Ampliacion del campo de batalla (11 page)

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Authors: Michel Houellebecq

Tags: #Drama, Relato

BOOK: Ampliacion del campo de batalla
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Al volver, vi que Tisserand había empezado a hablar con la falsa Véronique; ella le miraba con serenidad y sin asco. Esa niña era una maravilla, estaba íntimamente convencido; pero no era grave, ya me había masturbado. Desde el punto de vista amoroso Véronique pertenecía, como todos nosotros, a una
generación sacrificada
. Había sido, desde luego, capaz de amar; le habría gustado seguir siéndolo, se lo concedo; pero ya no era posible. Fenómeno raro, artificial y tardío, el amor solo puede nacer en condiciones mentales especiales, que pocas veces se reúnen, y que son de todo punto opuestas a la libertad de costumbres que caracteriza la época moderna. Véronique había conocido demasiadas discotecas y demasiados amantes; semejante modo de vida empobrece al ser humano, infligiéndole daños a veces graves y siempre irreversibles. El amor como inocencia y capacidad de ilusión, como aptitud para resumir el conjunto del otro sexo en un solo ser amado, rara vez resiste un año de vagabundeo sexual, y nunca dos. En realidad, las sucesivas experiencias sexuales acumuladas en el curso de la adolescencia minan y destruyen con toda rapidez cualquier posibilidad de proyección de orden sentimental y novelesca; poco a poco, y de hecho bastante deprisa, se vuelve uno tan capaz de amar como una fregona vieja. Y desde ese momento uno lleva, claro, una vida de fregona; al envejecer se vuelve menos seductor, y por lo tanto amargado. Uno envidia a los jóvenes, y por lo tanto los odia. Este odio, condenado a ser inconfesable, se envenena y se vuelve cada vez más ardiente; luego se mitiga y se extingue, como se extingue todo. Y solo quedan la amargura y el asco, la enfermedad y esperar la muerte.

En la barra, conseguí sacarle al camarero una botella de bourbon por setecientos francos. Al darme la vuelta, tropecé con un joven electricista de dos metros. Me dijo: «¡Vaya, parece que no estás muy bien!» con un tono más bien amistoso; yo conteste: «La dulce miel de la ternura humana…» mirándolo desde abajo. Vi mi cara en el espejo; tenía un rictus francamente desagradable. El electricista meneo la cabeza con resignación; yo empecé a cruzar la pista de baile, con la botella en la mano; justo antes de llegar a mi destino tropecé con una cajera y me fui al suelo. Nadie me levanto. Veía las piernas de los que bailaban agitarse sobre mí; me daban ganas de cortarlas a golpes de hacha. Los focos eran de una violencia insoportable; estaba en el infierno.

Un grupo de chicos y chicas se había sentado en nuestra mesa; debían de ser compañeros de clase de la falsa Véronique. Tisserand no soltaba su presa pero la cosa empezaba a superarle; poco a poco se dejaba excluir del campo de conversación, era más que evidente; y cuando uno de los chicos propuso pagar una ronda en la barra, ya estaba implícitamente fuera. Sin embargo esbozo el gesto de levantarse, intentó atraer la mirada de la falsa Véronique; inútil. Cambió de opinión y se dejó caer en brusquedad en la banqueta; completamente encogido sobre sí mismo, ni siquiera se daba ya cuenta de mi presencia; yo me llené otro vaso.

La inmovilidad de Tisserand duró algo más de un minuto; después hubo un sobresalto, sin duda imputable a eso que se ha dado en llamar «la energía de la desesperación». Se volvió a levantar con brutalidad, me rozó camino de la pista de baile; tenía la cara sonriente y decidida; sin embargo, seguía siendo igual de feo.

Sin pensarlo dos veces, se plantó delante de una nenita de quince años, rubia y muy sexy. Ella llevaba un vestido corto y muy fino, de un blanco inmaculado; el sudor se lo había pegado al cuerpo, y era evidente que no llevaba nada debajo; su culito redondo estaba moldeado con una precisión perfecta; se veía con toda claridad, duras por la excitación, las areolas oscuras de los pechos; el disc-jockey acababa de anunciar un cuarto de hora retro.

Tisserand la invitó a bailar el rock; cogida un poco por sorpresa, ella aceptó. Desde los primeros compases de
Come on everybody
me di cuenta de que él empezaba a patinar. Balanceaba a la chica con brutalidad, sin dejar de apretar los dientes, con mala cara; cada vez que la atraía hacia sí aprovechaba para plantarle la mano en el culo. Poco después de las primeras notas, la niña se precipito hacia un grupo de chicas de su edad. Tisserand se quedó en medio de la pista, con aire terco; babeaba un poco. La chica lo señalaba mientras hablaba con sus amigas, éstas resoplaban de risa mirándolo.

En ese momento, la falsa Véronique volvió de la barra con su grupo de amigos; había emprendido una animada conversación con un chico negro, o más bien mestizo. Él era un poco mayor que ella; calcule que podría tener veinte años. Se sentaron cerca de nuestra mesa; cuando pasaron, le hice a la falsa Véronique un pequeño gesto amistoso con la mano. Me miró con sorpresa, pero no reaccionó.

Tras el segundo rock, el disc-jockey puso una canción lenta. Era
Le Sud
, de Nino Ferrer; una canción magnifica, hay que reconocerlo. El mestizo tocó levemente el hombre de la falsa Véronique; ambos se levantaron de común acuerdo. En ese momento, Tisserand se volvió y le plantó la cara. Abrió las manos, abrió la boca, pero no creo que tuviera tiempo de hablar. El mestizo le apartó tranquilamente, con suavidad, y en unos segundos estuvieron en la pista de baile.

Formaban una pareja magnifica. La falsa Véronique era bastante alta, quizás un metro setenta, pero él le llevaba una cabeza. Ella aplastó el cuerpo, confiada, contra el cuerpo del tipo. Tisserand se volvió a sentar a mi lado; temblaba de pies a cabeza. Miraba a la pareja, hipnotizado. Esperé casi un minuto; esta canción, según recordaba, era interminable. Después le sacudí suavemente el hombro repitiendo: «Raphaël…»

—¿Qué puedo hacer? —preguntó.

—Ve a sacudírtela.

—¿Crees que se ha jodido?

—Claro. Se jodió hace tiempo, al principio. Raphaël, tu nunca serás el dueño erótico de una chica. Tienes que hacerte cargo; esas cosas no son para ti. De todas formas, ya es demasiado tarde. El fracaso sexual que has tenido desde tu adolescencia, Raphaël, la frustración que te persigue desde los trece años, ya han dejado en ti una marca imborrable. Incluso suponiendo que pudieras conseguir alguna mujer a partir de ahora —cosa que, con toda franqueza, no creo que vaya a suceder—, no será bastante; ya nada será nunca bastante. Siempre serás huérfano de esos amores adolescentes que no tuviste. En ti la herida ya es muy dolorosa; pero lo será cada vez más. Una amargura atroz, sin remisión, que terminara inundándote el corazón. Para ti no habrá ni redención ni liberación. Así son las cosas. Pero esto no quiere decir que no tengas ninguna posibilidad de revancha. Tú también puedes poseer a esas mujeres que tanto deseas. Incluso puedes poseer lo más valioso que hay en ellas. ¿Qué es lo más valioso que hay en ellas, Raphaël?

—¿Su belleza?… —aventuró.

—No es su belleza, desengáñate; ni tampoco es su vagina, ni siquiera su amor; porque todo eso desaparece con la vida. Y desde ahora tú puedes poseer su vida. Lánzate desde esta noche a la carrera del crimen; créeme, amigo mío, es la única posibilidad que te queda. Cuando sientas a esas mujeres temblar bajo la punta del cuchillo y suplicar por su juventud, tú serás el amo; las poseerás en cuerpo y alma. A lo mejor hasta consigues arrancarles, antes del sacrificio, alguna caricia sabrosa; un cuchillo, Raphaël, es un aliado considerable.

Él seguía mirando a la pareja abrazada que giraba despacio en la pista; una mano de la falsa Véronique apretaba la cintura del mestizo, la otra descansaba en su hombro. En voz baja, casi con timidez, me dijo: «Preferiría matar al tipo…»; entonces me di cuenta de que había ganado; me relaje bruscamente y llené los vasos.

—¡Bueno! —exclamé—. ¿Y qué te lo impide?… ¡Pues claro! ¡Estrénate con un negro!… De todos modos se van a ir juntos, han cerrado el trato. Desde luego, tendrás que matar al tipo antes de llegar al cuerpo de la mujer. Por lo demás, tengo un cuchillo en la parte delantera del coche.

Diez minutos después, en efecto, se fueron juntos. Me levante, agarrando la botella al marcharme; Tisserand me siguió con docilidad.

Fuera, la noche era extrañamente suave, casi cálida. Hubo un leve conciliábulo en el aparcamiento entre la chica y el negro; se dirigieron a un scooter. Me instale en el asiento delantero del coche y saqué el cuchillo de la bolsa; los dientes relucían que daba gusto bajo la luna. Antes de montarse en el scooter; ellos se besaron durante mucho rato; era hermoso y muy tierno. A mi lado, Tisserand no dejaba de temblar; yo tenía la sensación de oler el esperma podrido que volvía a hincharle el sexo. Jugando nerviosamente con el cuadro de mandos, dio un aviso con los faros; la chica guiño los ojos. Entonces se decidieron a marcharse; nuestro coche arranco con suavidad tras ellos. Tisserand me preguntó:

—¿Dónde irán a acostarse?

—Supongo que a casa de los padres de la chica; es lo más normal. Pero hay que detenerlos antes. En cuanto lleguemos a una carretera secundaria, arrollamos el scooter. Seguramente se quedaran un poco atontados; no te costara nada rematar al tipo.

El coche corría con suavidad por la carretera de la costa; delante, a la luz de los faros, la chica abrazaba la cintura de su compañero. Tras un silencio, dije:

—También podríamos atropellarlos, para más seguridad.

—No parece que sospechen nada… —observo él con voz soñadora.

Bruscamente, el scooter se desvió a la derecha por un camino que conducía al mar. Eso no estaba previsto; le dije a Tisserand que redujera la velocidad. La pareja se detuvo un poco más lejos; vi que el tipo se tomaba el trabajo de poner el antirrobo antes de llevarse a la chica hacia las dunas.

Cuando cruzamos la primera fila de dunas, lo entendí mejor. El mar se extendía a nuestros pies, casi quieto, formando una inmensa curva; la luz de la luna llena jugaba dulcemente en la superficie. La pareja se alejaba hacia el sur, bordeando la orilla del agua. La temperatura del aire era cada vez más suave, anormalmente suave; parecía el mes de junio; en tales condiciones, claro, lo entendía: hacer el amor a la orilla del océano, bajo el esplendor de las estrellas; lo entendía demasiado bien; es exactamente lo que yo habría hecho en su lugar. Le tendí el cuchillo a Tisserand; se fue sin decir palabra.

Volví al coche; apoyándome en el capó, me senté en la arena. Bebí a morro unos cuantos tragos de bourbon, luego me senté al volante y acerque el coche al mar. Era un poco imprudente, pero hasta el ruido del motor me parecía amortiguado, imperceptible, la noche era envolvente y tibia. Tenía unas ganas terribles de rodar recto hacia el océano. La ausencia de Tisserand se prolongaba.

Cuando volvió, no dijo una palabra. Tenía en la mano el largo cuchillo; la hoja brillaba suavemente; yo no veía manchas de sangre en la superficie. De pronto, me sentí un poco triste. Al final, él habló.

—Cuando llegué, estaban entre dos dunas. Él ya le había quitado el vestido y el sujetador. Sus pechos eran tan hermosos, tan redondos a la luz de la luna… Luego ella se dio la vuelta y se acercó a él. Le desabrocho el pantalón. Cuando empezó a chupársela, no pude soportarlo.

Se calló. Yo esperé. El mar estaba inmóvil como un lago.

—Me di la vuelta y empecé a andar entre las dunas. Podría haberlos matado; no oían nada, no me prestaban ninguna atención. Me masturbe. No tenía ganas de matarlos; la sangre no cambia nada.

—La sangre está en todas partes.

—Lo sé. El esperma también está en todas partes. Ya estoy harto. Me vuelvo a París.

No me propuso que le acompañara. Yo me levanté y caminé hacia el mar. La botella de bourbon estaba casi vacía, me bebí el último trago. Cuando me volví, la playa estaba desierta; ni siquiera había oído arrancar el coche.

Nunca volví a ver a Tisserand; se mató en el coche esa misma noche, en el viaje de regreso a París. Había mucha niebla en las cercanías de Angers; iba a toda velocidad, como de costumbre. Su 205 GTI chocó de frente contra un camión que había derrapado en mitad de la calzada. Murió en el acto, poco antes del alba. Al día siguiente era fiesta, para celebrar el nacimiento de Cristo; la familia avisó a la empresa tres días más tarde. El entierro ya había tenido lugar, según los ritos; cosa que acabo con cualquier idea sobre coronas o delegaciones. Hubo algunas palabras sobre lo triste que era aquella muerte y las dificultades de conducir con niebla, luego volvimos al trabajo, y eso fue todo.

Por lo menos, me dije al enterarme de su muerte, luchó hasta el final. El club de jóvenes, las vacaciones de esquí… Por lo menos no abdicó, no tiró la toalla. Hasta el final, y a pesar de los fracasos, buscó el amor. Sé que, aun aplastado entre los hierros de su 205 GTI, ensangrentado, con su traje negro y su corbata dorada, en la autopista casi desierta, seguía presentando batalla en el corazón, el deseo y la voluntad de batalla.

Tercera Parte
1

¡Ah, era en
segundo grado!
Ya podemos respirar…

Cuando Tisserand se fue, dormí mal; supongo que me masturbé. Cuando me desperté todo estaba pegajoso, la arena estaba húmeda y fría; me sentí absolutamente harto. Lamentaba que Tisserand no hubiera matado al negro; amanecía.

Me encontraba a kilómetros de distancia de cualquier lugar habitado. Me levante y me puse en camino. ¿Qué iba a hacer si no? Los cigarrillos estaban empapados, pero todavía se podía fumar.

Cuando llegué a París encontré una carta de la asociación de antiguos alumnos de mi escuela de ingenieros; me proponía que comprara alcohol y
foiegras
para las fiestas a un precio excepcional. Me dije que habían hecho el
mailing
con un retraso imperdonable.

Al día siguiente no fui a trabajar. Sin un motivo concreto; sencillamente, no tenía ganas. En cuclillas sobre la moqueta, hojeé catálogos de venta por correo. En un folleto editado por las Galerías Lafayette encontré una interesante descripción de los seres humanos, bajo el título «Los actuales»:

«Tras una jornada llena de acontecimientos, se instalan en un mullido sofá de líneas sobrias
(Steiner, Rosset, Cinna).
Al compás de la música de jazz, aprecian el grafismo de las alfombras
Dhurries
, la alegría de los empapelados
(Patrick Frey).
Las toallas les esperan en el cuarto de baño
(Yves Saint-Laurent, Ted Lapidus)
, en un maravilloso decorado. Y delante de una cena entre amigos, preparada en una cocina de
Daniel Hechter
o
Primrose Bordier
, crean otra vez el mundo.»

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