Ana Karenina (66 page)

Read Ana Karenina Online

Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

BOOK: Ana Karenina
12.37Mb size Format: txt, pdf, ePub

Las hermanas y las amigas no eran las únicas en observar con interés los menores incidentes de la ceremonia; había allí personas extrañas que retenían el aliento por temor de que les pasase inadvertido un solo movimiento de los recién casados, y que contestaban con enojo a las bromas y palabras ociosas de los hombres.

—¿Por qué estará tan conmovida? ¿La casan contra su gusto?

—¿Contra su gusto, siendo tan buen mozo el novio? ¿No es príncipe?

—Aquella del vestido de seda blanco es su hermana. Escucha al diácono cómo aúlla diciendo que «tema a su esposo».

—¿Son los chantres de Chúdov?
[48]
.

—No, del Sínodo.

—He preguntado a un sirviente, y me ha dicho que el marido se la lleva a sus tierras. Creo que es riquísimo, y por eso la casan.

—Es una buena pareja.

—¿No decía usted, Maria Vlásievna, que ya no llevaban miriñaques? Pues vea usted aquella señora, esposa de un embajador, según aseguran, cómo va arreglada.

—¡Qué guapa está la novia, y qué pura, una ovejita inmaculada! Digan lo que digan, da lastima una mujer, cuando se casa. ¿Qué será de ella?

Así hablaban las espectadoras que habían tenido la suerte de traspasar el umbral del templo.

VI

E
N
aquel momento, uno de los oficiantes fue a extender en medio de la iglesia una pieza de tela de color rosa; mientras que el coro entonaba un salmo de difícil y complicada ejecución, el sacerdote hizo señas a los casados, indicándoles aquella especie de alfombra.

Ambos conocían la preocupación según la cual aquel de los dos esposos cuyo pie la tocase primero llegaría a ser el verdadero jefe de la familia; pero ni Lievin ni Kiti la recordaron ni tampoco hicieron aprecio de las observaciones de las personas que los rodeaban: si había sido él, el que había pisado primero, o lo habían hecho los dos a la vez. Después de las preguntas habituales respecto a si querían contraer matrimonio y no lo habían prometido a otros, y de las respuestas que tan extrañas les sonaban, comenzó otra ceremonia religiosa. Kiti escuchó las oraciones, procurando comprenderlas sin poder conseguirlo; pero cuanto más avanzaba la ceremonia, más triunfante era la alegría que se desbordaba en su corazón, impidiéndola fijarse en nada.

Se rogó a Dios «para que los esposos tuviesen el don de la sabiduría y una numerosa posteridad»; se recordó «que la primera mujer se había formado de una costilla de Adán»; «que la mujer debía abandonar a sus padres para no constituir sino una persona con su esposo»; y se pidió a Dios «que los bendijera como Isaac, Rebeca, Moisés y Séfora, permitiéndoles ver sus hijos hasta la tercera y la cuarta generación». «¡Qué hermoso es todo esto!», pensaba Kiti oyendo la oración. «Así será, no puede ser de otra manera.» Y su sonrisa de felicidad, que iluminaba su rostro conmovido, involuntariamente se transmitía a todos los que la miraban.

Cuando el sacerdote presentó las coronas, y Scherbatski, con sus guantes de tres botones, sostuvo tembloroso la de la novia, le aconsejaron todos a media voz que la encajara bien en la cabeza de Kiti.

—Póngamela usted —murmuró la joven, sonriendo.

Lievin volvió la cabeza, y al ver su rostro radiante de alegría, se juzgó feliz como ella.

Ambos escucharon, con la alegría en el alma, la lectura de la epístola y la voz monótona del diácono en el último versículo, muy apreciado del público extraño, que lo esperaba con impaciencia. Después bebieron con gusto el agua y el vino tibios en la copa, y siguieron casi alegremente al sacerdote cuando les hizo dar la vuelta alrededor del pupitre, teniendo las manos en las suyas. Scherbatski y Chírikov iban en pos de los recién casados, sosteniendo las coronas y sonriendo también, porque tropezaban a cada paso con la cola del vestido de la novia. La alegría de Kiti parecía comunicarse a toda la concurrencia; y Lievin estaba convencido de que el diácono y el sacerdote sufrían el contagio como él.

Retiraron las coronas, el sacerdote leyó los últimos versos, felicitando a la joven pareja. Lievin miró a Kiti y creyó no haberla visto jamás tan hermosa; quiso hablar, pero se detuvo, temiendo que la ceremonia no hubiese terminado aún.

—Puede besar a su esposa… y usted también puede besar a su esposo.

Al pronunciar estas palabras, tomó el cirio de las manos de cada uno de los esposos.

Levin besó a Kiti delicadamente, cogió su brazo y salió de la iglesia dominado por la nueva y extraña impresión de que acababa de unirse con ella de pronto.

No había creído hasta entonces en la realidad de lo que estaba viendo, y no comenzó a dar fe hasta que sus miradas de asombro se encontraron; entonces comprendió que los dos no formaban realmente más que uno.

En la misma noche, después de cenar, los jóvenes esposos marcharon al campo.

VII

V
RONSKI
y Anna viajaban juntos por Europa hacía tres meses; habían visitado Venecia, Roma y Nápoles, y acababan de llegar a una pequeña ciudad italiana, donde se proponían permanecer algún tiempo.

Un respetable mayordomo de hotel, con el cabello muy brillante y dividido por una raya que partía del cuello; con su traje negro, que hacía resaltar más la ancha pechera de su camisa, y los dijes del reloj sobre el redondeado vientre, contestaba con desdén, sin sacar las manos de los bolsillos, a las preguntas que le dirigía un caballero.

De pronto resonaron pasos en la escalera al otro lado del zaguán; el brillante mayordomo volvió la cabeza, y al ver al conde ruso, que ocupaba la mejor habitación de la casa, sacó las manos respetuosamente de los bolsillos y dijo a su huésped, saludando, que el correo había venido para anunciar que el intendente del palacio que se trataba de contratar consentía en firmar el contrato.

—Muy bien —contestó Vronski—. ¿Está la señora en casa?

—La señora había salido, pero acaba de entrar —replicó el mayordomo.

Vronski se quitó el sombrero de anchas alas, enjugó el sudor de su frente y sus cabellos echados hacia atrás para ocultar la calvicie, y después quiso pasar, dirigiendo una mirada distraída al desconocido, que lo contemplaba silenciosamente.

—Este caballero es ruso y pregunta por usted —dijo el mayordomo.

Vronski volvió la cabeza, enojado porque no podía evitar los encuentros, aunque satisfecho de hallar una distracción cualquiera; sus ojos y los del extranjero parecieron iluminarse de pronto.

—¡Goleníschev!

—¡Vronski!

Era efectivamente Goleníschev, un compañero de Vronski en el cuerpo de pajes; pertenecía al partido liberal, y había obtenido un grado civil, sin ninguna intención de entrar en el servicio. Desde su salida del cuerpo no habían vuelto a verse más que una vez.

Vronski, juzgando por la conversación que tuvieron en su último encuentro, creyó comprender que su antiguo compañero, atendidas sus opiniones avanzadas, despreciaba la carrera militar, y en su consecuencia lo había tratado fríamente y con altivez; Goleníschev se mostró indiferente; pero ni uno ni otro tuvieron deseos de volver a verse. Sin embargo, los dos profirieron un grito de alegría al encontrarse allí: tal vez Vronski sospechó que la causa del placer que experimentaba al ver a Goleníschev se debía a su profundo aburrimiento; pero el caso es que olvidando el pasado, le ofreció la mano, mientras que la expresión inquieta de la fisonomía de Goleníschev desapareció sustituyéndola otra de satisfacción.

—¡Celebro encontrarte! —exclamó Vronski, con amistosa sonrisa.

—Me han dicho tu nombre, pero no sabía si eras tú; me alegro mucho de verte…

—Pero entra. ¿Qué esperas aquí?

—Hace un año que vine. Ahora trabajo.

—¿De veras? —repuso Vronski con interés—. Vamos, entra.

Y según la costumbre propia de los rusos de hablar en francés cuando no quieren que sus criados se enteren, replicó en dicho idioma:

—¿No conoces a la señora Karénina? Ahora viajamos juntos y voy a visitarla.

Así diciendo, Vronski miraba atentamente a Goleníschev.

—¡Ah!, lo ignoraba —contestó este con indiferencia, aunque lo sabía muy bien—. ¿Hace mucho tiempo que estás aquí?

—Hace tres días —replicó Vronski, observando siempre a su compañero.

«Es un hombre bien educado, que ve las cosas desde el verdadero punto de vista», pensó Vronski, interpretando favorablemente la delicadeza con que Goleníschev había eludido las explicaciones.

Desde que viajaba con Anna, Vronski había experimentado la misma vacilación cuando tenía algún encuentro, aunque generalmente los hombres habían comprendido su situación «como debían comprenderla». Con dificultad hubiera dicho Vronski lo que entendía por esto. En el fondo, estas personas no trataban de comprender, y mostrábanse discretas, absteniéndose de alusiones y preguntas, como lo hacen los que están bien educados ante una situación delicada y espinosa.

Goleníschev era uno de esos hombres, y cuando Vronski le hubo presentado a Anna, este quedó doblemente satisfecho del encuentro, pues el proceder de su amigo era tan caballeroso como se podía desear.

Goleníschev no conocía a Anna, cuya belleza y sencillez le llamaron la atención, agradándole sobre todo el rubor que coloreó sus mejillas al ver entrar a los dos hombres, no menos que la naturalidad con que abordó la situación, llamando a Vronski por su nombre familiar, y diciendo que iban a instalarse en una casa, a la cual daban el nombre de palacio; y todo esto con la sencillez de una persona que quiere evitar asperezas ante un extraño.

Goleníschev, que conocía a Alexiéi Alexándrovich, no pudo menos de dar la razón a aquella mujer joven, vivaz y llena de energía; admitió, cosa que Anna no comprendía muy bien, que pudiera ser feliz y estar alegre después de abandonar a su esposo y a su hijo, perdiendo su buena reputación.

—Ese palacio está indicado en la guía —dijo Goleníschev—, y allí verán ustedes un magnífico cuadro de Tintoretto de su última época.

—Hagamos una cosa —propuso Vronski, dirigiéndose a Anna—, volvamos a verle.

—Con mucho gusto; voy a ponerme el sombrero. ¿Hace calor? —preguntó a Vronski desde la puerta, ruborizándose de nuevo.

Vronski comprendió que Anna, no sabiendo quién era Goleníschev, se preguntaba si había procedido como debía.

—No hace mucho calor —contestó Vronski, fijando en su amada una mirada profunda.

Anna adivinó que Vronski estaba satisfecho, y contestándole con una sonrisa, salió con su gracioso paso.

Los dos amigos se miraron con cierta cortedad; Goleníschev, como hombre que quisiera expresar su admiración sin atreverse a ello; Vronski, como aquel que desea un cumplido y lo teme.

—¿Conque vives aquí? —preguntó Vronski, para dar principio a la conversación—. ¿Te ocupas siempre de los mismos estudios?

—Sí, ahora escribo la segunda parte de
Los dos principios
—contestó Goleníschev, muy halagado por aquella pregunta—, o mejor dicho, preparo y reúno mis materiales. Esta parte será mucho más extensa que la primera, pues en Rusia no se quiere comprender que somos los sucesores de Bizancio…

Y comenzó una larga y acalorada disertación.

Vronski se mostró confuso por no saber nada de aquella obra, de la cual hablaba su autor como de un libro conocido, y a medida que Goleníschev desarrollaba sus ideas, se interesó en el asunto, aunque observaba con sentimiento la agitación nerviosa que se apoderaba de su amigo; sus ojos se animaban al refutar los argumentos de sus adversarios y su semblante tomaba una expresión irritada.

Vronski recordó las cualidades de su amigo cuando estaba en el cuerpo de pajes; era entonces un joven de escasa talla, delgado, vivaz, de sentimientos elevados, y siempre el más distinguido en su clase. ¿Por qué había llegado a ser tan irritable, y, sobre todo, por qué siendo un hombre de la mejor sociedad, se ponía al nivel de los escritorzuelos de profesión, que le apuraban la paciencia? Vronski compadecía casi a su amigo.

Goleníschev enfrascado en su tema, no observó siquiera la entrada de Anna, que con traje de paseo y la sombrilla en la mano se detuvo junto a los dos amigos. Vronski se alegró de poder separar la vista de la mirada fija y febril de su interlocutor, para contemplar con cariño el gracioso talle de Anna.

No sin alguna dificultad, consiguió Goleníschev recobrarse de su excitación; pero Anna consiguió distraerlo muy pronto, conduciéndolo poco a poco a discutir sobre la pintura, de la cual habló como inteligente. Así llegaron hasta el palacio.

—Una cosa me seduce sobre todo en nuestra nueva instalación —dijo Anna al entrar en su domicilio—, y es que tendrás un buen taller.

Tuteaba a Vronski en ruso delante de Goleníschev, a quien consideraba ya como un futuro amigo íntimo en la soledad en que vivían.

—¿Te ocupas de pintura? —preguntó Goleníschev, con viveza, a Vronski

—He pintado mucho en otro tiempo, y ahora he vuelto a familiarizarme con ella —contestó Vronski, sonrojándose.

—Es un verdadero talento para ese arte —exclamó Anna con entusiasmo—; yo no soy buen juez, pero los entendidos lo afirman.

VIII

A
QUEL
primer periodo de libertad moral, después de recobrada la salud, fue para Anna una época de exuberante alegría; y los recuerdos desgraciados de los cuales había sido causa no la amargaban. ¿No debía a tal desgracia una felicidad bastante grande para borrar todo remordimiento? Por eso no pensaba en nada. Los sucesos que habían seguido a su enfermedad desde su reconciliación con Alexiéi Alexándrovich hasta su salida de la casa conyugal, le parecían una pesadilla de enfermo, de la que se había liberado gracias a su viaje con Vronski. El recuerdo del daño que había causado a su marido despertaba en ella una impresión de repugnancia, parecida a la que sintiera un hombre que se estuviera ahogando y por fin hubiera conseguido arrancar a la persona que le llevaba al fondo. Era una mala acción, pero era el medio de soltarse. Y lo mejor era no recordar aquellos horrorosos detalles.

Había un razonamiento que se le ocurrió en el primer instante y ahora, al recordar lo sucedido, tan solo aquel razonamiento volvía a su mente. «Después de todo —se decía, este razonamiento bastaba para calmarla un poco—, el mal que he hecho a ese hombre era inevitable; pero, cuando menos, no me aprovecharé de su desgracia. Puesto que lo hago sufrir, yo sufriré también, pues renuncio a todo cuanto añoro y aprecio más en el mundo, mi hijo y mi reputación. Si he pecado, no merezco la felicidad ni el divorcio, y acepto la vergüenza, así como el dolor de la separación.»

Other books

La forma del agua by Andrea Camilleri
Cat's Eyewitness by Rita Mae Brown
Dear Lupin... by Charlie, Mortimer; Mortimer, Charlie; Mortimer, Roger
The Prize by Irving Wallace
Chicken Soup for the Teenage Soul II by Jack Canfield, Mark Victor Hansen, Kimberly Kirberger
Succubi Are Forever by Jill Myles
One Hot Cowboy Wedding by Carolyn Brown
Daddy's House by Azarel
Malus Domestica by Hunt, S. A.
Zombie Jesus by Edward Teach