! ¡Butella, apártate de ese hombre! ¡Fridnor! ¡Talpin! ¡Soltadle!
Una voz familiar.
Pero, ¿de quién?
Los de la estación de Registro dieron un paso atrás. Theremon, miraba al recién llegado.
Un hombre esbelto, nervudo, de expresión inteligente, que le sonreía mientras sus brillantes ojos le escrutaban intensos desde un rostro manchado de tierra...
Alguien al que conocía, sí.
—¡Beenay!
—¡Theremon! ¡Siferra!
En un momento todo había cambiado. Beenay condujo a Theremon y Siferra a un pequeño nido de aspecto sorprendentemente acogedor justo al otro lado del bloqueo: almohadones, cortinas, una hilera de cajas que parecían contener artículos alimenticios. Una esbelta joven estaba tendida allí, con su pierna izquierda envuelta en vendajes. Parecía débil y febril, pero destelló una ligera y débil sonrisa cuando los vio entrar.
—Recuerdas a Raissta 717, ¿verdad, Theremon? —dijo Beenay—. Raissta, ésta es Siferra 89, del Departamento de Arqueología. Te hablé de ella..., de su descubrimiento de anteriores episodios de ciudades quemadas en el remoto pasado. Raissta es mi compañera contractual —aclaró a Siferra.
Theremon se había visto con Raissta unas cuantas veces a lo largo del último par de años, en el transcurso de su amistad con Beenay. Pero eso había sido en otra era, en un mundo que ahora estaba muerto y desvanecido. Apenas pudo reconocerla. La recordaba como una mujer esbelta, de aspecto agradable, siempre bien vestida, muy acicalada, de aspecto extrovertido. Pero ahora..., ¡ahora! Esa delgada, frágil, ojerosa muchacha..., ¡un fantasma de ojos hundidos de la Raissta que había conocido...! ¿Habían transcurrido realmente tan sólo unas pocas semanas desde el Anochecer? De pronto parecía como si hubieran sido años. Parecían eones..., varias eras geológicas atrás...
—Tengo un poco de brandy aquí, Theremon —dijo Beenay.
Theremon abrió mucho los ojos.
—¿Lo dices en serio? ¿Sabes cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que tomé una copa? Qué ironía, Beenay. Tú, el abstemio al que hubo que coaccionar para que tomara el primer sorbo de un Tano Especial..., ¡tienes aquí escondida contigo la última botella de brandy del mundo!
—¿Siferra? —preguntó Beenay.
—Por favor. Sólo un poco.
—Sólo un poco es lo que tenemos —Sirvió tres dedales.
Cuando notó que el brandy empezaba a calentarle, Theremon dijo:
—Beenay, ¿qué ocurre ahí fuera? ¿Este asunto del Registro?
—¿No sabes nada del Registro?
—Ni una palabra.
—¿Dónde has estado desde el Anochecer?.
—En el bosque, la mayor parte del tiempo. Luego Siferra me encontró después de que unos matones me dieran una paliza y me llevó al Refugio de la universidad mientras me recobraba de lo que me habían hecho. Y durante los últimos dos días hemos caminado por esta autopista, con la esperanza de llegar a Amgando.
—¿Así que sabes lo de Amgando?
—Gracias a ti, de una forma indirecta. Me encontré con Sheerin en el bosque. Estuvo en el Refugio inmediatamente después de que tú te fueras, y vio tu nota acerca de Amgando. Me lo dijo a mí, y yo se lo dije a Siferra. Y emprendimos ambos la marcha hacia allí.
—¿Así que fue Sheerin? —murmuró Beenay—. ¿Y dónde está él ahora?
—No ha venido con nosotros. Él y yo nos separamos hace días..., él fue directamente a Amgando por su cuenta, y yo me quedé en Saro para buscar a Siferra. No sé qué puede haberle ocurrido. ¿Crees que podría conseguir otro sorbo de este brandy, Beenay? Si puedes prescindir de él. Y habías empezado a hablarme del Registro.
Beenay sirvió un segundo vasito para Theremon. Miró a Siferra, que negó con la cabeza.
Luego dijo, inquieto:
—Si Sheerin viajaba solo, probablemente se haya encontrado con problemas, a buen seguro muy serios problemas. Ciertamente no ha pasado por este lugar desde que yo estoy aquí, y la Gran Autopista del Sur es la única ruta de salida de Saro que se puede tomar si se quiere llegar a Amgando. Tendremos que enviar un grupo de búsqueda a por él... Y en cuanto al Registro, es una de las nuevas cosas que hace la gente. Esto es una estación de Registro oficial. Hay una al principio de cada provincia por la que pasa la Gran Autopista del Sur.
—Estamos sólo a unos pocos kilómetros de Ciudad de Saro —dijo Theremon—. Esto es aún la provincia de Saro, Beenay.
—Ya no. Todos los antiguos gobiernos provinciales han desaparecido. Lo que queda de Ciudad de Saro ha sido dividida..., he oído que los Apóstoles de la Llama tienen un buen mordisco de ella, en la parte más al norte de la ciudad, y la zona en torno al bosque y la universidad se halla bajo el control de alguien llamado Altinol, que dirige un grupo cuasi militar al que llama la Patrulla Contra el Fuego. Quizás os hayáis tropezado con él.
—Yo fui uno de los oficiales de la Patrulla Contra el Fuego durante unos días —dijo Siferra—. Este pañuelo verde que llevo es el distintivo oficial del cargo.
—Entonces ya sabéis lo que ha pasado. Fragmentación del antiguo sistema..., un millón de mezquinas unidades gubernamentales creciendo como setas por todas partes. Ahora os halláis en la Provincia de la Restauración. Se extiende desde aquí y durante unos once kilómetros a lo largo de la autopista. Cuando lleguéis a la siguiente estación de Registro, estaréis en la Provincia de los Seis Soles. Más allá se halla la Tierra de píos, y luego la Luz del Día, y después de eso..., bueno, olvidadlo. Cambian cada pocos días de todos modos, a medida que la gente se traslada a otros lugares.
—¿Y el Registro? —insistió Theremon.
—La nueva paranoia. Todo el mundo tiene miedo de los pirómanos. ¿Sabes lo que son? Locos que piensan que lo que ocurrió durante el Anochecer fue tremendamente divertido. Van por ahí quemando cosas. Tengo entendido que un tercio de Ciudad de Saro ardió la noche del eclipse, sólo a causa de los locos intentos de la gente presa del pánico por alejar las Estrellas, pero que otro tercio fue destruida después, cuando las Estrellas habían desaparecido hacía mucho. Un mal asunto, sí. De modo que la gente que está con la mente más o menos intacta..., ahora os halláis entre algunos de ellos, por si acaso os lo preguntabais..., esa gente registra a todo el mundo en busca de cosas que puedan iniciar el fuego. Está prohibido poseer cerillas, o encendedores mecánicos, o pistolas de aguja, o cualquier otra cosa capaz de...
—Lo mismo ocurre en las afueras de la ciudad —dijo Siferra—. Ése es el motivo de la existencia de la Patrulla Contra el Fuego. Altinol y su gente se han erigido como las únicas personas en Saro que pueden encender fuego.
—Y yo fui atacado en el bosque mientras intentaba asar un poco de carne para mí —dijo Theremon—. Supongo que eran Registradores también. Me hubieran matado a golpes si Siferra y su Patrulla no llegan en mi rescate en el último momento, casi igual que tú hiciste ahora.
—Bueno —dijo Beenay—, no sé con quién te tropezaste en el bosque. Pero el Registro es un ritual formal aquí abajo para enfrentarse con el mismo problema. Se produce en todas partes, todo el mundo registra a todo el mundo, sin descanso. La sospecha es universal: nadie está exento. Es como una fiebre..., la fiebre del miedo. Sólo pequeñas elites, como la Patrulla Contra el Fuego de Altinol, pueden llevar consigo combustibles. En cada frontera tienes que entregar tus aparatos de producir fuego a las autoridades, al igual que ellos tendrán que hacerlo en su caso. Así que será mejor que dejes esas pistolas de aguja conmigo, Theremon. Nunca llegarás a Amgando con ellas.
—Nunca llegaremos sin ellas —dijo Theremon.
Beenay se encogió de hombros.
—Quizá sí, quizá no. Pero no podrás evitar tener que entregarlas cuando continúes hacia el Sur. La próxima vez que te tropieces con un Registro, ¿sabes?, yo no estaré allí para detener a la fuerza de Registro.
Theremon consideró aquello.
—¿Cómo es que conseguiste que te escucharan, de todos modos? —preguntó—. ¿O acaso eres el jefe del Registro aquí?
—¿El jefe del Registro? —Beenay se echó a reír—. Ni lo sueñes. Pero me respetan. Soy su profesor oficial, ¿sabes? Hay lugares en los que la gente de la universidad es odiada, ¿lo sabías? Las turbas de locos los matan a primera vista porque los locos piensan que fueron los causantes del eclipse y se están preparando para provocar otro. Pero no aquí. Soy considerado útil por mi inteligencia..., puedo componer mensajes diplomáticos a las provincias adyacentes, tengo ideas acerca de cómo reparar cosas rotas y hacer que funcionen de nuevo, incluso puedo explicar por qué la Oscuridad no va a volver y por qué nadie verá de nuevo las Estrellas en otros dos mil años. Les resulta muy consolador oír eso. Así que me he instalado entre ellos. Nos dan de comer y cuidan de Raissta, y yo pienso por ellos. Es una buena relación simbiótica.
—Sheerin me dijo que ibas a Amgando —indicó Theremon.
—Y es cierto —dijo Beenay—. Amgando es el lugar donde la gente como tú y yo deberíamos estar. Pero Raissta y yo nos tropezamos con problemas en el viaje. ¿No me has oído decir que los locos persiguen a la gente de la universidad e intentan matarla? Estuvimos a punto de ser atrapados por un puñado de ellos, cuando nos encaminábamos al Sur por los suburbios en dirección a la autopista. Todos estos barrios del lado sur del bosque se hallan ocupados en la actualidad por locos y salvajes.
—Tropezamos con algunos de ellos —dijo Theremon.
—Entonces ya lo sabes. Nos vimos rodeados por un grupo de ellos. Por la forma como hablamos pudieron decir en seguida que éramos gente educada, y luego alguien me reconoció..., ¡me reconoció, Theremon, de una foto en el periódico, de una de tus columnas, una de las veces que me entrevistaste a raíz del eclipse! Y dijo que yo era del observatorio, que yo era el hombre que había hecho aparecer las Estrellas. —Beenay miró a la nada por unos instantes—. Supongo que estuvimos en un tris de ser colgados de una farola. Pero entonces se produjo una distracción providencial. Apareció otra pandilla, rivales territoriales, supongo, y empezaron a arrojar botellas, a gritar y a agitar cuchillos a nuestro alrededor. Raissta y yo pudimos escabullirnos. Son como niños, los locos..., no pueden mantener sus mentes enfocadas en una sola cosa durante mucho tiempo. Pero, mientras nos arrastrábamos por un estrecho sendero entre dos edificios quemados hasta los cimientos, Raissta se cortó la pierna con un trozo de cristal roto. Y cuando llegamos tan al Sur como esto por la autopista, su herida estaba tan terriblemente infectada que no podía andar.