Amor y anarquía (14 page)

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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela, #Histórico

BOOK: Amor y anarquía
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Hacia las tres de la tarde, María Soledad Rosas presentó su pasaporte 23.952.443, expedido en la ciudad de Buenos Aires el 9 de mayo de ese año, en la ventanilla de Migraciones del aeropuerto de Ezeiza. En la foto de su pasaporte, Soledad llevaba el pelo hasta los hombros con su raya al medio, la frente estrecha despejada, las orejas chiquitas, la ojos decididos, la nariz respingada, la boca semiabierta juguetona: linda, desafiante, entre la sorna y la dulzura, la timidez y la certeza. La mirada muy clara: como quien cree que alguna vez verá. El empleado la miró y le dedicó una sonrisa exagerada; Soledad se la agradeció y respiró hondo: ya estaba del otro lado. Su madre y su hermana habían ido a despedirla; su padre dijo que a él no le gustaban las despedidas de aeropuerto. Su madre había llorado y le había hecho las últimas recomendaciones:

—Nena, llamá cuando llegues para saber qué tal estuvo el viaje.

—Sí, claro, claro.

Ya del otro lado, Soledad y Silvia se reían:

—Che, hasta último momento te van a dar consejos.

Pero todo eso había quedado atrás. El free-shop no le ofrecía nada que le interesara: Soledad miraba más bien a los demás pasajeros, el aire de ese embarque que la estaba llevando hasta otro mundo. Algo empezaba y, seguramente, sería mejor que lo que había pasado. Sin duda sería mejor que lo que había pasado.

"Cuando se fue, Sole no sabía lo que era ni lo que valía", dirá Gabriela Rosas, su hermana. "No sabía nada sobre ella misma, no conocía algo de ella que pudiera parecerle bueno. Tenía esa cosa de no valorarse, de no quererse, de estar perdida en ella misma, como cuando una persona no sabe lo que es. No había un aspecto de ella que valorara, ni el cultural ni el intelectual ni el emocional. No había nada de ella que la definiera. Y me parece que eso sí lo encontró allá, lejos de nosotros. Creo que en algún lado ella sabía que se iba para no volver. Acá no dejó nada, no dejó un lugar que fuera suyo. En su habitación no había una foto, no había nada. En el camino, entre tanta ida y vuelta, había ido perdiendo sus cosas, su ropa, sus libros, en lo de una amiga, en lo de un novio. Era como que había ido deshaciéndose de todo y acá dejó muy pocas cosas. No tenía un lugar donde volver. Quizás no era consciente, pero en algún lado ella sabía que acá ya no había nada para ella".

LA VIDA ITALIANA
1. EUROPA

Cuando su avión aterrizó en el aeropuerto de Milán, María Soledad Rosas volaba de fiebre. Le dolía todo el cuerpo y casi no se podía mover: apenas pasaron los controles, Silvia Gramático la convenció de que se fuera a acostar. Soledad se pasó sus dos primeros días "en Europa" acostada en una cama de pensión milanesa, tomando analgésicos mientras su amiga le hacía masajes en los pies. Se lamentaba por su mala suerte: cómo se iba a enfermar justo entonces, de movida nomás. Aunque por momentos sospechaba que no debía ser la suerte: seguramente estaba poniendo en escena el susto, los nervios de dejar por fin su mundo atrás.

Cuando Soledad pudo levantarse salieron a dar una vuelta por la ciudad. Milán no las impresionó particularmente: a primera vista no parecía tan distinta de Buenos Aires. En la mitología de la clase media argentina el viaje a Europa es un punto fuerte. Para empezar, existe "Europa": un concepto confuso que sólo algunos tours y los tratados comerciales se empeñan en sostener y que los argentinos, en general, intentan recorrer –"hacer"— entera en pocos días. Y, sobre todo, el viaje a Europa –"el viaje"— es una ceremonia iniciática que marca claramente un antes y un después, de la que se esperan revelaciones que no suelen llegar: cualquier hermeneuta de café hablaría del retorno a los orígenes míticos de este pueblo de europeos expulsados. Pero ahora Soledad ya estaba "en Europa" y nada sucedía: la ciudad era quizás un poco más rica y más limpita, pero no muy diferente. O eso era lo que quería creer: Soledad oscilaba entre la desenvoltura y el miedo, la excitación y el temor de no saber dónde se estaba metiendo. "En Milán nos sacamos una foto", dirá Silvia Gramático, su compañera de viaje. "Yo estaba apoyada en un arco y ella a mi lado, en una postura temerosa. Y después la revelamos y Soledad escribió detrás: 'Estaba como una ranita encima de una piedra': asustada. Como quien todavía no sabe quién es, me pareció".

Al día siguiente se tomaron el tren hasta Domodossola, un par de horas al norte: allí los esperaban sus nuevos patrones para llevarlos hasta la hostería de Alpe Devero.

—Ya van a ver, acá la vida es de lo más tranquila, una delicia...

Alpe Devero es un pueblo casi inexistente en lo más hondo de los Alpes piamonteses, a dos kilómetros escasos de la frontera suiza y mil metros de altura. El pueblo vive del turismo de caminantes montañeses y pescadores con mosca: sus alrededores son de una belleza montañosa convencional y convincente. El hotelito donde Soledad y Silvia trabajarían, el Bar Pensione Fattorini, era una posada alpina clásica con su techo a dos aguas, unos pocos cuartos y un restorán sin pretensiones. Lo regenteaba un matrimonio de treintaypico: Luca era local; su mujer, Cecilia, había nacido en Buenos Aires pero llevaba mucho tiempo allí. Eran una pareja amable que empezó por mostrarles su cuarto y contarles sus obligaciones:

—Bueno, ya ven que acá somos muy pocos, así que todos hacemos de todo. Ustedes van a tener que servir las mesas, lavar platos, limpiar, todo.

—Yo además tengo un título en administración hotelera, quizás puede servir para...

—¿Ah, sí? Qué bueno. Bueno, ya veremos qué podemos hacer con eso.

En junio la posada estaba semivacía y Soledad se aburría mucho. Era decepcionante: no se habían ido tan lejos para quedarse encerradas en un pueblito, aunque les garantizaran 700 dólares por mes. Sole estaba sorprendida: imaginaba que en Europa los sueldos eran mejores. Al cabo de unos días Soledad y Silvia le dijeron a sus patrones que, ya que todavía no había tanto trabajo, quizás podían hacer un arreglo distinto: viajarían un poco por Italia y volverían dentro de diez días, cuando se juntara un poco más de gente. Y después quizás podrían trabajar los fines de semana y viajar en el medio. "Sabrán bien que no fui yo la que se animó a pedirlo", escribió Soledad a sus padres; "Silvia se puso firme, y yo aprendo de ella".

"A ella le encantaba estar tan lejos de su casa", dirá Silvia Gramático. "En su casa estaba todo muy controlado: todo era tan perfecto, tan limpio, tan organizado que no había espacio para la locura, para ninguna desviación. Cuando empezamos a viajar la conocí más profundamente. Yo la cuidaba como a una hija, imaginate. Sole era una nena, una new hippie, quería fumarse su porrito tranquila, relajada, buena. No tenía una idea muy precisa. Eran unas vacaciones y de pronto trabajar un poco, a lo mejor quedarse, si pintaba. Lo que noté fue que en cuanto llegamos se quiso liberar enseguida, hacía cosas más fuertes que las que suele hacer la gente. Por ejemplo, en un pueblo de montaña hay formas que si las transgredís se nota mucho. Alpe Devero es un lugar para gente que quiere andar por la montaña, chiquito, donde no pasa nada y todos se la pasan hablando de la lluvia y del tiempo, que cambia a cada rato. Pero nosotras subíamos al ómnibus y ella se descalzaba y ponía los pies sobre el asiento. O se sacaba la ropa en una casa para darse unos masajes... Por fin se había liberado de su casa, estaba lejos. Pero había días en que se levantaba y lloraba, sin que apareciera ningún motivo, no había ropa que le gustara, yo tenía que ayudarla con eso, estaba triste".

Esos días llegaban sin avisar, sin que supiera cómo ni por qué, y se le hacían difíciles : "Hay días en los que no estoy bien", le escribió Soledad a Ezequiel Gramático, el hijo de Silvia. "Siento que me viene una nube negra y me aprieta el pecho muy fuertemente y me cierro y no puedo comunicarme con nadie. Supongo que es un poco de inseguridad y un poco de temor a decir lo que pienso, pero cada día trato de alejarlo un poco. Bueno, pero hoy me siento bien".

El 1º de julio Silvia y Soledad volvieron a Milán para tomarse un tren hasta Florencia: ahora, quizás, empezaría realmente el viaje.

"Querida Ma: ¿Cómo te va? ¿El invierno te trata con frío o la estás pasando en la camita como a vos te gusta y como yo extraño?", le escribía, el 4 de julio, a dos semanas de su llegada, Soledad a su amiga Soledad Echagüe, Sole Vieja. "Acá todo es hermoso, pero te confieso que extraño bastante, es que acá es lejos de verdad. Ahora hace 4 días que estoy en Florencia, es la ciudad más hermosa que conozco. Pero después de unos días me siento muy apretada, las calles son angostísimas y no hay un solo árbol. Eso no lo sentí en los 2 primeros días en los que la belleza me impactaba. Pero hoy ya estoy cansada de los turistas y del humo de los autos. Ayer en una plaza conocí a una brasilera que vive acá, ella canta. Esta chica nos presentó a un escultor argentino que también vive acá. El pibe es macanudo y hoy trabajé para él posando para unas esculturas".

El pibe se llamaba Erman, era mendocino y le dio a Soledad la primera de las aventuras que ella estaba buscando: posar desnuda para un artista era algo que se podía contar a los amigos. "Ese chico es escultor y me ofreció trabajar para él", le escribió poco después a Fabián Serruyo. "Posé un día para unas fotos y todo bien, el tipo muy profesional y no se quiso sarpar nunca, al contrario". El contrario siempre es difícil de entender.

Florencia les duró cuatro días de caminar y caminar, comprarse pan y algún fiambre para comer en una plaza, seguir caminando, admirarse con las novedades, caminar, admirarse con las antigüedades, tomarse una gaseosa, buscar más posibilidades de admiración: el duro oficio del turista. Cuando se agotaron partieron hacia Roma para seguir haciéndolo. "A medida que nos cansamos de cada ciudad nos vamos", le escribió a Fabián. "Por acá todo va bene, la verdad que lo que vamos conociendo es hermoso y me resulta bastante fácil moverme por Italia. ¿Y a vos cómo te va? No sabés cuánto te extraño. La verdad es que desde tan lejos se extraña un poco más, sobre todo a los amigos del alma como vos".

Soledad descubría sin parar, pero la excitación de los des cubrimientos no le impedía seguir pensando en lo que había dejado en Buenos Aires: "Má, yo la estoy pasando realmente bien, este viaje no tiene comparación con nada y no tengo problemas como para querer volver", le escribía a Soledad Echagüe. "Pero mi corazoncito está ahí en Bs. As. con todos mis seres que tanto quiero como a vos. Má, te recuerdo siempre y vos estás viajando por acá conmigo porque estás en mi corazón. (...) Má, cuidate mucho y tratá de ser feliz, lo más que puedas que la vida es una sola y muy corta. Y fúmense un porro en mi nombre, que ese humito nos una desde tan lejos. Má, cuando recibas mi carta llamala a Gaby y decile que estoy muy bien y que la quiero mucho.

"Por favor, si tenés ganas escribime. Calculá que las cartas tardan 15 días y yo me quedo en esta dirección hasta el final de agosto.

"Te quiero. Te mando un beso en las encías, el esófago, entre los dedos del pie, en el sobaco, el ombligo, atrás de la rodilla, la raya del culo, en la cutícula, etc, etc. Con cariño y amor, la Sole c hiquita para la Sole vieja!!!"

Soledad y Silvia se quedaron tres días en Roma. Soledad vio una ciudad que le parecía careta y demasiado monumental: no llegó a encontrar sus recovecos.

—Che, ma, acá hay demasiado ruina y poca onda. La verdad que nos podríamos rajar, ¿no?

"Con Silvia, la mejor, es buena compañera de viaje", le escribía a Fabián Serruyo. "Ella te manda un beso grande. Dice que le caíste bien, que se nota que sos una buena persona.

"Fabi, espero que te estés cuidando y que no gastes plata en boludeces, más vale guardala para venir para acá. Yo calculo que a fin de agosto ya termino de trabajar, así que en septiembre estaré por España. Fá, venite para acá, dale que te extraño. Mataría que vengas con Gaby.

"¿Quemaste mi auto? Mataría que no, porque en el verano quiero hacer el pensionado de perros. Bueno, si mi auto no está lo podemos hacer con tu auto y así nos hacemos unos buenos mangos.

"Ay Fabi, cuando empiezo a escribir acerca de lo que me gustaría hacer en Buenos Aires es una señal fuerte de extrañar.

"No sé, Roma me hace sentir un sabor amargo. Hoy cuando vi el Coliseo sentí como el dolor de los animales y las torturas que hacían en ese lugar. Además hoy es domingo".

El viaje no empezaba a ser un viaje. Ya en Nápoles, las dos amigas tuvieron más acción. Para cierta mitología viajera, conocer una ciudad supone rebuscar en sus márgenes. Señores que jamás charlarían con su verdulero se extasían si pueden cruzar cuatro palabras con una panadera parisina: contacto con los aborígenes. Pero también es cierto que el viaje supone cierta libertad: la que viene de la falta de costumbres. El fulano en su propio lugar tiene un circuito con paradas ya trazadas; fuera de su lugar el fulano las pierde y debe descubrirse otras. Así se encuentran con los que viven fuera de los circuitos como los que ellos mismos, en sus propias ciudades, frecuentan.

"En Nápoli empezó la aventura", escribió Soledad a sus padres. "Cuando llegamos, la estación era tipo Constitución y nos fuimos a un hotelucho por ahí cerca. Hacía como 30° y yo no me bancaba más. pero pasaban las horas y empezamos a tomarle el tiempo al lugar. Tomamos un tranvía y fuimos a una playa. ¡Para qué! Todos hablaban dialecto y eran tan brutos que parecían de las cavernas. Para colmo el agua resucia y la arena negra. ¡Aguante el primer mundo! Silvia se durmió las dos horas que estuvimos ahí y yo pensaba en Brasil. Nos fuimos y tomamos un colectivo para dar vueltas por la ciudad. Es la mejor forma de conocer y además no se paga. Finalmente llegamos al punto de la movida napolitana".

En la plaza Santo Domenico, Silvia y Soledad conocieron a un grupito de punks: Silvia, más directa, trababa conversación y Soledad, tímida, se plegaba después. "Yo a veces —casi siempre — soy muy tímida al principio y me cuesta encarar, pero la Gringa con su buena parla encara bien y entre las dos hacemos una buena dupla", le escribió Soledad a Ezequiel, el hijo de la Gringa Silvia. "La verdad es que nos llevamos de primera, tu vieja tiene luz propia, nos divertimos mucho juntas, hasta de nosotras mismas nos reímos. Tu vieja es como si no tuviera edad. Para mí es como una mamá espiritual, pero también es una hermana y una amiga".

Los punks de la plaza se ocuparon de ellas durante los dos o tres días siguientes. Eran un grupo bien mezclado: "Desde un ex combatiente de Malvinas (inglés), un viejo holandés de esos que andan en las motos tipo los Angeles, un par de chicas y chicos de mi edad y hete aquí don Nino, el viejo de la banda" escribió Soledad a sus padres. "Era un director de cine que hizo una película en una fábrica abandonada en las afueras de Nápoli. El film: Nápoli en Decadencia. Él era como un guía nuestro, nos llevaba a pasear y conocer. Hasta que llegamos a esta fábrica abandonada, era alucinante, de película mismo. Esta fábrica era de barcos o sea que teníamos nuestra playa privada. Y como fondo del paisaje teníamos este volcán tan famoso que ahora no recuerdo el nombre".

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