Las dos chavalas me llaman con bastante frecuencia; son secretarias, y aparentemente es la primera vez que se encuentran delante de una pantalla de ordenador. Así que tienen un poco de pánico, y con razón, además. Pero cada vez que me acerco a ellas interviene Tisserand, que no vacila en interrumpir su explicación. Tengo la impresión de que es una de ellas la que más le atrae; cierto que es encantadora, jugosa, muy sexy; lleva un body de encaje negro y sus senos se mueven suavemente bajo la tela. Pero ay, cada vez que él se acerca a la pobrecita secretaria, la cara de ella se crispa en un involuntario gesto de repulsión, casi podría decirse que de asco. Realmente, es una fatalidad.
A las cinco vuelve a sonar el timbre. Los alumnos recogen sus cosas, se preparan para irse; pero Schnäbele se acerca a nosotros: el venenoso personaje guarda una última carta. Al principio intenta aislarme con una observación preliminar: «Creo que es una pregunta para un hombre de sistemas, como usted…»; luego me expone el asunto: ¿debe o no comprar un modulador para estabilizar la tensión de entrada de corriente que alimenta al servidor de red? Le han dicho cosas contradictorias sobre el tema. Yo no tengo ni idea, y me dispongo a decírselo. Pero Tisserand, que desde luego está en perfecta forma, se adelanta a toda velocidad: acaba de aparecer un estudio sobre ese tema, afirma con audacia; la conclusión está muy clara: a partir de cierto nivel de trabajo con los ordenadores, en cualquier casa en menos de tres años. Por desgracia no ha traído ese estudio, ni sus referencias; pero promete enviarle una fotocopia en cuanto regrese a París.
Buena jugada. Schnäbele se retira, completamente vencido; hasta llega a desearnos una buena tarde.
La tarde, al principio, consiste en buscar un hotel. A instancias de Tisserand, nos instalamos en Aux Armes Cauchoies. Bonito hotel, muy bonito; pero al fin y al cabo nos pagan los gastos de desplazamiento, ¿no?
Luego quiere tomar un aperitivo. ¡Claro, hombre!…
En el café, elige una mesa cerca de dos chicas. Se sienta y las chicas se van. Decididamente, el plan está sincronizado a la perfección. ¡Bien por las chicas!
Como último recurso, pide un dry martini; yo me conformo con una cerveza. Estoy un poco nervioso; no paro de fumar, enciendo cigarrillo tras cigarrillo, literalmente.
Me anuncia que acaba de matricularse en un gimnasio para perder un poco de peso «y también para ligar, claro». Perfecto, no tengo la menor objeción.
Me doy cuenta de que fumo cada vez más; debo rondar los cuatro paquetes al día. Fumar cigarrillos se ha convertido en la única parte de verdadera libertad de mi existencia. La única acción con la que me comprometo plenamente, con todo mi ser. Mi único proyecto.
A continuación, Tisserand aborda uno de sus temas más queridas, a saber, que «nosotros, los informáticos, somos los reyes». Supongo que con eso quiere decir un elevado salario, cierta consideración profesional, una gran facilidad para cambiar de empleo. Dentro de estos límites no se equivoca. Somos los reyes.
Él desarrolla la idea; yo empiezo el quinto paquete de Camel. Poco después termina su martini; quiere volver al hotel para cambiarse antes de cenar. Perfecto, vamos allá.
Le espero en el vestíbulo, mirando la televisión. Hablan de manifestaciones de estudiantes. Una de ellas, en París, ha sido muy numerosa: según los periodistas había al menos trescientas mil personas. Estaba previsto que fuera una manifestación pacífica, más bien una gran fiesta. Y como todas las manifestaciones pacíficas ha acabado mal, un estudiante ha perdido un ojo, un policía del cuerpo de seguridad la mano, etc.
Al día siguiente de esta manifestación masiva ha habido en París una manifestación de protesta contra la «brutalidad policial»; ha transcurrido en una atmósfera de «conmovedora dignidad», cuenta el comentarista, que está claramente a favor de los estudiantes. Toda esta dignidad me cansa un poco; cambio de cadena y doy con un videoclip sexy. Al final, apago.
Vuelve Tisserand; se ha puesto una especie de chandal de fiesta, negro y oro, que le hace parecerse un poco a un escarabajo. Venga, vamos allá.
A iniciativa mía, cenamos en el Flunch. Es un sitio donde se pueden comer patatas fritas con una ilimitada cantidad de mayonesa (basta con sacar tanta mayonesa como se quiera de una enorme fuente); además, me basta con un plato de patatas fritas ahogadas en mayonesa y una cerveza. Tisserand, sin vacilar, pide un cuscús real y una botella de Sidi Brahim. Al segundo vaso de vino empieza a mirar a las camareras, a las clientas, a quien sea. Pobre chico. Pobre, pobre chico. En el fondo sé muy bien porque aprecia tanto mi compañía; yo nunca hablo de mis amigas, nunca presumo de mis éxitos con las mujeres. Por eso se siente autorizado a suponer (por otra parte, con razón) que por uno u otro motivo no tengo vida sexual; y para el eso es un sufrimiento menos, un ligero alivio en su calvario. Recuerdo haber asistido a una escena penosa el día en que nos presentaron a Thomassen, que acababa de entrar en la empresa. Thomassen es de origen sueco; es muy alto (algo más de dos metros, creo), admirablemente bien proporcionado, y con un rostro de una extraordinaria belleza, solar, radiante; uno tiene realmente la impresión de estar cara a cara con un superhombre, un semidiós.
Thomassen me estrecho la mano, y luego se dirigió a Tisserand. Éste se levantó y se dio cuenta de que, de pie, el otro le llevaba sus buenos cuarenta centímetros. Se volvió a sentar con brusquedad, la cara se le puso escarlata, creí que le iba a saltar al cuello; fue horrible ver aquello.
Después hice varios viajes a provincias con Thomassen para dar cursos de formación, siempre del mismo estilo. Nos entendimos muy bien. Ya he notado muchas veces que la gente de una belleza excepcional es a menudo modesta, amable, afable, atenta. Les cuesta mucho hacer amigos, al menos entre hombres. Se ven obligados a hacer constantes esfuerzos para intentar que los demás olviden su superioridad, por poco que sea.
A Tisserand, gracias a Dios, nunca le ha tocado viajar con Thomassen. Pero cada vez que se avecina un ciclo de formación sé que lo piensa, y que pasa muy malas noches.
Después de la cena quiere ir a tomar algo en un «café que esté bien». Fenomenal.
Sigo sus pasos, y debo reconocer que esta vez su elección es excelente: entramos en una especie de enorme bodega abovedada con vigas antiguas, obviamente auténticas. Por todas partes hay mesitas de madera, iluminadas con velas. Al fondo, arde el fuego en una inmensa chimenea. El conjunto crea un ambiente de improvisación acertada, de desorden simpático.
Nos sentamos. Él pide un bourbon con agua, y yo sigo con la cerveza. Miro a mi alrededor y me digo que esta vez se acabó, que tal vez sea el final del trayecto para mi infortunado compañero. Estamos en un café de estudiantes, todo el mundo está contento, todo el mundo tiene ganas de divertirse. Hay muchas mesas con dos o tres chicas, incluso hay algunas chicas solas en la barra.
Miro a Tisserand y pongo la cara más incitante que puedo. Los chicos y las chicas se tocan a nuestro alrededor. Las mujeres se echan el pelo hacia atrás con un gracioso gesto de la mano. Cruzan las piernas, esperan una ocasión para resoplar de risa. En fin, que se lo pasan bien. Ahora es cuando hay que ligar, aquí, en este preciso momento, en este sitio que tan admirablemente se presta a ello.
Él alza los ojos del vaso y me mira desde detrás de las gafas. Y me doy cuenta de que no le quedan fuerzas. Ya no puede más, no le queda valor para intentarlo, está completamente harto. Me mira, y le tiembla un poco la cara. El alcohol, sin duda; el muy imbécil ha bebido demasiado vino durante la cena. Me pregunto si va a estallar en sollozos, a contarme las estaciones de su calvario; lo veo dispuesto a algo así; tiene los cristales de las gafas ligeramente empañados de lágrimas.
No importa, estoy dispuesto a asumirlo, a escucharlo todo, a llevarlo al hotel si hace falta; pero sé muy bien que mañana por la mañana me guardara rencor.
Me callo; espero sin decir nada; no se me ocurre ninguna palabra sensata que pronunciar. La incertidumbre se prolonga un minuto largo, y después pasa la crisis. Con una voz extrañamente débil, casi trémula, me dice: «Sería mejor volver. Mañana empezamos temprano.»
De acuerdo, volvemos. Terminamos la copa y volvemos. Enciendo el último cigarrillo, miro otra vez a Tisserand. Está completamente ido. Sin decir una palabra me deja pagar la consumición, sin decir una palabra me sigue cuando me dirijo a la puerta. Va encorvado, encogido; está avergonzado de sí mismo, se desprecia, tiene ganas de estar muerto.
Caminamos hacia el hotel. En la calle empieza a llover. Nuestro primer día en Rouen ha terminado. Y se, con la certeza de lo evidente, que los siguientes días van a ser rigurosamente idénticos.
Hoy he asistido a la muerte de un tipo en las Nouvelles Galeries. Una muerte muy simple, a lo Patricia Highsmith (o sea, con esa simplicidad y esa brutalidad características de la vida real, que también se encuentran en las novelas de Patricia Highsmith).
Las cosas ha ocurrido así: al entrar en la parte de la tienda que funciona como autoservicio, vi a un hombre tendido en el suelo, cuya cara no podía distinguir (pero me entere después, escuchando una conversación entre cajeras, que debía tener unos cuarenta años). Ya se arremolinaba mucha gente a su alrededor. Yo pase intentando no pararme, para no manifestar una curiosidad mórbida. Eran cerca de las seis de la tarde.
Compre pocas cosas: queso y pan en rebanadas para comer en la habitación del hotel (había decidido evitar la compañía de Tisserand por la noche, para descansar un poco). Pero dude un rato delante de las botellas de vino, muy variadas, que se ofrecían a la codicia del público. Lo malo es que no tenía sacacorchos. Además, no me gusta el vino; este último argumento acabo de convencerme, y me conforme con un pack de Tuborg.
Al llegar a caja me entere de que el hombre estaba muerto por una conversación entre las cajeras y una pareja que había asistido a las operaciones de primeros auxilios, al menos en su fase terminal. La mujer de la pareja era enfermera. Creía que lo mejor habría sido darle un masaje cardíaco, que tal vez eso lo habría salvado. No sé, no entiendo de estas cosas pero si es así, ¿Por qué no se lo dio ella? No consigo entender esa clase de actitud.
En cualquier caso, la conclusión que saco es que se puede pasar muy fácilmente a mejor vida —o no hacerlo— en ciertas circunstancias.
No se puede decir que haya sido una muerte muy digna, con toda esa gente que pasaba empujando los carritos de la compra (era la hora de mayor afluencia), en ese ambiente de circo que siempre caracteriza los supermercados. Recuerdo que hasta sonaba la canción publicitaria de las Nouvelles Galeries (a lo mejor la han cambiado después); el estribillo, en concreto, se componía de las siguientes palabras: «Nouvelles Galeries, hoyyyyyyy… Cada día es un nuevo día…»
Cuando Salí, el hombre seguía allí. Habían envuelto el cuerpo en alfombras, o más probablemente mantas gruesas, atadas con una cuerda muy apretada. Ya no era un hombre sino un paquete, pesado e inerte, y se estaban tomando disposiciones para el transporte.
Y ahí acabo la cosa. Eran las seis y veinte.
Un poco absurdamente, decidí quedarme en Rouen ese fin de semana. Tisserand se sorprendió; le expliqué que tenía ganas de visitar la ciudad y que no tenía nada que hacer en París. La verdad es que no tengo ganas de visitar la ciudad.
No obstante hay restos medievales muy bellos, casas antiguas con un gran encanto. Hace cinco o seis siglos, Rouen debía ser una de las ciudades más hermosas de Francia; pero ahora está jodida del todo. Todo está sucio, mugriento, mal conservado, estropeado por la presencia permanente de los coches, el ruido, la contaminación. No sé quién es el alcalde, pero basta andar diez minutos por las calles de la ciudad antigua para darse cuenta de que es un perfecto incompetente o un corrupto.
Para terminar de arreglarlo, hay docenas de gamberros que surcan las calles en moto o en mobilette, a escape libre. Bajan de los barrios periféricos, que están sufriendo un completo colapso industrial.
Su objetivo es hacer un ruido estridente, un ruido lo más desagradable posible, un ruido que a los habitantes les resulte difícil de soportar. Lo consiguen a la perfección.
Salgo del hotel hacia las dos de la tarde. Sin vacilar, me dirijo a la Place du Vieux Marché. Es una plaza bastante grande, completamente rodeada de cafés, restaurantes y comercios de lujo. Aquí quemaron a Juana de Arco hace más de quinientos años. Para conmemorar el acontecimiento construyeron una especie de apilamiento de losas de hormigón con una extraña curvatura, medio hundido en el suelo, que tras un examen más minucioso se revela una iglesia. Hay también embriones de césped, parterres de flores y planos inclinados que parecen destinados a los aficionados al skateboard, a menos que no sirva para los vehículos de los mutilados; es difícil decirlo. Pero la complejidad del lugar no se detiene aquí; también hay comercios en el centro de la plaza, bajo una especie de rotonda de hormigón, así como un edificio que se parece a una estación de autobús.
Me siento en una de las losas de hormigón, decidido a aclarar las cosas. No cabe la menor duda de que esta plaza es el corazón, el núcleo central de la ciudad. ¿A qué se juego aquí exactamente?
Lo primero que observo es que por lo general la gente se mueve en pandillas, o en grupitos de dos a seis individuos. Ningún grupo se me antoja igual que otro. Claro que todos se parecen, se parecen muchísimo, pero ese parecido no tiene nada que ver con la identidad. Como si hubieran decidido concretar el antagonismo que acompaña sin falta cualquier clase de individuación adoptando ropas, formas de moverse de agrupamiento ligeramente distintas.
Después observo que toda esa gente parece satisfecha consigo misma y con el universo; es asombroso, y hasta da un poco de miedo. Deambulan con sobriedad, aquel enarbolando una sonrisa socarrona, este un geste embrutecido. Algunos, entre los más jóvenes, llevan cazadoras con motivos del rock duro más salvaje; se pueden leer frases como
Kill them all!
o
Fuck and destroy!
; pero todos comunican la certeza de estar pasando una tarde agradable, dedicada esencialmente a consumir, y por lo tanto a contribuir a la reafirmación de su ser.