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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (63 page)

BOOK: Aníbal
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Aníbal levantó la mirada cuando el centinela abrió la tienda para dejar pasar a Antígono.

—Entra, Tigo, ¿Traes noticias buenas o malas? —Dirigió los ojos al rollo que el heleno tenía en la mano.

—Una mezcla de ambas. Sorprendentes, sobre todo. —Antígono saludó a Sosilos con una inclinación de cabeza, acercó un escabel a la mesa y se sentó. Aníbal parecía cansado y abatido; sin embargo, Antígono no hubiera podido decir qué era lo que le causaba esa impresión. Los ojos del estratega estaban tan despiertos y agudos como siempre.

—Se trata de Hannón.

Aníbal lo interrumpió con un gesto de la mano.

—Ya lo sé, si te refieres a su repentino entusiasmo por los bárcidas.

—Debí haberlo imaginado. Te has enterado a través de otros, claro. —Antígono miró el montón de rollos.

Aníbal se levantó, hizo a un lado el escabel, estiró los brazos hacia atrás y dio unos cuantos pasos a través de la tienda; parpadeó a la luz de las antorchas.

—¿Conoce Bostar algún motivo oculto?

—No. Sólo escribe que Hannón no se cansa de alabarte y de decir que eres el más excelso de todos los héroes, y cosas así. Bostar se pregunta qué tan en serio lo hace; pero no hace alusión al motivo de este cambio repentino de Hannón. Aníbal se encogió de hombros; fue al mismo tiempo un gesto de menosprecio y un síntoma de escalofríos.

—Yo te puedo decir el motivo —dijo cansado—. En todo caso, supongo que de eso se trata. Hannón nos alaba y celebra la victoria para que al Consejo no se le ocurra pensar que necesitamos apoyo o refuerzos.

Sosilos chasqueó la lengua. Antígono entrecerró los párpados y golpeó la mesa con el rollo.

—Me temo que otra vez tienes razón, amigo. ¿Cuáles son esas malas noticias de otras partes del mundo?

Sosilos suspiró desde el fondo de la tienda, pero no se movió de allí. Aníbal se mordió el labio inferior.

—Hay de todo, y todas malas. Comienzan con la flota, continúan en el lejano Este y terminan en Iberia.

Aníbal describió en pocas frases el panorama general. El heleno quedó nuevamente sorprendido de la buena red de informadores que el púnico podía utilizar incluso allí, en el helado norte de Italia. Algunos detalles dejaban entrever con claridad que Aníbal estaba en contacto con la mayoría de los soberanos helenos, o, como mínimo, con altos funcionarios de éstos.

La flota de Kart-Hadtha, compuesta sobre todo por los barcos construidos en Iberia y enviados a Libia al inicio de la guerra, había sido empequeñecida y debilitada aún más mediante divisiones, y al parecer había sido dejada en manos de hombres incapaces. Melite estaba perdida, una flota demasiado pequeña enviada a Lilibea había sido interceptada y derrotada por los romanos, una tercera flota, dispersada por una tempestad, había ocupado más bien por azar las intrascendentes islas lipáricas, una cuarta había realizado una expedición de saqueo en las costas del sur de Italia. Ninguna de esas flotas había tenido una fuerza mayor, en el mejor de los casos, a veinticinco barcos; ahora, más de la mitad de las naves estaban hundidas o en poder de los romanos; de acuerdo a los detalles, la capacidad de los diferentes almirantes y capitanes se correspondía perfectamente con la insensatez de toda la empresa.

Por lo visto, Aníbal había enviado varios escritos a las ciudades, ligas de ciudades e imperios helénicos, instándolos a poner fin a sus estúpidas rencillas, a que se pusieran de acuerdo para aprovechar la situación y recuperar las regiones ilirias y epeirotas conquistadas por Roma, y a apoyar, reforzar y llamar a un esfuerzo común a las ciudades helénicas de Italia y Sicilia. Todos los italiotas y siciliotas, antes libres e independientes, y dueños de la autonomía interna incluso en la época del dominio púnico, se encontraban ahora bajo el control romano, estaban obligados a pagar tributos a Roma y muchos tenían que resignarse a la presencia de tropas de ocupación romanas. Sólo Siracusa había conservado la independencia —como aliada de Roma—. Las respuestas a las proposiciones de Aníbal parecían, en general, esperanzadoras; o, en todo caso, eso es lo que dijo el estratega. Los hechos, sin embargo, decían algo muy distinto.

Ésta era la unidad helénica: Ptolomeo de Egipto y Antíoco de Siria se encontraban en guerra desde hacia tres años y medio; además, Antíoco tenía que combatir simultáneamente contra diversos levantamientos de gobernadores provinciales. Macedonia y sus aliados helenos estaban en guerra contra los etolios; en el mismo momento que el ejército de Aníbal cruzaba los Alpes, Filipo de Macedonia empezaba el suculento y devastador saqueo de Laconia.

Y, por último, los romanos dirigidos por el otro Cornelio habían desembarcado en Iberia; en lugar de reunirse con Asdrúbal, replegado en el sur, el gobernador de Aníbal al norte del Iberos, Bannón, había actuado con precipitación, arriesgándose a presentar batalla a pesar de contar con fuerzas muy inferiores a las romanas, y había perdido todos los territorios del norte del Iberos, todos los almacenes de provisiones, la mitad de sus tropas, los rehenes de las tribus ibéricas y la ciudad de Kissa, donde se encontraban los bagajes dejados por el ejército de Aníbal.

Más tarde, cuando el gris del cielo empezaba a teñirse de negro, Sosilos se acercó a la cabaña de madera que Antígono compartía con Asdrúbal el Cano y Memnón.

—Tú que eres su amigo deberías saberlo —dijo el lacedemonio en voz baja, de modo que únicamente Antígono pudiera escucharlo—. No se lo ha dicho a nadie, yo lo leí por casualidad, mientras revolvía las cartas buscando otra cosa que tenía que copiar. —Suspiró—. Tras el desembarco de los romanos en Iberia, Himilce y el pequeño Amílcar cogieron un barco que se dirigía a Kart-Hadtha en Libia. El barco iba en un grupo de siete naves, una pequeña flota que llevaba noticias y plata. Uno de los barcos cargados con plata llegó a su destino. Los otros se hundieron. Con su mujer y su hijo.

Antígono se envolvió en su manto, cogió un ánfora de vino sirio y salió de la cabaña. La nieve caía siseando en las hogueras de los guardas y mezclándose con la humedad salada que cubría el rostro del heleno.

En la tienda del estratega ya casi se había consumido la última antorcha. Aníbal yacía estirado sobre las esteras, cubierto por su manto, tenía la mirada fija en el techo de la tienda.

Antígono se quedó en Italia con el ejército. Varias razones de diferente peso lo impulsaron a ello. Por una parte, la certeza de ser parte de una empresa como jamás se había visto hasta entonces. También estaba la segunda carta de Bostar, que lo tranquilizaba respecto a la situación de Kart-Hadtha y los asuntos del banco; su presencia en la metrópolis púnica era deseada pero no indispensable. Además, el viaje no era seguro; mensajeros iban y venían llevando noticias en clave, pero sin saber a ciencia cierta si llegarían a su destino; y esto no cambiaría hasta que los púnicos dispusieran de un puerto seguro en Italia y su flota se encontrara en mejores condiciones. Por último, estaba la curiosidad del comerciante, quien veía en un país nuevo la posibilidad de nuevos productos y mercados.

Por otra parte, aquí podía ser más que útil; Aníbal le había pedido que se quedara, como amigo y como estratega. Los conocimientos de Antígono y su habilidad en cuestiones de organización y abastecimiento descargaban de obligaciones a Asdrúbal el Cano, quien era también uno de los mejores oficiales de Aníbal.

Cuando terminó el invierno ocho elefantes seguían con vida, entre ellos Surus. El campamento se llenó de guerreros celtas; Aníbal y Asdrúbal el Cano tomaron en sus manos la tarea de preparar e integrar en el ejército a estos nuevos hombres, mientras los demás oficiales salían con pequeñas tropas para atacar fortificaciones romanas y vigilar las carreteras.

Los príncipes celtas rogaron a Aníbal que avanzara hacia el sur y atacara a la misma Roma. Además de consideraciones estratégicas que Antígono se negaba a aceptar sin poner algunos reparos, los movía la aversión a la perspectiva de ver a su país convertido en campo de batalla durante los próximos años. Aníbal, que de todas maneras tenía que avanzar hacia el sur si quería romper el sistema de aliados y vasallos de Roma, dejó que los príncipes celtas le endulzaran la partida con la promesa de enviarle regularmente provisiones, y también soldados.

Las cosas que contaban de Roma los informantes y espías siempre producían grandes carcajadas en las reuniones de oficiales. A diferencia de en Kart-Hadtha, donde la importancia de los templos venía disminuyendo paulatinamente desde hacia un siglo, en Roma el gobierno se veía estorbado por una maraña de oscuras supersticiones. Los oficiales de Aníbal, que, al igual que el estratega, adoraban a los mil dioses de sus soldados para no intranquilizar a los hombres, confiaban en sus aptitudes y no en designios divinos. Les parecía más que extraño que el enemigo, cuya fuerza combativa era respetada por todos y cuyas reservas de hombres capaces de luchar, riquezas y ciudades producían temor a todos, se confiara a las entrañas de animales sacrificados o a las inextricables líneas trazadas por el vuelo de las aves. Y que el miedo se cerniera sobre el país, miedo no a las armas púnicas, sino a los poderes ocultos y sus terribles augurios: en Sicilia se habían puesto al rojo las puntas de las lanzas de algunos oficiales, y en Sardonia, el bastón de mando de un oficial; brillantes fuegos habían iluminado las costas; dos escudos habían sudado sangre; en Praeneste habían caído piedras ardientes del cielo, en Capena habían brillado dos lunas el mismo día; de las fuentes de Caere había manado agua con sangre; en Antium se habían cosechado espigas sangrientas; en la Vía Apia la estatua de Marte y las de los lobos romanos se habían humedecido de sudor; a las cabras les había crecido lana; un gallo se había convertido en gallina (o a la inversa); debido a todos estos espantosos sucesos el Senado había consagrado al dios Júpiter un rayo de oro de cincuenta minas de peso y había celebrado todo tipo de fiestas para aplacar a los dioses. Gneo Servilio Gémino, uno de los nuevos cónsules, había organizado todo esto de la manera debida. Y había reclutado nuevas tropas.

El otro cónsul, Cayo Flamini, había emprendido la marcha hacia el norte con nuevas unidades, para reunir a los soldados dispersos durante el invierno; gracias a la ayuda de los aliados latinos, su ejército constaba de treinta mil soldados de a pie y tres mil jinetes. Hacia el final de la primavera el ejército del cónsul Servilio empezó a marchar hacia el norte, a través de la carretera que iba de Roma, en la costa occidental de Italia, hasta el puerto de Ariminum, en la costa oriental.

Una vez que los dos ejércitos consulares —en conjunto casi setenta mil hombres— hubieron llegado al norte de Italia, Aníbal hizo desmontar el campamento y ordenó la partida para la mañana siguiente. Por la noche los oficiales más importantes se reunieron en la celda del estratega; al igual que los demás, Antígono estaba convencido de que se intentaría dejar fuera de combate a uno de los dos ejércitos romanos y tomar por asalto las fortificaciones que se levantaban junto a la carretera.

—¿Cuándo nos ponemos en marcha? —Magón estiró los brazos y los arqueó lentamente frente a su pecho, como si quisiera estrangular a un hipopótamo.

—Mañana —dijo Aníbal sin levantar la mirada de los mapas. Las carreteras romanas, las fortificaciones, las montañas, todo aparecía en los papiros. El estratega hizo una señal a Sosilos—. Lee, amigo.

El lacedemonio carraspeó.

—Iberia —dijo en tono sombrío—. Terminado el consulado de Publio Cornelio Escipión, el Senado ha decidido extender su mandato y, además, le ha otorgado el mando supremo de Iberia. Le han entregado treinta nuevas penteras, todos los barcos de transporte que pueda necesitar y ocho mil hombres, y pronto se pondrá en marcha. De Asdrúbal sólo sabemos que ha construido nuevos barcos y reclutado nuevas tropas.

Muttines murmuró algo ininteligible y dio un empujón a Maharbal.

—Señor —dijo el jefe de caballería—, comprendemos que ésta es una mala noticia. Pero ya sabíamos que Roma disponía de suficientes hombres como para luchar en ambos frentes. —Sonrió sin ninguna alegría—. Como nosotros. ¿Qué haremos mañana?

Aníbal levantó por fin la mirada; tenía los ojos enrojecidos. Antígono sabia que el estratega llevaba varios días sin dormir; había recorrido los alrededores, interrogado a campesinos y hablado con exploradores, había despachado mensajes, leído y escrito cartas, dirigido la preparación de las tropas y los ejercicios de combate.

—No me mires con esa cara de preocupación, Tigo. —Aníbal hizo un guiño—. He pedido a Sosilos que os informe de la situación de Iberia para mostraros ciertas semejanzas con la nuestra. Gneo Cornelio está en el norte de Iberia; nosotros estamos en el norte de Italia. Su hermano le llevará refuerzos; Asdrúbal no puede enviarnos nada. Los dos Cornelios cruzaron el Iberos y avanzarán hacia el sur, y mañana nosotros marcharemos también hacia el sur. Sólo allí podremos sacudir los cimientos del dominio romano. Nuestra única esperanza estriba en aislar a los aliados y vasallos de Roma, y eso sólo podremos hacerlo en sus territorios.

Monómaco se pisé un pie con el otro; parecía sentir cierto malestar.

—Señor, eso ya lo hemos discutido muchas veces y todos sabemos que es así. ¿Qué desagradables novedades ocultas tras esta repetición?

Aníbal observó a su gigantesco oficial.

—Ya lo sospechas, ¿verdad? Tenemos que ir al sur. Servilio ha bloqueado la carretera que parte de Ariminum; además, ésta está defendida por fortificaciones. Sería una locura querer abrirnos paso por allí. De modo que queda excluida la excelente carretera que atraviesa Umbría. —El índice del estratega describió sobre el mapa un arco que iba desde el sur de la desembocadura del Padus hacia el suroeste, hacia Roma—. Al Oeste de esta carretera, prácticamente al sur de donde estamos ahora, está Etruria, la segunda ruta posible. Flaminio se ha puesto en marcha hacia allí después de reunir a todos los hombres que ha podido; está en condiciones de bloquear todos los caminos y pasos.

—¿Todos? —Asdrúbal el Cano arrugó la frente.

Aníbal asintió.

—Exacto; todos los que él cree transitables. Así que marcharemos por uno que a él deba parecerle intransitable. —Volvió a señalar el mapa—. El cauce de este río, aquí, a través de los Montes Apeninos, hacia la región de los magelios, casi directamente hacia el sur, por el curso superior del río llamado Arnus. Nuestro destino es un lugar llamado Faesulae.

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