"En Nápoles estuvimos unos días viviendo con los punks en la calle", dirá Silvia Gramático, su compañera de viaje. "Con ellos nos íbamos a bañar a una especie de astillero abandonado y el mar completamente poluido, lleno de petróleo. Y también íbamos al barrio de ellos, un lugar pesado donde tenía que ir a buscarnos alguien a una de las entradas, porque si n o te reventaban".
Una gatita perdida las siguió por las calles de Nápoles. Era negra y desvalida y Soledad insistió en recogerla: durante varios días la llevó por trenes, plazas y pensiones, hasta que le encontró un dueño y una casa. A mediados de julio las dos amigas estaban de vuelta en la posada de Alpe Devero: si antes del periplo el trabajo en el pueblo les parecía aburrido, ahora les empezó a resultar insoportable.
Aquel lunes Silvia y Soledad podrían haber ido a Venecia, a Milán, a Vicenza, a Verona, pero se fueron a Turín. Una vez allí necesitaron un lugar donde dormir: días antes, en Domodossola, una chica les había dado la dirección de la Federación Anarquista, como podría haberles dado la dirección de una pensión barata, una casa ocupada comunista, un centro de atención de jóvenes cristianos. Era tarde, más de las ocho de la noche: en la Federación Anarquista del corso Palermo podría no haber habido nadie o una chica preparando un volante o cinco miembros de un grupo de teatro o aquel señor mayor de barba. Aquel señor podría haber estado de un humor de perros por una pelea con su mujer y decirles que se fueran o tan contento por el sol del verano y hablarles de la resistencia antifascista o con ánimo de cooperar y decirles que no, que allí no se podía dormir pero que él podría indicarles donde sí.
El señor de barba podría haberles hablado, una vez más, de la pensión barata o de la casa de algún amigo con ínfulas sudacas que habría estado contento de alojarlas o de un centro social que conocía pero justo se le cruzó por la cabeza la idea de que en la casa ocupada del Asilo quizás habría lugar para esas dos mujeres y les explicó dónde quedaba, cómo llegar hasta la via Alessandria. Y podría no haber notado sus caras de despiste y no haberles ofrecido llevarlas en su coche hasta la puerta de ese lugar, total me queda de paso, yo ya me estaba yendo a casa, vengan, suban.
Y ellas, Silvia y Soledad, podrían haber sabido que nadie va a una casa ocupada a pedir alojamiento así nomás sin conocer a nadie, pero lo ignoraban y no llegó a ocurrírseles. Y podrían haber tenido reparos o vergüenza o miedo de meterse en ese lugar desconocido pero estaban sobre todo cansadas. Y una vez frente al Asilo, en esa tarde de verano, con el sol ya cayendo y el calor en las veredas todavía y esa luz tibia rosa, podrían haberse encontrado con una puerta cerrada que las disuadiera. Pero no: la puerta del Asilo estaba abierta y el azar funcionaba a todo trapo.
La puerta de la casa ocupada de la via Alessandria número 12, que llaman el Asilo, es verde y doble y está cubierta de inscripciones. Es la puerta de una vieja escuela: en italiano asilo significa asilo pero también escuela maternal, jardín de infantes.
Yo llegué a las puertas del Asilo cuatro años más tarde, poco después del mediodía de un sábado de septiembre 2001, pero había desembarcado en la ciudad la víspera: aquel viernes la ciudad se había muerto y todavía no la habían enterrado. Eran las nueve de una noche de verano: yo caminaba por calles limpísimas iluminadas de dorado, edificadas por burgueses satisfechos para que todos viéramos cuán satisfechos se sentían; no había nadie. De tanto en tanto una sombra cruzaba la vía Roma, la calle principal. Era extraño: todos se habían ido, ese ocaso, a otras partes. Turín es una ciudad que muchas veces parece estar en otra parte.
Turín empezó como campamento romano y tiene más de dos mil años, una universidad del siglo XV e iglesias de todas las semanas, pero sus días de gloria llegaron en 1861 cuando su líder político de entonces, el conde Cavour, consiguió que nombraran a su jefe Vittorio Emanuele II, duque de Saboya, rey de Italia recién unificada. Durante cuatro años Turín fue la primera capital italiana: no hay rincón de la ciudad que se prive de proclamarlo. Sus espacios más monumentales le vienen de esa época —y de la posesión de su tesoro, el tan Santo Sudario. Turín tiene incluso un palacio real, pero aquí vivieron, entre otros, Nietzsche, Gramsci, Cesare Pavese: Dios ha muerto, dijo el intelectual orgánico, y vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Orgullosa y monarca, Turín era una ciudad de cien mil habitantes hasta que se hizo cargo de ella la verdadera reina piamontesa del siglo pasado: el 11 de julio de 1899, para dar por terminado el siglo XIX, treinta accionis tas formaron la "Società Anonima Fabbrica Italiana Automobili Torino" que, poco después, bajo el mando de un señor Giovanni Agnelli, empezaría a llamarse Fiat.
Turín es la cuna de ciertas tradiciones italianas como el Cinzano y el Martini, pero la Fiat es la cuna de la Turín contemporánea. A fines de la Segunda Guerra la ciudad tenía menos de medio millón de habitantes; a mediados de los cincuentas el coche —el pequeño Fiat "cinquecento"— se convirtió en una aspiración y una posibilidad para casi todos, y la industria explotó. Cientos de miles de meridionales —sicilianos, calabreses, napolitanos— se escaparon de la pobreza sudista para ir a trabajar en La Fábrica: eran las épocas en que la Fiat crecía incontenible y, con ella, el poder de su dueño, otro Giovanni Agnelli.
A mediados de los setentas Fiatópolis ya tenía más de un millón de habitantes, una municipalidad de izquierda y una población completamente diferente. Los primeros inmigrantes chocaron con el racismo de los viejos piamonteses: cuando llegaron, los departamentos que se ofrecían tenían carteles que decían que "no se alquila a los meridionales". Ahora, sus hijos aburguesados ponen carteles que dicen que "no se alquila a los árabes". Las buenas costumbres nunca se pierden y la ciudad creció mucho más cerca de Francia y Suiza que de Roma, sofisticada y rica, proletaria, recelosa, izquierdista, reservada, ordenadísima.
A primera vista Turín parece una ciudad coqueta, pesada, satisfecha, edificada por burgueses coquetos, pesados, satisfechos. Una ciudad donde todo refulge de mármol y columnas hasta que aparecen, más allá de los fastos del centro, extendidos suburbios industriales. El barrio del Asilo está en un borde de la ciudad, muy cerca del mercado de pulgas del Balon y del mercado de frutas y verduras de Porta Palazzo, el barrio de la marginalidad. Aquella tarde, cuando llegué, a la vuelta del Asilo, entre dos contenedores de basura, un rubio y un árabe se pinchaban con una jeringuita descartable.
—Eh, boludo, qué carajo mirás.
Yo farfullé que no miraba nada y apuré. En los barrios periféricos de Turín la desocupación juvenil llega al 40 por ciento. Es el fin de un ciclo del capitalismo turinés: el apogeo y caída de la gran industria automotor, transferida a países periféricos. Hace veinte años la Fiat tenía 130.000 obreros; ahora se las arregla con 40.000 y siguen despidiendo.
"Turín es una ciudad desmembrada, insegura, llena de una inquietud que busca figuras que la encarnen", escribió el intelectual y diputado comunista Marco Revelli. "Aquí se vive una profunda crisis de identidad. Antes estaban las dos Turín de Carlo Levi: la de la periferia proletaria, compacta, con sus códigos éticos, sus culturas, y la del centro burgués, las oficinas, los negocios. Eso duró hasta fines de los setentas. Era una ciudad muy conflictiva y al mismo tiempo muy ordenada, con lenguajes claros. En los últimos veinte años Turín se ha vuelto opaca. Sigue llena de obreros pero ya no es una ciudad obrera. La Fiat tiene un tercio de los empleados que tenía. Hay cinco millones de metros cuadrados de áreas industriales en desuso. Los códigos de comunicación entre los diversos sectores sociales se fueron deshilachando. Turín tiene periferias viejas e inquietas. Más aún: puede convertirse en una única gran periferia, marginalizada por las transformaciones socioeconómicas de los últimos tiempos". Todo eso, suponen los intelectuales progresistas, explica el surgimiento de un movimiento okupa anarquista y autónomo de una potencia singular. Los squatters no están de acuerdo: no se consideran a sí mismos como un fenómeno social; son hombres y mujeres que han elegido una forma de vida.
Eran las tres de la tarde cuando toqué la puerta del Asilo. Alguien me abrió y le pregunté por Luca Bruno, por Luchino:
—No sé, debe estar en su pieza. Es ahí al fondo, andá y fijate.
Para llegar hasta ese fondo había que caminar metros y metros de un pasillo muy ancho; contra las paredes descascaradas había muebles rotos, pilas de diarios viejos, carritos de supermercado, pintadas y dibujos.
—¡Luchino, Lu chino!
La primera vez que lo vi sólo alcancé a distinguir su cabeza: fue todo lo que sacó de entre las sábanas cuando toqué la puerta, grité que lo buscaba y me dijo que pasara nomás. La pieza era un caos de cositas diseminadas por todo el espacio pero no se veía nada como una cama. Desde arriba una voz me dijo ciao; le dije que era Martín, un argentino, que tenía que hablar con él, que le traía una carta de Gabriela Rosas. Dijo "ah, pero ahora estoy durmiendo la siesta". Su cama estaba a dos metros del suelo, en un entrepiso hecho de tablas; él asomaba la cabeza despeinada. Desde esa cama llegaban otros ruidos: le deseé buena siesta y le prometí volver más tarde. Esa misma noche, después de charlar un rato, me invitó a buscarme una pieza allí con ellos.
—Tenés suerte, estamos en verano y hay bastante gente afuera, así que seguro que te podemos encontrar un lugar.
Luca tiene los pelos siempre revueltos como recién despierto, los ojos chicos vivos, una semisonrisa que a veces se le escapa; es flaco, sus pantalones suelen tener cuadros. En el Asilo cada cual tiene su cuarto, que va arreglando como puede; hay una biblioteca, una computadora conectada a internet y dos más desarmadas, un baño no muy limpio al fondo, detrás de la cocina, una cocina grande y luminosa llena de cacerolas y de plantas.
—Capaz que puede ser ésta, había unos franceses pero se fueron la semana pasada.
La pieza que me encontró era enorme y estaba muy vacía: una cama, cantidades de revistas apiladas, frazadas viejas, sillas de tres patas, viejos aparatos de gimnasia, grandes ventanas con los vidrios rotos. Yo le agradecí su entusiasmo; al día siguiente me mudé al Asilo.
—¿Y acá quién hace la comida?
—Alguno. Alguno va y la hace.
—¿Pero se fijan turnos, se organizan?
—No, de ninguna manera. Si hubiera turnos tendría que haber algún tipo de autoridad que los hiciera respetar.
—¿Y cómo están seguros de que alguien va a cocinar?
—No estamos. Pero casi siempre sucede. ¿Nos ves muy desnutridos?
No lo estaban. Cada noche, en el patio enorme del Asilo , todos los presentes —ocupantes, amigos, invitados— cenaban juntos lo que algunos habían preparado: son las cenas comunes, la base de la sociabilidad okupa y son, se jactan ellos, un invento italiano.
Alrededor, en el patio, en el viejo edificio, todo tipo de restos: pedazos de autos y de motos, más carritos de supermercado, más muebles en retazos, televisores descompuestos, pilas de libros, máquinas sin nombre. El Asilo está lleno de restos y quizás signifiquen: allí se recupera todo lo que la sociedad de consumo no consume, o ya consumió: capitalismo desechado, para hacer otra cosa. Los okupas tratan de armar con los restos del capital otros engendros. Para empezar, construirse una vida fuera de las normas y las leyes.
"Esto es la búsqueda, a través de la negación del principio de propiedad privada y pública, de la construcción de un ambiente donde no amenazan los estertores asmáticos de los numerosos pulmones sociales: la familia, la escuela, el trabajo, la discoteca —que no es más que la metadona del trabajo para el tiempo en que no se trabaja—, la droga —o sea el trabajo que sirve para soportar la familia, la escuela, la discoteca, etcétera", decía un folleto okupa hace unos años. Yo viví veinte días allí, con ellos, buscando los rastros de una historia, y fueron conmigo tan amables, absolutamente solidarios.
—Tengo que ir hasta el centro. ¿Puedo agarrar una bicicleta?
—¿Hay?
—Sí, ahí hay un par.
—Entonces no preguntes, dale.
No es fácil acostumbrarse a que nadie te mira, nadie te controla, nadie piensa en juzgar lo que hacés. Al principio trataba todo el tiempo de dar explicaciones: al fin y al cabo eran mis anfitriones, los dueños de casa. "Dueños de casa" es una expresión demasiado cargada; de a poco fui entendiendo. Muchas tardes trataba de pensar en todo eso: mis ideas no siempre eran muy claras. Algunos de ellos trabajan en hospitales, escuelas, restoranes, obras en construcción; algunos no trabajan, otros trabajan en trabajos menos públicos. Pero su trabajo más activo es armarse sus vidas, no dejarse ganar por el sistema, instalarse en un mundo que ellos mismos controlan —en los límites de lo tolerado por el otro. Y lo hacen ahora, no mañana. La idea del aquí y ahora es como una versión en positivo del no-future punk: no es que no haya futuro, es que no hay que esperarlo.
—¿Y en qué consiste su militancia, sus actividades?
—Según, algunos hacen un volante, organizan alguna actividad, otros no, según cada uno quiera. Lo principal es mantenernos vivos y mantener vivo todo esto.
Quizás nada de lo que hacen sea muy extraordinario y, al mismo tiempo, todo lo que hacen es extraordinario —en sentido estricto: están inventándose un camino nuevo, lejos de los infinitos caminos ya trazados. Y eso es mucho, sea cual sea el resultado que esté dando.
El Asilo fue ocupado en 1994, pero la historia de sus ocupantes viene de mucho antes. A principios de los años ochenta el paisaje social italiano estaba desértico: la represión contra el terrorismo de los setentas, los famosos "años de plomo", había acabado con la mayor parte de las iniciativas políticas autónomas.
Los anarquistas jóvenes de Turín no escapaban a esa condición: en esos días formaban un círculo que languidecía en un local de la via Ravenna; de hecho, el círculo estaba a punto de cerrar por falta de medios, metas e integrantes. Mientras tanto, a pocas cuadras, en la piazza Estatuto, se reunía un grupito de jóvenes punk: a veces los corría la policía, otras veces el frío. Algunos punks y unos pocos anarcos se conocieron, casi por azar: los unía la malaria, la desazón común, el rechazo por una sociedad que los rechazaba. Punks y anarcos pensaron en la posibilidad de hacer algo juntos: lo primero, faltaba más, fueron conciertos.