Good times are coming
I hear it everywhere I go
Good times are coming
But they’re sure coming slow.
NEIL YOUNG
La recepcionista del Ministerio de Agricultura sigue llevando una minifalda de cuero; pero esta vez no la necesito para dar con el despacho 6017.
Desde el principio, Catherine Lechardoy confirma todas mis aprensiones. Tiene veinticinco años, un máster en informática, los dientes delanteros estropeados; una agresividad sorprendente: «¡Esperemos que su programa funciones! Si es como el último que les compramos… una verdadera porquería. Pero, evidentemente, no soy yo quien decide lo que se compra. Yo soy chica para todo, estoy aquí para arreglar las tonterías de los demás…», etc.
Le explico que tampoco soy yo quien decide que se vende. Ni lo que se fabrica. De hecho, no decido nada de nada. Ninguno de los dos decidimos lo más mínimo. Solo he venido para ayudarla, darle ejemplares del manual de utilización, intentar poner a punto con ella un programa de formación… Pero nada de esto la calma. Ahora habla de metodología. Según ella, todo el mundo debería obedecer a una metodología rigurosa basada en la programación estructurada; y en lugar de eso viva la anarquía, los programas se escriben de cualquier manera, cada cual hace lo que le da la gana en su rincón sin preocuparse de los demás, no hay acuerdo, no hay proyecto general, no hay armonía, París es una ciudad atroz, la gente no se reúne, ni siquiera se interesan por el trabajo, todo es superficial, todo el mundo se va a casa a las seis haya terminado o no lo que tenía que hacer, a todo el mundo le importo todo tres leches.
Me propone que vayamos a tomar un café. Evidentemente, acepto. Es de máquina. No tengo monedas, ella me da dos francos. El café está asqueroso, pero eso no le corta el aliento. En París, uno puede reventar en plena calle, a todo el mundo le da igual. En su tierra, en el Verán, no pasa eso. Todos los fines de semana vuelve a su casa, en el Verán. Y por la noche sigue unos cursos en la Escuela de Formación Continua, para mejorar su situación. En tres años podría conseguir el título de ingeniero.
Ingeniero. Yo soy ingeniero. Tengo que decir algo. Con voz ligeramente ronca, pregunto:
—¿Cursos de qué?
—Cursos de control de gestión, de análisis factorial, de algoritmos, de contabilidad financiera.
—Debe de ser mucho trabajo —observo con un tono un poco vago.
Sí, es mucho trabajo, pero a ella no le da miedo el trabajo. Se queda a menudo hasta medianoche en su estudio, para hacer los deberes. De todas formas, en la vida hay que luchar para conseguir algo, siempre lo ha creído.
Subimos la escalera hacia su despacho. «Bueno, lucha, pequeña Catherine…», me digo con melancolía. La verdad es que no es nada bonita. Además de los dientes estropeados tiene el pelo sin brillo y unos ojos menudos que chispean de rabia. Ni pecho ni nalgas perceptibles. La verdad es que Dios no ha sido amable con ella.
Creo que nos vamos a entender muy bien. Ella parece decidida a organizarlo todo, a dirigirlo todo, y yo solo voy a tener que desplazarme y dar las clases. Eso me viene al pelo; no tengo ningunas ganas de contradecirla. No creo que vaya a enamorarse de mí; tengo la impresión de que ni le pasa por la cabeza intentar algo con un tío.
A eso de las once, un nuevo personaje irrumpe en el despacho. Se llama Patrick Leroy y, aparentemente, comparte el despacho con Catherine. Camisa hawaiana, vaqueros pegados al culo y un manojo de llaves colgando de la cintura que hace ruido cuando anda. Está un poco molida, nos dice. Ha pasado la noche en un club de jazz con un colega, han conseguido «levantarse a dos tías». En fin, que está contento.
Se pasa el resto de la mañana hablando por teléfono. Habla muy alto.
Durante la tercera llamada telefónica, aborda un asunto en sí bastante triste: una amiga suya y de la chica a la que llama se ha matado en un accidente de tráfico. Circunstancia agravante, el coche lo conducía un tercer colega, a quien él llama «el Fred». Y el Fred ha salido ileso.
Todo esto, en teoría, es más bien deprimente pero él consigue evitar este aspecto del asunto gracias a una especie de vulgaridad cínica, los pies sobre la mesa y el lenguaje enrollado: «Era supersimpática, Nathalie… un verdadero cañón, además. Todo es una mierda, oye… ¿Tú has ido al entierro? A mí me dan un poco de miedo los entierros. Y para lo que sirven… Mira, me decía, a lo mejor para los viejos, si acaso. ¿Ha ido el Fred? Pero que morro tiene el muy cabrón.»
Siento un alivio enorme cuando llega la hora de la comida.
Por la tarde tenía que ver al jefe de sección de Estudios Informáticos. La verdad es que no sé por qué. Yo, en todo caso, no tenía nada que decirle.
Esperé durante una hora y media en un despacho vació, un poco oscuro. La verdad es que no tenía ganas de encender la luz, en parte por miedo a delatar mi presencia.
Antes de instalarme en ese despacho, me habían entregado un voluminoso informe titulado «Esquema directriz del plan informático del Ministerio de Agricultura». Tampoco veo por qué. Este documento no me concernía en lo más mínimo. El tema era, si doy crédito a la introducción, un
«ensayo de predefinición de diferentes argumentos arquetípicos, concebidos en una gestión meta-objetivos»
. Los objetivos en sí mismos,
«susceptibles de un análisis más ajustado en términos de adecuabilidad»
eran, por ejemplo, la orientación de la política de ayudas a los agricultores, el desarrollo de un sector para-agrícola más competitivo a nivel europeo, el enderezamiento de la balanza comercial en el ámbito de los productos frescos… Hojee rápidamente el informe, subrayando con lápiz las frases más divertidas. Por ejemplo:
«El nivel estratégico consiste en la construcción de un sistema de información global formado por la integración de subsistemas heterogéneos repartidos.»
O bien:
«Parece urgente validar un modelo racional canónica en una dinámica organizativa con posibilidad de desembocar a medio plazo en una
database
orientada al objeto.»
Finalmente, una secretaria vino a avisarme de que la reunión se estaba prolongando, y que desafortunadamente a su jefe le iba a resultar imposible recibirme ese día.
Así que volví a mi casa. ¡Y a mí que, mientras me paguen!
En la estación de Sèvres-Babylone vi una extraña pintada: «Dios quiso desigualdades, no injusticias», decía la inscripción. Me pregunté quién sería esa persona tan bien informada de los designios de Dios.
Por lo general no veo a nadie los fines de semana. Me quedo en casa, ordeno poco; me deprimo amablemente.
Sin embargo este sábado, entre las ocho y las once de la noche, tiene lugar un momento social. Voy a cenar con un amigo sacerdote a un restaurante mexicano. El restaurante es bueno; por ese lado no hay ningún problema. Pero mi amigo ¿sigue siendo mi amigo?
Estudiamos juntos; teníamos veinte años. Gente muy joven. Ahora tenemos treinta. Cuando consiguió el título de ingeniero, él se metió en el seminario; se desvió del camino. Ahora es cura en Vitry. No es una parroquia fácil.
Me como una torta de frijoles, y Jean-Pierre Buvet me habla de sexualidad. Según él, el interés que nuestra sociedad finge experimentar por el erotismo (a través de la publicidad, las revistas, los medios de comunicación en general) es totalmente ficticio. A la mayoría de la gente, en realidad, le aburre enseguida el tema; pero fingen lo contrario a causa de una estrafalaria hipocresía al revés.
Llega al centro de su tesis. Nuestra civilización, dice, padece un agotamiento vital. En el siglo de Luis XIV, cuando el apetito por la vida era grande, la cultura oficial enfatizaba la negación de los placeres y de la carne; recordaba con insistencia que la vida mundana solo ofrece satisfacciones imperfectas, que la única fuente verdadera de felicidad está en Dios. Un discurso así, firma, no se podría tolerar ahora. Necesitamos la aventura y el erotismo, porque necesitamos oírnos repetir que la vida es maravillosa y excitante, y está claro que sobre esto tenemos ciertas dudas.
Tengo la impresión de que me considera un símbolo pertinente de ese agotamiento vital. Nada de sexualidad, nada de ambición; en realidad, nada de distracciones tampoco. No sé qué contestarte; tengo la impresión de que todo el mundo es un poco así. Me considero un tipo normal. Bueno, puede que no exactamente, pero, ¿quién lo es exactamente? Digamos que soy normal al 80%.
Por decir algo, observo que en nuestros días todo el mundo tiene forzosamente la impresión, en un momento u otro de su vida, de ser un fracasado. Ahí estamos de acuerdo.
La conversación se estanca. Picoteo los fideos caramelizados. Me aconseja que encuentre a Dios, o que inicie un psicoanálisis; me sobresalta la comparación. Se interesa por mi caso, lo desarrolla; parece pensar que voy por mal camino. Estoy solo, demasiado solo; según él, no es natural.
Tomamos una copa; él enseña sus cartas. En su opinión, Jesús es la solución; la fuente de vida. De una vida rica y plena. «¡Tienes que aceptar tu naturaleza divina…!», exclama; los de la mesa de al lado vuelven la cabeza. Estoy un poco cansado; tengo la impresión de que llegamos a un callejón sin salida. Por si acaso, sonrío. No tengo muchos amigos, no me apetece perder a éste. «¡Tienes que aceptar tu naturaleza divina…!», repite él, en voz más baja. Le prometo que haré un esfuerzo. Añado algunas frases, intento restablecer algún tipo de acuerdo.
Después del café, y cada cual a su casa. Finalmente, la velada ha estado bien.
Ahora hay seis personas reunidas en torno a una mesa oval bastante bonita, probablemente de imitación caoba. Las cortinas, verde oscuro, están corridas; se diría que estamos en un saloncito. De repente, presiento que la reunión va a durar toda la mañana.
El primer representante del Ministerio de Agricultura tiene los ojos azules. Es joven, lleva gafas pequeñas y redondas, aun debía de ser estudiante hace muy poco. A pesar de su juventud, produce una notable impresión de seriedad. Toma notas durante toda la mañana, a veces en los momentos más inesperados. Es, obviamente, un director, o al menos un futuro director.
El segundo representante del Ministerio de Agricultura es un hombre de mediana edad, con sotabarba, como los severos preceptores de
El Club de los Cinco
. Parece tener un gran ascendente sobre Catherine Lechardoy, que está sentada a su lado. Es un teórico. Todas sus intervenciones son otras tantas llamadas al orden sobre la importancia de la metodología y, más en general, de una reflexión previa a la acción. En ese caso no veo la necesidad; ya han comprado el programa, no tiene que pensárselo, pero me abstengo de decirle algo. He notado de inmediato que no le gusto. ¿Cómo ganármelo? Decido apoyar sus intervenciones repetidas veces durante la sesión con una cara de admiración un poco idiota, como si acabara de revelarme de súbito asombrosas perspectivas llenas de alcance y sensatez. Lo más normal sería que concluyese que soy un chico lleno de buena voluntad, dispuesto a marchar a sus órdenes en la justa dirección.
El tercer representante del Ministerio es Catherine Lechardoy. La pobre tiene un aire un poco triste esta mañana; toda la combatividad de la última vez parece haberla abandonado. Su carita fea está enfurruñada, se limpia las gafas a cada rato. Llego a preguntarme si no habrá llorado; la imagino muy bien estallando en sollozos mientras se viste por la mañana, sola.
El cuarto representante del Ministerio es una especie de caricatura del socialista agrícola: lleva botas y parka, como si volviera de una expedición sobre el terreno; tiene una poblada barba y fuma en pipa; no me gustaría ser su hijo. Ha puesto delante de él, bien visible sobre la mesa, un libro titulado
La quesería ante las nuevas técnicas
. No logro entender que hace aquí, es obvio que no sabe nada del tema que se está tratando; quizás es un representante de las bases. Sea como fuere, parece haberse fijado como objetivo cargar la atmósfera y provocar un conflicto mediante observaciones repetitivas sobre «la inutilidad de estas reuniones que nunca conducen a nada» o «esos programas elegidos en un despacho del Ministerio que nunca corresponden a las necesidades reales de los chavales que están sobre el terreno».
Frente a él hay un tipo de mi empresa que contesta incansablemente a sus objeciones —en mi opinión con bastante torpeza— fingiendo creer que el otro exagera a propósito, incluso que se trata de una simple broma. Es uno de mis superiores jerárquicos; creo que se llama Norbert Lejailly. Yo no sabía que iba a asistir, y no puedo decir que su presencia me vuelva loco de alegría. Este hombre tiene la cara y el comportamiento de un cerdo. Aprovecha la menor ocasión para estallar en una risa larga y grasa. Cuando no se ríe, se frota lentamente las manos. Está gordo, incluso obeso, y por regla general su autosatisfacción, que no parece apoyarse en nada sólido, me resulta insoportable. Pero esta mañana me siento muy bien, y hasta me río con él un par de veces, haciéndome eco de sus justas palabras.
En el transcurso de la mañana, un séptimo personaje viene de manera episódica a alegrar el areópago. Se trata del jefe de sección de Estudios Informáticos del Ministerio de Agricultura, el mismo al que no conseguí ver el otro día. El hombre parece creer que su misión es encarnar con exageración al patrón joven y dinámico. En este ámbito, bate por mucho la marca de todo lo que he visto antes. Lleva la camisa desabrochada, como si no hubiera tenido tiempo de abotonársela, y la corbata ladeada, como si la doblara el viento de la carrera. Además no anda por los pasillos; patina. Si pudiera volar, lo haría. Tiene el rostro reluciente, el pelo en desorden y húmedo, como si acabara de salir de la piscina.
La primera vez que entra nos ve a mí y a mi jefe; como un relámpago está junto a nosotros, sin que yo comprenda como; ha debido de cruzar diez metros en menos de cinco segundos; en cualquier caso, no he podido seguir su desplazamiento.
Apoya la mano en mi hombro y me habla en voz baja, diciéndome cuanto lamenta haberme hecho esperar para nada el otro día; yo le dedico una sonrisa de madonna, le digo que no tiene importancia, que lo entiendo muy bien y que sé que el encuentro tendrá lugar más pronto o más tarde. Soy sincero. Es un momento muy tierno; él está inclinado hacia mí, sólo hacia mí; se diría que somos dos amantes a los que la vida acaba de reunir tras una larga ausencia.