Su mujer se empeñó en que probase la tarta de manzana, ya que su marido no había tenido fuerzas para comérsela. Acepte: estaba deliciosa.
«¡Ánimo, muchacho!», me dijo cuando nos separamos. Le deseé lo mismo. Tenía razón; el ánimo siempre puede resultar útil.
Rouen-París. Hace exactamente tres semanas, hice el mismo recorrido en sentido inverso. ¿Qué ha cambiado desde entonces? Las pequeñas aldeas siguen humeando en el valle, como una promesa de apacible felicidad. La hierba es verde. Hay sol, y unas nubecillas que hacen contraste; parece una luz de primavera. Pero un poco más lejos las tierras están inundadas; se oye el lento estremecimiento del agua entre los sauces; es fácil imaginar un lodo pegajoso, negruzco, donde el pie se hunde bruscamente.
En el vagón, no muy lejos, un negro escucha su walkman empinando una botella de J&B. Se contonea en el pasillo, con la botella en la mano. Un animal, y lo más probable es que sea peligroso. Intento evitar su mirada, que sin embargo es relativamente amistosa.
Un ejecutivo viene a sentarse frente a mí, sin duda molesto por el negro. ¿Qué coño hace aquí? Debería estar en primera. Uno nunca está tranquilo.
Lleva un Rolex y una chaqueta
seersucker
. Una alianza de oro, de grosor mediano, en el anular de la mano izquierda. Cabeza cuadrada, franca, más bien agradable. Tendrá unos cuarenta años. La camisa, de color blanco crema, lleva finas rayas en relieve de una crema ligeramente más oscuro. La corbata es de anchura mediana; por supuesto, está leyendo
Les Échos
. No solo lo lee sino que lo devora, como si de esa lectura pudiera depender, de repente, el sentido de su vida.
Me veo obligado a mirar el paisaje para dejar de verle. Es curioso, parece que el sol se ha vuelto a poner rojo, como en el viaje de ida. Pero me la trae floja; podría haber cinco o seis soles rojos sin que eso cambiara el curso de mi meditación.
No me gusta este mundo. Definitivamente, no me gusta. La sociedad en la que vivo me disgusta; la publicidad me asquea; la información me hace vomitar. Todo mi trabajo informático consiste en multiplicar las referencias, los recortes, los criterios de decisión racional. No tiene ningún sentido. Hablando claro: es más bien negativo; un estorbo inútil para las neuronas. A este mundo le falta de todo, salvo información suplementaria.
Llegada a París, tan siniestro como siempre. Los edificios leprosos del puente Cardinet, dentro de los cuales uno se imagina, indefectiblemente, a los jubilados agonizando junto a su gato Poucette que devora la mitad de su pensión en croquetas Friskies. Esa especie de estructuras metálicas que se superponen hasta la indecencia para formar una red catenaria. Y la publicidad que vuelve, inevitablemente, repugnante y abigarrada. «Un bello y cambiante espectáculo sobre los muros.» Chorradas. Chorradas de mierda.
Volver a mi apartamento, no me produjo un gran entusiasmo; el correo se limitaba a una factura de liquidación por una conversación de teléfono erótico (
Natacha, el jadeo en directo
) y a una larga carta de las Trois Suisses informándome de la puesta en funcionamiento de un servicio telemático de pedidos simplificados, el Chouchoutel. En mi calidad de cliente preferente, ya podía beneficiarme de él; todo el equipo informático (fotos en medallón) había trabajado sin interrupción para que el servicio estuviese operativo en Navidad; desde ahora, la directora comercial de las Trois Suisses se complacía en poder atribuirme personalmente un código Chouchou.
El contador de llamadas de mi contestador indicaba la cifra 1, lo que me sorprendido bastante; pero debía de tratarse de un error. En respuestas a mi mensaje, una voz femenina hastiada y despreciativa había dicho «Pobre imbécil…» antes de colgar. En suma, nada me retenía en París.
De todos modos, me apetecía bastante ir a Vandea. Vandea me traía muchos recuerdos de vacaciones (en su mayoría malos, eso sí, pero siempre es igual). Había recuperado algunos en una fábula de animales titulada
Diálogos de un teckel y un caniche
, que podría calificarse de autorretrato adolescente. En el último capítulo de la obra, uno de los perros le leía a su compañero un manuscrito descubierto en el archivador de su joven amo:
«El año pasado, en torno al 23 de agosto, paseaba por la playa de Sables-d’Olonne, acompañado de mi caniche. Mientras que mi cuadrúpedo compañero parecía disfrutar sin apremios de los movimientos del aire marino y del resplandor del sol (especialmente vivo y agradable aquella mañana), yo no podía evitar que la reflexión me atenazara la frente translucida y, abrumada por una carga demasiado pesada, mi cabeza volvía a abatirse tristemente sobre el pecho.
»Así estábamos cuando me detuve delante de una niña que tendría unos catorce años. Jugaba al bádminton con su padre, o a algún otro juego con raquetas y una pelota voladora. Se había vestido con la más franca sencillez, puesto que solo llevaba un traje de baño y, para colmo, lucia los senos desnudos. Sin embargo, y al llegar aquí uno solo puede inclinarse ante tanta perseverancia, toda su actitud manifestaba el despliegue de una interrumpida tentativa de seducción. El movimiento ascendente de sus brazos cuando fallaba la pelota, si bien tenía la ventaja accesoria de destacar los globos de color ocre que constituían unos pechos ya más que insinuados, se acompañaba sobre todo de una sonrisa divertida y desolada a la vez, a fin de cuentas impregnada de una intensa alegría de vivir, que dedicaba con toda claridad a cualquier adolescente masculino que pasara en un radio de cincuenta metros. Y todo eso, no lo olvidemos, en mitad de una actividad de carácter eminentemente deportivo y familiar.
»Por otra parte, su pequeña maniobra no carecía de efectos, como no tarde en comprobar; cuando llegaban cerca de ella, los chicos se balanceaban horizontalmente el tórax y aminoraban el cadencioso tijeretazo de su paso en notable proporción. Volviendo la cabeza hacia ellos con un vivo gesto que provocaba en sus cabellos una especie de desgreñamiento temporal no exento de gracia traviesa, premiaba entonces a sus presas más interesantes con una breve sonrisa que de inmediato contradecía un movimiento no menos gracioso, esta vez destinado a golpear la pelota en pleno centro.
»Así pues, una vez más me veía empujado a un tema de meditación que me obsesiona desde hace años: ¿Por qué los chicos y las chicas, una vez alcanzada cierta edad, se pasan el tiempo ligando y seduciéndose?
»Algunos dirán, amablemente: “Es el despertar del deseo sexual, ni más ni menos, eso es todo.” Comprendo este punto de vista; yo mismo lo he compartido durante mucho tiempo. Puede jactarse de movilizar con él tanto las últimas líneas de pensamiento que se entrecruzan, cual gelatina translucida, en nuestro horizonte ideológico, como la robusta fuerza centrípeta del sentido común. Por lo tanto, puede parecer audaz y hasta suicida chocar de frente con sus ineludibles bases. No voy a hacer algo así. En efecto, estoy muy lejos de querer negar la existencia y la fuerza del deseo sexual en los adolescentes humanos. Las tortugas mismas lo sienten y no se aventuran, en estos días de confusión, a importunar a su joven amo. A pesar de todo, algunos indicios serios y coincidentes, como un rosario de extraños hechos, me han llevado poco a poco a suponer la existencia de una fuerza más profunda y más oculta, verdadera nudosidad existencia que exuda deseo. Hasta ahora no he hecho participe a nadie, para no disipar con parloteos inconsistentes el crédito de salud mental que los hombres, por lo general, me han concedido durante el tiempo que han durado nuestras relaciones. Pero ahora mi convicción se ha cristalizado, y veo llegado el momento de decirlo todo.
»Ejemplo número 1. Consideremos un grupo de jóvenes que están juntos durante toda una tarde, o que se van de vacaciones a Bulgaria. Entre estos jóvenes hay una pareja formada de antemano; llamemos François al chico y Françoise a la chica. Tendremos un ejemplo concreto, banal y fácilmente observable.
»Abandonemos a estos jóvenes a sus divertidas actividades, pero antes recortemos en su vida una muestra de segmentos temporales elegidos de modo aleatorio que filmaremos con ayuda de una cámara de alta velocidad disimulada en el decorado. De una serie de medidas se deduce que Françoise y François pasan cerca de un 37 % del tiempo besándose, tocándose, acariciándose y, en suma, prodigándose signos de la mayor ternura recíproca.
»Repitamos ahora la experiencia anulando el entorno social antes citado, es decir, que Françoise y François están solos. De inmediato, el porcentaje disminuye hasta un 17 %.
»Ejemplo número 2. Quiero hablarles ahora de una pobre chica que se llamaba Brigitte Bardot. Pues sí. De verdad que había, en mi clase de último curso, una chica que se llamaba Bardot, porque su padre se llamaba así. Hice algunas indagaciones sobre él: era chacarero cerca de Trilport. Su mujer no trabajaba; se quedaba en casa. Casi nunca iban al cine, y estoy seguro de que no lo hicieron a propósito; incluso puede que la coincidencia les pareciera divertida los primeros años… Es penoso decirlo.
»Cuando yo la conocí, en la plenitud de sus diecisiete años, Brigitte Bardot era un verdadero asco. Para empezar estaba muy gorda, un callo, una inmensa morcilla con diversos michelines desafortunadamente repartidos por las intersecciones de su obeso cuerpo. Pero aunque hubiera seguido durante veinticinco años el régimen de adelgazamiento más severo y terrorífico, su suerte no habría mejorado mucho. Porque tenía la piel rojiza, grumosa y granujienta. Y una cara ancha, chata y redonda, con los ojillos hundidos y el pelo ralo y sin brillo. La verdad es que, de la manera más inevitable y natural, todo el mundo la comparaba con una cerda.
»No tenía amigas, y evidentemente tampoco tenía amigos; estaba completamente sola. Nadie le dirigía la palabra, ni siquiera en un examen de física; siempre preferíamos preguntarle a cualquier otro. Venía a clase y luego se iba a su casa; nunca oí decir a nadie que la hubiera visto fuera del liceo.
»En clase, algunos se sentaban a su lado; se habían acostumbrado a su masiva presencia. No la veían y tampoco se burlaban de ella. Ella no participaba en las discusiones de las clases de filosofía; no participaba en nada de nada. En el planeta Marte no habría estado más tranquila.
»Supongo que sus padres debían de quererla. ¿Qué haría por la noche, al volver a casa? Porque seguro que tenía una habitación con una cama y las muñecas de su infancia. Lo más probable es que viera la tele con sus padres. Una habitación a oscuras, y tres seres soldados por el flujo fotónico; no veo nada más.
»En cuanto a los domingos, me imagino muy bien a la familia cercana recibiéndola con fingida cordialidad. Y sus primas, seguramente bonitas. Repugnante.
»¿Tenía fantasías? Y, en caso afirmativo, ¿cuáles? ¿Románticas, a lo Delly? Me cuesta pensar que pudiera imaginar de uno y otro modo, incluso en un sueño, que algún día un joven de buena familia, estudiante de medicina, acariciase la idea de llevarla en su descapotable a visitar los monasterios de la costa normanda. A menos que ella se pusiera una cogulla, dándole un giro misterioso a la aventura.
»Sus mecanismos hormonales debían de funcionar con normalidad, no hay motivos para sospechar lo contrario. ¿Entonces? ¿Basta eso para tener fantasías eróticas? ¿Imaginaba unas manos masculinas entreteniéndose en los repliegues de su grueso vientre? ¿Bajando hasta su sexo? Pregunto a la medicina, y la medicina no contesta. Hay muchas cosas respecto a Bardot que no conseguí dilucidar; y lo intenté.
»No llegue al punto de acostarme con ella; solo di los primeros pasos del camino que normalmente nos habría llevado a eso. En concreto, empecé a hablarle a principios de noviembre; unas palabras al terminar las clases, nada más durante unos quince días. Y después, en dos o tres ocasiones, le pedí que me explicara tal o cual problema de matemáticas; todo eso con mucha prudencia, evitando que se notara. A mediados de diciembre empecé a tocarle la mano de un modo en apariencia accidental. Ella reaccionaba cada vez como si sintiera una sacudida eléctrica. Era bastante impresionante.
»Alcanzamos el punto culminante de nuestras relaciones justo antes de Navidad, cuando la acompañe hasta su tren (en realidad un autorraíl). Como la estación estaba a más de ochocientos metros, no era una iniciativa insignificante; aquella vez llegaron a verme. Por lo general, en la clase me consideraban un enfermo, así que el perjuicio para mi imagen social era más bien limitado.
»Aquella tarde, en mitad del andén, le di un beso en la mejilla. No la bese en la boca. Además creo que, paradójicamente, ella no lo habría permitido, porque incluso en el loco caso de que sus labios y su lengua hubieran conocido el contacto de una lengua masculina, no por ello dejaba ella de tener una idea muy precisa sobre el momento y el sitio en que esta operación debía tener lugar durante el recorrido arquetípico del flirt adolescente; diría que una noción tanto más precisa cuanto el fluido vapor del instante vivido nunca había tenido ocasión de rectificarla y suavizarla.
»Inmediatamente después de las vacaciones de Navidad deje de hablarle. El tipo que me había visto junto a la estación parecía haber olvidado el incidente, pero yo me había asustado mucho. De todas formas, salir con Bardot habría exigido una fuerza moral muy superior a la que yo poseía, incluso en aquella época. Porque no solo era fea, sino que también era mala de verdad. Afectada sin paliativos por la liberación sexual (estábamos a principios de los años ochenta, el sida todavía no existía), no podía, evidentemente, invocar algún tipo de ética de la virginidad. Además era demasiado inteligente, demasiado lucida como para explicar su estado gracias a una “influencia judeocristiana”; sus padres, en cualquier caso, eran agnósticos. Así que no tenía escapatoria. Solo podía asistir, con un callado odio, a la liberación de los demás; ver a los chicos apretujarse, como cangrejos, contra el cuerpo de las otras chicas; ser consciente de las relaciones que empiezan, de las experiencias que se deciden, de los orgasmos de los que se alardea; vivir en todos sus aspectos una autodestrucción silenciosa junto al placer manifiesto de los otros. Así tenía que transcurrir su adolescencia, y así transcurrió; los celos y la frustración fermentaron despacio, convirtiéndose en una paroxística hinchazón de odio.
»En el fondo, no estoy muy orgulloso de esta historia; es demasiado burlesca para estar exenta de crueldad. Vuelvo a verme una mañana, por ejemplo, saludándola con estas palabras: “Oh, Brigitte, llevas un vestido nuevo…” Era bastante asqueroso, aunque fuese cierto; porque el hecho parecía alucinante, pero era real:
cambiaba de vestido
; hasta recuerdo una vez que se puso
una cinta en el pelo
; ¡OH, Dios mío, parecía una cabeza de ternera entreverada! Suplico su perdón en nombre de toda la humanidad.