—Entiendo. —No era extraño que su aspecto fuera tan terrible, pensó Theremon.
—Afortunadamente para nosotros, los guardias fronterizos de la Provincia de la Restauración necesitaban un profesor. Nos aceptaron. Llevamos ya aquí una semana, o quizá diez días. Imagino que Raissta podrá emprender de nuevo la marcha dentro de otra semana si todo va bien, o más probablemente dos. Y entonces haré que el jefe de esta provincia nos libre un pasaporte que nos permita pasar con seguridad por las próximas provincias autopista abajo, al menos, y emprenderemos de nuevo el camino hacia Amgando. Nos alegraría que os quedarais aquí con nosotros hasta entonces, y luego podremos seguir al Sur juntos, si queréis. Por supuesto, será más seguro de esa forma... ¿Quieres algo, Butella?
El hombre alto que había intentado registrar a Theremon en el claro había asomado la cabeza por las cortinas del pequeño refugio de Beenay.
—Acaba de llegar un mensajero, profesor. Trajo algunas noticias de la ciudad, por mediación de la Provincia Imperial. No podemos sacarles mucho sentido.
—Déjame ver —dijo Beenay; adelantó la mano y tomó la hoja de papel doblada que el otro le tendía. Luego, a Theremon—: Los mensajeros van todo el tiempo arriba y abajo entre las distintas nuevas provincias. La Imperial se halla al Norte y al Este de la autopista, y se extiende hasta la propia ciudad. La mayoría de esos Registradores no son demasiado buenos en la lectura. Su exposición a las Estrellas parece que ha dañado sus centros verbales o algo así.
Beenay guardó silencio mientras leía el mensaje. Frunció el ceño, su mirada se ensombreció, curvó los labios en una mueca y murmuró algo acerca de la ortografía de la escritura a mano post Anochecer. Luego, al cabo de un momento, su expresión se ensombreció aún más.
—¡Buen Dios! —exclamó—. De todas las podridas, miserables, terribles...
Su mano temblaba. Alzó la vista hacia Theremon, con los ojos muy abiertos.
—¡Beenay! ¿Qué ocurre?
Sombrío, Beenay dijo:
—Los Apóstoles de la Llama vienen en esa dirección. Han reunido un ejército y tienen intención de avanzar hasta Amgando, eliminando a su paso todos los nuevos pequeños gobiernos provinciales que han ido surgiendo a lo largo de la autopista. Y, cuando lleguen a Amgando, tienen intención de aplastar cualquier cuerpo gubernamental reconstituido que haya tomado forma allá abajo y proclamarse la única fuerza gobernante legalmente autorizada en toda la república.
Theremon sintió que los dedos de Siferra se hundían en su brazo. Se volvió para mirarla y vio el horror en su rostro. Sabía que su propio aspecto no debía de ser muy distinto.
—Vienen... hacia... aquí —dijo lentamente—. Un ejército de Apóstoles.
—Theremon, Sheerin..., tenéis que marcharas de aquí —dijo Beenay—. De inmediato. Si todavía estáis aquí cuando lleguen los Apóstoles, todo estará perdido.
—¿A Amgando, quieres decir? —preguntó Theremon.
—Exacto. Sin perder un minuto. Toda la comunidad universitaria que se hallaba en el Refugio está ahora ahí, y gente de otras universidades, gente erudita de toda la república. Tú y Siferra tenéis que advertirles de que deben dispersarse, rápido. Si se hallan aún en Amgando cuando lleguen los Apóstoles, Mondior conseguirá aplastar de un solo manotazo todo el núcleo de cualquier futuro Gobierno legítimo que este país pueda llegar a tener. Incluso puede ordenar la ejecución en masa de toda la gente universitaria... Mira, os proporcionaré pasaportes para que podáis cruzar sin problemas al menos las siguientes estaciones de Registro. Pero cuando os halléis más allá de nuestra autoridad tendréis que someteros al Registro y dejar que os cojan todo lo que quieran, y luego seguir vuestro camino hacia el Sur. No podéis permitiros el ser distraídos por cosas secundarias como resistiros a los Registros. El grupo de Amgando tiene que ser advertido, Theremon.
—¿Y qué pasa contigo? ¿Vas a quedarte simplemente aquí?
Beenay pareció desconcertado.
—¿Qué otra cosa puedo hacer?
—Bueno, cuando los Apóstoles lleguen...
—Cuando los Apóstoles lleguen, harán lo que quieran conmigo. ¿Acaso sugieres que deje a Raissta detrás y corra a Amgando con vosotros?
—Bueno..., no...
—Entonces no tengo otra elección. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo? Me quedaré aquí, con Raissta.
Theremon se dio cuenta de que empezaba a dolerle la cabeza. Apretó las manos contra sus ojos.
—No hay otra forma, Theremon —dijo Siferra.
—Lo sé. Lo sé. Pero, de todos modos, pensar en Mondior y su gente haciendo prisionero a un hombre tan valioso como Beenay..., incluso quizás ejecutándole...
Beenay sonrió y apoyó por un momento su mano en el antebrazo de Theremon.
—¿Quién sabe? Quizá Mondior desee conservar a un par de profesores a su alrededor como animalillos de compañía. De todos modos, lo que me ocurra a mí carece de importancia ahora. Mi lugar está con Raissta. Vuestro lugar está en la autopista..., en dirección a Amgando, tan rápido como podáis. Venid: comed un poco, y os proporcionaré algunos documentos de aspecto oficial. Luego seguid vuestro camino. —Hizo una pausa—. Toma esto. Lo necesitarás también. —Sirvió el resto del brandy, apenas unas gotas, en el vaso vacío de Theremon—. Salud —dijo.
En el límite entre las provincias de la Restauración y de los Seis Soles no tuvieron ningún problema para pasar el Registro. Un agente de fronteras que parecía como si hubiera sido un contable o un abogado en el mundo que ya no existía echó simplemente una mirada al pasaporte que Beenay les había redactado, asintió con la cabeza cuando vio la florida inscripción "Beenay 25" al pie, y les hizo seña de que pasaran.
Dos días más tarde, cuando cruzaron de la provincia de los Seis Soles a la de la Tierra de Dios, la cosa no fue tan sencilla. Allá la patrulla de la frontera parecía una pandilla de degolladores, que simplemente hicieron que Theremon y Siferra se echaran a un lado del tramo elevado de la autopista sin siquiera mirar sus papeles. Hubo un largo e inquietante momento mientras Theremon permanecía de pie allí, agitando ante él el pasaporte como alguna especie de varita mágica. Al cabo de un momento la magia pareció funcionar, más o menos.
—¿Eso es un salvoconducto? —preguntó el degollador jefe.
—Un pasaporte, sí. Exención de Registro.
—¿De quién?
—Beenay 25, jefe administrador del Registro de la provincia de la Restauración. Es dos provincias más arriba.
—Sé dónde está la provincia de la Restauración. Léemelo.
—"A quien pueda interesar: Esto es para constatar que los portadores de este documento, Theremon 762 y Siferra 89, son emisarios adecuadamente acreditados de la Patrulla Contra el Fuego de Ciudad de Saro, y están autorizados a..."
—¿La Patrulla Contra el Fuego? ¿Qué es eso?
—La pandilla de Altinol —murmuró otro de los degolladores.
—Ah. —El jefe señaló con la cabeza las pistolas de aguja que Theremon y Siferra llevaban a plena vista en sus caderas—. ¿Así que Altinol desea que se os deje circular por los dominios de otra gente llevando armas que podrían provocar el fuego en todo el distrito?
—Cumplimos una misión urgente cuyo destino final es el parque nacional de Amgando —dijo Siferra—. Es vital que lleguemos allí sanos y salvos. —Se llevó la mano al pañuelo verde en el cuello—. ¿Sabe lo que significa esto? Lo que hacemos es impedir que se inicien los fuegos, no provocarlos. Y si no llegamos a Amgando a tiempo, los Apóstoles de la Llama aparecerán por esta autopista y destruirán todo lo que ustedes están intentando crear.
Aquello no tenía mucho sentido, pensó Theremon. Ir a Amgando, muy al Sur, no iba a salvar de los Apóstoles a las pequeñas repúblicas del extremo norte de la autopista. Pero Siferra había puesto la nota justa de convicción y pasión en sus palabras para conseguir que todo sonara muy significativo, de una manera un tanto confusa.
La respuesta fue silencio, por un momento, mientras el patrullero de la frontera intentaba imaginar de qué le estaban hablando. Luego exhibió un irritado fruncimiento de ceño y una perpleja mirada. Y después, de pronto, casi impetuosamente:
—Está bien. Seguid adelante. Largaos de inmediato de aquí, y no os pongáis de nuevo ante mi vista dentro de la provincia de los Seis Soles o lo lamentaréis. ¡Apóstoles! ¡Amgando!
—Muchas gracias —dijo Theremon, con una educación que casi bordeaba el sarcasmo y que hizo que Siferra le sujetara por el brazo y tirara de él rápidamente lejos del punto de control antes de verse metidos en auténticos problemas.
Pudieron avanzar con rapidez por aquel tramo de la autopista, cubriendo una veintena de kilómetros o más por día, a veces incluso una cantidad superior. Los ciudadanos de las provincias que se hacían llamar de los Seis Soles y de la Tierra de Dios y de la Luz del Día estaban intensamente dedicados a su trabajo de limpiar los restos que cubrían la Gran Autopista del Sur desde el Anochecer. A intervalos regulares se alzaban barricadas de restos —nadie iba a circular de nuevo por la Gran Autopista del Sur conduciendo un coche en mucho, mucho tiempo, pensó Theremon—, pero entre los puntos de control era posible viajar ahora a buen ritmo, sin tener que arrastrarse y trepar por montones de horrible chatarra y cuerpos humanos.
Y los cadáveres eran retirados de la autopista y enterrados también. Poco a poco, las cosas estaban empezando a parecer casi civilizadas de nuevo. Pero no normales. Ni siquiera remotamente normales.
Se veían pocos incendios arder en el interior a los lados de la autopista, pero los pueblos completamente arrasados por el fuego eran visibles a lo largo de todo el camino. Se habían instalado campos de refugiados cada par de kilómetros o así y, mientras caminaban enérgicamente por la calzada elevada, Theremon y Siferra podían mirar hacia abajo y ver a la triste y desconcertada gente de los campamentos moverse con lentitud y sin ningún propósito por ellos como si todos hubieran envejecido cincuenta años en aquella sola y terrible noche.
Las nuevas provincias, se dio cuenta Theremon, eran simplemente hileras de esos campamentos unidos entre sí por la línea recta de la Gran Autopista del Sur. En cada distrito habían emergido los hombres fuertes locales que habían sido capaces de reunir a su alrededor un pequeño dominio, un miserable reino que cubría diez o quince kilómetros de autopista y se extendía quizás un par de kilómetros a ambos lados de la calzada. Lo que se extendía más allá de los límites oriental y occidental de las nuevas provincias era dejado a la imaginación de cada cual. No parecía existir ningún tipo de comunicaciones de radio o televisión.
—¿No había preparado ningún tipo de planes de emergencia? —preguntó Theremon, hablándole más al aire que a Siferra.
Pero fue Siferra quien respondió.
—Lo que predecía Athor era demasiado fantástico para que el Gobierno se lo tomara en serio. Y sería hacerle el juego a Mondior admitir que podía llegar a producirse algo parecido al colapso de la civilización en tan sólo un corto período de Oscuridad, en especial un período de Oscuridad que podía ser predicho de una forma tan específica.
—Pero el eclipse...
—Sí, quizás algunos altos cargos fueron capaces de contemplar los diagramas y creer realmente que iba a producirse un eclipse. Y que como resultado de él habría un período de Oscuridad. Pero, ¿cómo podían anticipar las Estrellas? Las Estrellas no eran más que la fantasía de los Apóstoles de la Llama, ¿recuerdas? Aunque el Gobierno supiera que iba a producirse algo como las Estrellas, nadie podía predecir el impacto que iban a tener.
—Sheerin sí pudo —indicó Theremon.
—Ni siquiera Sheerin. Él no tenía tampoco ningún indicio. La especialidad de Sheerin era la Oscuridad..., no la repentina e impensable luz que llenó de pronto todo el cielo.
—De todos modos —insistió Theremon—, contemplar toda esta devastación a tu alrededor, todo este caos... Uno siente deseos de pensar que era algo innecesario, que de algún modo hubiera podido ser evitado.
—Sin embargo, no fue evitado.
—Mejor que lo sea, la próxima vez.
Siferra se echó a reír.
—La próxima vez será dentro de dos mil cuarenta y nueve años. Espero que podamos dejar a nuestros descendientes algún tipo de advertencia que parezca más plausible para ellos que el Libro de las Revelaciones nos lo pareció a la mayoría de nosotros.
Se volvió y miró aprensivamente, por encima del hombro, a la larga extensión de autopista que habían cubierto en los últimos días de intensa marcha.
Theremon dijo:
—¿Temes ver a los Apóstoles avanzar a la carga contra nosotros a nuestras espaldas?
—¿Acaso tú no? Estamos aún a cientos de kilómetros de Amgando, incluso al ritmo al que estamos yendo últimamente. ¿Qué ocurrirá si nos alcanzan, Theremon?
—No lo harán. Todo un ejército no puede avanzar con la misma rapidez que un par de personas sanas y decididas. Sus medios de transporte no son mejores que los nuestros..., un par de pies por soldado, punto. Y hay todo tipo de consideraciones logísticas que los frenarán.
—Eso supongo.
—Además, ese mensaje decía que los Apóstoles estaban planeando pararse en cada nueva provincia a lo largo del camino para establecer su autoridad. Va a tomarles mucho tiempo anular todos esos pequeños, mezquinos y testarudos reinos. Si no nos encontramos con alguna complicación inesperada, estaremos en Amgando con semanas de anticipación a ellos.
—¿Qué crees que les ocurrirá a Beenay y Raissta? —preguntó Siferra al cabo de un silencio.
—Beenay es un chico listo. Supongo que ideará alguna forma de hacerse útil a Mondior.
—¿Y si no puede?
—Siferra, ¿necesitamos realmente quemar nuestras energías preocupándonos sobre horribles posibilidades respecto a las cuales no podemos hacer ninguna maldita cosa?
—Lo siento —dijo ella secamente—. No me había dado cuenta de que fueras tan susceptible.
—Siferra...
—Olvídalo —dijo ella—. Quizá sea yo la susceptible.
—Todo va a ir bien —dijo Theremon—. Beenay y Raissta no sufrirán ningún daño. Llegaremos a Amgando con tiempo más que suficiente para dar la alarma, Los Apóstoles de la Llama no van a conquistar el mundo.
—Y todo esos cadáveres se levantarán también de entre los muertos. Oh, Theremon, Theremon... —Su voz se quebró.
—Lo sé.
—¿Qué vamos a hacer?
—Caminar aprisa, eso es lo que vamos a hacer. Y no miraremos