De pronto volvieron a llegar caravanas; en el transcurso de dos lunas se triplicaron las recaudaciones de las aduanas terrestres y portuarias. Masinissa envió una embajada. Los nuevos jueces aplicaron duras sanciones a los funcionarios sobornados; se confiscaron fortunas. El comercio marítimo volvió a prosperar; la enterrada, desvastada, malgastada, olvidada riqueza volvió a brillar en la antigua ciudad, que aún poseía a los comerciantes más astutos y a los mejores artesanos de la Oikumene, y cuyos fértiles campos pronto volvieron a entregar excedentes; y era una riqueza gigantesca. Antígono calculaba que cuando acabara el periodo de sufetes de Aníbal y Bonqart, la ciudad seria capaz de pagar a Roma en una sola entrega los ocho mil ochocientos talentos de plata restantes. Roma, un Estado armado hasta los dientes, pero perturbado y formado por una población hambrienta, Macedonia, siempre disgregándose, las ciudades y Estados helenos como Pérgamo, el rico Egipto, estremecido por disturbios, incluso el seléucida Antíoco, que volvía a avanzar en el Egeo, dirigían la mirada hacia Kart-Hadtha, enviaban embajadas y extendían el comercio. Siete años atrás la ciudad había sido la dueña del mar y la potencia más fuerte del Oeste de la Oikumene; a pesar de las guerras, derrotas y pérdidas de territorio, Kart-Hadtha era otra vez la más importante y sólida potencia económica.
Aníbal, quien ahora también en la paz era el Asombro del Mundo, había dado nueva vida a la ciudad y a algo más. Elisa estaba encinta. Pero el milagro, realizado en pocas lunas, exigió como precio la tranquilidad. Aníbal y Bonqart, con ayuda de la Asamblea Popular y los nuevos jueces, echaron abajo la tenaz resistencia de los ricos y el Consejo, quienes habían impuesto que también los sufetes sólo podrían ser elegidos por un año y una sola vez. No habría reelección; todo lo que tenían proyectado debían realizarlo en el transcurso de ese año. A todas las horas del día y de la noche el palacio de Megara pululaba de mensajeros, embajadores, colaboradores, funcionarios, peticionarios… Kart-Hadtha era un floreciente hervidero, mientras Roma padecía, Iberia comenzaba la siguiente insurrección, los celtas del norte de Italia continuaban la guerra, en el Alto Egipto estallaba un levantamiento contra el joven Ptolomeo y Antíoco cruzaba el Helesponto para volver a levantar el imperio de Alejandro también en Occidente.
Antígono visitó a Elisa la víspera de su partida; ella quería dar a luz al hijo de Aníbal en la finca de Byssatis, no en el barullo y vértigo de Kart-Hadtha.
—Los viejos lobos están sacando los dientes —dijo Elisa—. Me temo que en algún momento les llegará su turno. Tigo, tengo miedo. Todo va demasiado rápido, demasiado bien, demasiado maravilloso. Y esto. —Se puso la mano sobre la barriga, donde empezaba a notarse una curva.
—Intentaré cuidar de él.
Ella asintió moviendo la cabeza lentamente.
—Si pudieras hacerlo…
Pero no llegó la hora de los lobos. Llegaron dos cartas de Roma, en un bote rápido; llegaron un día antes que el gran barco de guerra romano que trajo a los emisarios. Una carta era de Sosilos el Traidor, quien tras la última batalla se había ido con Escipión. La otra carta era de Torcuato, un escritor romano que recordaba las buenas maneras. Ambas estaban dirigidas a Antígono; cartas dirigidas al sufete Aníbal no hubieran podido salir de Roma. Ambas acusaban a Publio Cornelio Escipión de un honroso crimen por el cual él, el vencedor de Naraggara y
príncipes
del Senado romano, merecía gloria eterna. Escipión había hecho llamar a Sosilos y Torcuato, les había pedido, como de paso, información sobre la salud de Aníbal, de la que ellos sabían menos que el romano, había sostenido un oscuro monólogo sobre el bote correo de alquiler visto en Ostia y había hablado, casi para si mismo, de Asdrúbal el Carnero, quien había acudido a Roma con quejas contra el sufete: Aníbal estaría planeando unirse con Antíoco y hacer la guerra contra Roma. Naturalmente, había murmurado luego Escipión, él sabía que todo eso era absurdo y se había opuesto al Senado, pero finalmente, y contra su voluntad, se había decidido que Roma pidiera a Cartago la extradición de Aníbal y de su amigo y banquero Antígono.
Un día después del arribo del bote correo llegó el barco de guerra de la loba romana, y le tocó el turno a Asdrúbal: empezó la hora del Carnero.
EpílogoELISA, HIJA DE BUDUN, ESPOSA DE ANÍBAL
A ANTÍGONO, HIJO DE ARÍSTIDES,
SEÑOR DEL BANCO DE ARENA
Guardián de los Tesoros, Protector de los Rayos, Amigo de todos los Amigos, oh Tigo: Aníbal me ha escrito diciendo que todo va estupendamente. Aquí, en el campo, la vida es tranquila y feliz; la gente trabaja cantando. Sé qué Aníbal y Bonqart hicieron milagros con los gremios y la Asamblea Popular, que las nuevas leyes sólo pueden ser derogadas por la Asamblea Popular, que ni siquiera un sufete llamado Asdrúbal el Carnero puede volver a estancar el río liberado. El campo es muy agradable, Daniel me distrae con sus charlas maliciosas; me ha dicho que envíe recuerdos a ese viejo alcornoque meteco, ¿a quién se habrá referido?
Pero a medida que el niño crece en mi vientre, se multiplican los malos sueños. Oh Tigo, sueños de sangre y decadencia. No todas las noches, pero muy a menudo, demasiado a menudo. ¿Acaso tú, que has viajado tanto y has vivido en tantos países y épocas, sabes interpretar esos sueños? Un barco anclado junto la orilla que se llena de sangre y, sin embargo, no se hunde; una tempestad que se desata sobre el desierto y se acerca cada vez más, hasta que veo que está formada por serpientes monstruosas y despierto gritando; un león saliendo de un fuego que todo penetra; una pared de agua que llega hasta el cielo y arrastra todas las escaleras y escalas salvadoras. Miedo, Tigo; tengo miedo, y sin embargo debería estar celebrando las maravillas del campo y de mi vientre.
Tres lunas más, y aparte de los sueños no hay ningún trastorno. ¿Vendrás cuando el niño esté aquí, Tigo? Hijo o hija, es igual, tu mano tiene que posarse sobre la cabeza del pequeño, como lo hizo sobre la de Aníbal. Sé qué le prometiste a Kshyqti, y también sé que no soy digna de llevar las joyas de Kshyqti que Aníbal me ha reglado. Pero te quiero y te agradezco los años de amistad que le has dado a él y a los otros, y te pido que también quieras y protejas a este futuro niño.
Escríbeme diciendo si vas a venir, Y si sabes interpretar los sueños. Y cuídate.
Elisa
D
iez días sin escribir ni una sola palabra, diez días sin dictar ni una sola palabra a la cretense. Diez días de reflexión, diez atardeceres de bebida, diez noches de tristeza. Bomílcar me ha ayudado durante los días y atardeceres, Corina en las noches. Es extraño que algo sepultado en la memoria, algo ya perdido, llorado y aceptado, pueda volver a emerger y morder y desgarrar el hígado como un buitre; que lo muerto se levante, conjurado por objetos inertes.
Bomílcar me ha despertado esos recuerdos; lo bendigo, alabo, reprocho y maldigo. Deben haber recorrido un extraño camino, los dos objetos. Un esclavo los ocultó al morir Aníbal, salvándolos de los romanos y del rey Prusias; en el caos de la guerra entre el hijo de Prusias, aliado con Pérgamo y Capadocia, contra Farnaques de Ponto, el último sirviente de Aníbal consiguió sacar de Lybissa la carta y la espada, y llevarlas a Karjedón y Bizancio, y de allí a Peía, donde los entregó a un comerciante que me conocía y que guardó los objetos, pues no sabia dónde me encontraba. El esclavo murió en Peía. Y ahora, dos años después de la muerte de Aníbal, Bomílcar me ha traído todo.
Antígono Karjedonio, antiguo señor del Banco de Arena de Karjedón.
Oh Tigo, te escribo muy de prisa. He cogido el frasco que llevo al cuello; pronto besaré a Elisa por última vez. No sé a qué esperan los criados de Prusias y los acompañantes de los romanos. Tito Quinto Flaminio ha exigido en Nicomedea la extradición de un anciano.
Siete salidas subterráneas, hacia el mar y las montañas, y en todas brillan antorchas. Quiero poner fin al enorme temor de los romanos, que no son capaces de esperar ver morir en paz a un hombre viejo.
Oh Tigo, el largo día termina y comienza la noche de la que nadie regresa. Si dividiera mi vida en las horas de un día, tú estarías conmigo en todas las horas. Ha sido un buen día, no pasó en vano. Sólo los pobres de espíritu se lamentan por lo que no se podía alcanzar.
Nunca podré darte las gracias. Dale la espada a alguien que pueda empuñarla. Un abrazo.
Sólo las señas, incompletas, estaban en heleno; el resto, en púnico.
Mucho, mucho tiempo he contemplado la luna solitaria que entró en creciente la noche pasada. El mar brilla y se encrespa; sal penetra en las habitaciones. Hoy he preparado todo, he dispuesto todo, he aclarado todo lo turbio. Aristófanes de Bizancio, señor de la gran biblioteca, ha recibido los rollos escritos y los colocará en la sección correspondiente a Karjedón cuando estén terminadas las dos copias que ha mandado redactar. Cuando el último rollo esté escrito, Corina recibirá cien talentos y será libre. La casa, los negocios, los almacenes, los barcos, las casas en otras ciudades se las dejaré a los hijos de Memnón, que durante los dos últimos años han sido nietos extraordinarios y encantadores; padres de mis bisnietos, el mayor de los cuales tiene ya trece años. Quinientos talentos de plata en monedas de oro nos acompañarán a Bomílcar y a mi en el largo viaje, a nosotros dos y a la buena y última tripulación del último
Alas del Céfiro
. Navegaremos río arriba por el Nilo, hacia la miserable Kush, de allí seguiremos con arrieros de asnos, cruzando el desierto occidental y las montañas. Aristón nos espera bajo las estrellas del sur, en la sofocante jungla. Su reino, conquistado con la otra espada, la última, toca el sur del océano. Todavía habrá un puerto, una casa y vino en la playa, sal y olas. Luego vendrá la noche.
No obstante, no quiero dejar esta extensa obra sin un final adecuado. Los fragmentos escritos durante muchos años, las notas sin terminar, las cartas guardadas, todo lo he mejorado y completado con la ayuda y las bromas de Corina. En la obra se habla demasiado de una persona sin importancia llamada Antígono, de un presuntuoso comerciante y banquero cuyas alegrías y penas no interesan a nadie. Muy poco de Amílcar el Rayo y Asdrúbal el Bello; demasiado poco de Aníbal.
Lo que pensaba al principio, añadir el relato de mi juventud, es ahora ocioso y superfluo. Son acontecimientos de otra época, y fueron vividos por un hombre joven al que hace mucho tiempo que ya no conozco.
La carta, la espada, los recuerdos, despertados con la escritura, de la fortuna de la otra vez grande Kart-Hadtha, del más grande de todos los sufetes, de la preciosa Elisa y el crepúsculo de la hora del Carnero: juntos me entumecen la lengua y la pluma. Describir a fondo los acontecimientos sucedidos desde entonces hasta la muerte de Aníbal requeriría otros cien rollos de papiro, muchos días y más fuerza de la que poseo después de esta conmoción y entumecimiento. Doce años transcurrieron entre el final de la Primera Guerra Romana y la muerte de Amílcar, doce años entre la toma de Zakantha y la muerte de Asdrúbal en la batalla de Metauro; otros doce años, no menos intensos, han transcurrido desde la huida de Aníbal de Kart-Hadtha y su muerte en Lybissa. Doce años de proyectos de un gran hombre; proyectos grandes y realizables que se frustraron al chocar contra la fútil pequeñez de los reyes Antíoco y Prusias; doce años de lucha contra los bárbaros y sus cabecillas consulares y senatoriales, cabecillas de ladrones. En el país de los gálatas, un año después de la gran batalla del monte Sipylos, mataron a los hombres, violaron mujeres, pasaron a cuchillo a viejos y niños; dejaron con vida a una quinta parte de la población, y esas cuarenta mil personas fueron esclavizadas; las viejas ciudades reales, que los celtas gálatas no habían tocado, los palacios de Kroisos y Kyros, los templos de mil dioses, fueron destruidos y saqueados, como también lo fue ese mismo año la antigua y venerable Ambracia jónica. Y yo ni siquiera poseo una copia de la carta que Aníbal me mostró antes de enviarla a los rodios, aliados de Roma. Era una carta extremadamente sarcástica y punzante; reprochaba a los rodios su falta de lógica y les aconsejaba que, si querían que la Oikumene y ellos mismos se fueran a pique, en lugar de cerrar un tratado con los asesinos hijos de la loba sarnosa, debían hacerlo con todos los escorpiones, chacales, torpedos y murenas, las montañas escupefuego y los terremotos, las mareas y el granizo que azotan las cosechas, y todo lo que existe en el cosmos como encarnación de la barbarie y la infamia.
Si no fuera un viejo comerciante, sino un escritor refinado, reinventaría esa carta y la escribiría como clave y cifra de la vida de Aníbal, más o menos como Sosilos escribió el discurso de Aníbal a los hoplitas libios que habían saqueado una tienda en una ciudad itálica amiga. Sosilos escribió algo así: «Oh atrevidos héroes, audaces guerreros, los más valientes entre los valientes, indomables vencedores de las legiones, reflexionad y pensad que en esta elevada contienda necesitamos amigos que nos abran las puertas y los graneros para que podamos saciar nuestro hambre. Los nobles héroes agradecen esa amistad con un comportamiento decente y cortés. Como vuestro estratega, os ordeno y mando que de ahora en adelante abandonéis vuestras conductas innobles». Aníbal había ordenado efectivamente que los cuatro soldados devolvieran todo lo obtenido en el saqueo, dejaran la tienda como estaba antes y pagaran los daños de sus propias soldadas; luego añadió, dirigiéndose a los cuatro hoplitas y a todos los presentes: «La próxima vez que alguno de vosotros, culos de rata, no pueda tener los dedos quietos, lo azotaré y colgaré con mis propias manos».
Nada de eso. Absolutamente nada. Doce años, desde el año cincuenta y dos hasta el sesenta y cuatro de su vida. Lo que Aníbal proyectó y realizó en ese tiempo hubiera bastado a un hombre más pequeño que él para alcanzar la inmortalidad; en la historia, que pronto sólo será redactada por escritores romanos en toda la Oikumene, desde su punto de vista y con sus horribles instrumentos, todo esto empalidecerá ante las cosas que el mismo Aníbal hizo antes. Pero el señor de la gran biblioteca, Aristófanes de Bizancio, me ha instado a intentar, por lo menos, un breve resumen, para que mi obra no quede demasiado incompleta.
Hablaré con rapidez; Corina y Bomílcar se turnarán para escribir. Mucho vino, que avive la memoria y, al mismo tiempo, amortigüe los dolores del recuerdo. Dentro de dos noches habrá luna llena; dicen que el día siguiente a la luna llena es el día propicio para viajar.