Alta fidelidad (16 page)

Read Alta fidelidad Online

Authors: Nick Hornby

Tags: #Relato

BOOK: Alta fidelidad
5.4Mb size Format: txt, pdf, ePub

Me despierto más o menos al amanecer y tengo la misma sensación que tuve la otra noche, la noche en que me quedé obsesionado pensando en Laura y Ray: me parece que voy sin lastre, sin peso que me ancle en tierra, y que si no me sujeto a lo que sea, quizás eche a volar y se me lleve el viento. Marie me gusta un montón; es graciosa, lista, bonita; tiene talento, pero ¿quién coño es? No se trata de una pregunta filosófica. Lo que quiero decir es que no la conozco de nada, así que ¿qué estoy haciendo en su cama? No cabe duda, tiene que existir un sitio mejor, más seguro, más acogedor que éste. Y en realidad sé que no, que ahora no existe, y eso me da un miedo tremendo.

Me levanto, encuentro mis calzoncillos molones y mi camiseta, me voy al cuarto de estar, busco el tabaco en los bolsillos de mi chupa y me siento a oscuras a fumar. Al cabo de un rato también se levanta Marie y se sienta a mi lado.

—Estabas aquí sentado, comiéndote el tarro, preguntándote qué estás haciendo aquí. ¿Es eso?

—No. Lo que pasa, es que...

—Lo digo porque, si te sirve de algo, por eso estoy yo aquí sentada.

—Vaya, creí que te había despertado.

—No, aún no he podido dormir.

—Entonces llevas mucho más tiempo que yo preguntándote lo mismo. ¿Has sacado algo en claro?

—Bueno, alguna cosilla. He sacado en claro que me sentía muy sola, más sola que la una, y que me acosté con el primero que quiso acostarse conmigo. También he sacado en claro que he tenido suerte de que fueras tú, y no uno de esos tipos aburridos, mezquinos, chiflados.

—¿Y te hubieras acostado con cualquiera que fuese así?

—De eso no estoy muy segura. He pasado una semana fatal.

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

—No ha pasado nada. La semana ha sido fatal, pero sólo dentro de mí, así de fácil.

Antes de acostarnos juntos, al menos existía la suposición fingida de que acostarnos era algo que a los dos nos apetecía, de que lo nuestro era el sano y potente comienzo de una relación nueva y excitante. Ahora, toda suposición y todo fingimiento parecen haberse volatilizado, y nos hemos quedado cara a cara con una realidad: estamos aquí sentados porque no conocemos a nadie más con quien pudiéramos estar sentados así.

—No me importa que te hayas puesto triste —dice Marie— Por mí, de acuerdo. Y no me llamé a engaño con tu manera de tomarte en plan tranquilo lo de..., ¿cómo se llama?

—Laura.

—Laura, eso es. Todos tenemos derecho a ponernos cachondos y estar jodidos al mismo tiempo. Eso no debería darte ninguna vergüenza. A mí, por lo menos, no me da vergüenza. ¿Acaso iban a negársenos los derechos humanos elementales sólo por haber echado a perder nuestras relaciones de pareja?

Empiezo a sentirme más avergonzado por la conversación en sí que por todo lo que hayamos podido hacer poco antes. ¿Cachondos? ¿Son capaces de usar semejante palabra? Joder, me he pasado media vida con ganas de acostarme con una americana, y ahora que ya lo he hecho empiezo a entender por qué nadie lo hace más a menudo, aparte de los americanos, claro está, que seguramente se acuestan con americanas, y viceversa, a todas horas.

—¿Crees que el sexo es un derecho humano elemental?

—Por supuesto que sí. Y yo por mi parte no pienso dejar que ese caraculo se interponga entre un buen polvo y yo.

Mejor no pensar en el peculiar diagrama anatómico que acaba de dibujar, me digo; al menos, lo intento. Y también decido no señalar que, aunque el sexo tal vez sea un derecho humano elemental, es como muy difícil insistir en ese derecho si cada dos por tres destrozas a las personas con las que quieres tener un trato sexual.

—¿Qué caraculo dices?

Escupe el nombre de un cantautor americano bastante conocido, uno de esos que casi con toda seguridad conoces.

—¿Ése es el que se repartió contigo los discos de Patsy Cline?

Asiente. Apenas puedo dominar mi entusiasmo.

—¡Es asombroso!

—¿Qué, que te hayas acostado con una tía que se ha acostado con...? —Y repite el nombre del conocido cantautor americano, al cual llamaré Steve en lo sucesivo.

¡Exactamente! ¡Es exactamente eso! ¡Me he acostado con una tía que se ha acostado con... Steve! (Ya sé que esa frase parece una bobada sin poner tal cual su verdadero nombre. Es algo parecido a esto otro: he bailado con un tío que bailó con una tía que bailó con... Bob. Pero si te imaginas el nombre de alguien que no es realmente famoso, pero sí bastante famoso —por ejemplo, Lyle Lovett, aunque he de apuntar, por motivos legales, que no se trata de él—, te puedes hacer una idea.)

—No seas boba, Marie. No soy tan presumido. Sólo quería decir que es asombroso que alguien que ha escrito —y aquí nombro el mayor gran éxito de Steve, una balada un tanto pegajosa y repugnantemente sensiblera— pueda ser tan hijoputa.

Me convence y me complace la explicación que le doy de mi asombro. No sólo me saca del agujero, sino que resulta a la vez aguda y muy a propósito.

—Esa canción trata sobre su ex, ¿sabes?, la chica con la que estaba antes de estar conmigo. Me sentaba de maravilla oírsela cantar noche tras noche, no hará falta que te lo jure.

Esto es la bomba. Así me imaginaba que sería salir con una tía que tiene firmado un contrato de grabación.

—Y luego yo escribí «Patsy Cline Times Two», y es probable que él haya escrito una canción sobre una chica que escribe una canción sobre todo eso, y posiblemente ella haya escrito una canción sobre una canción escrita sobre ella, y...

—Así son las cosas. Es lo que hacemos todos.

—¿Escribís canciones los unos sobre los otros?

—No, pero...

Sería demasiado largo explicarle lo de Marco y Charlie, y cómo escribieron ellos a Sarah, es un decir, porque sin Marco y sin Charlie nunca habría existido Sarah, y cómo Sarah y su ex, el que quería llegar a ser alguien en la BBC, cómo me escribieron a mí, y cómo escribimos Rosie y yo —sí, Rosie, la del orgasmo simultáneo, la que era un coñazo— a Ian. Lo único que pasa es que ninguno de nosotros tuvo el ingenio o el talento suficiente para hacer canciones con todo lo demás. Con todo lo demás hicimos solamente la vida, que siempre es más embrollada, más agotadora, y que además no te deja nada que silbar.

Marie se pone de pie.

—Voy a hacer algo inadmisible, así que intenta perdonarme —dice.

Se acerca al magnetófono, saca la cinta que está puesta, busca otra y la coloca, y los dos nos sentamos como estábamos, en la penumbra, a oír las canciones de Marie LaSalle. Creo que yo también puedo entender por qué; creo que si estuviese nostálgico, perdido, inseguro, sin saber a qué estoy jugando, creo que yo habría hecho lo mismo. Un trabajo que te llene plenamente es algo fantástico en momentos como éste. ¿Qué se supone que he de hacer yo? ¿Ir a abrir la tienda y darme una vuelta por los expositores?

—¿Te parece un descaro, una grosería, o qué? —dice al cabo de un rato—. Es una especie de masturbación, oírme cantar a mí misma por puro placer. ¿Qué impresión te produce, Rob? Tres horas después de que hayamos hecho el amor ya me estoy haciendo una paja.

Ojalá no lo hubiese dicho. De algún modo estropeó el instante.

Al final volvemos a la cama y dormimos; nos despertamos bastante tarde; tengo un aspecto algo más cutre, y es posible que huela algo más cutre de lo que ella hubiese querido, si éste fuera un mundo ideal, claro, y ella se muestra cordial pero distante. Salimos a desayunar a un sitio que está lleno de parejas jóvenes que han pasado la noche en amor y compañía, y aunque no parece que estemos fuera de lugar, yo sé que lo estamos: todo el mundo parece feliz, encantado de la vida, y no nervioso, ajeno, triste. Marie y yo leemos los periódicos con una intensidad que tiene por objeto cortar de cuajo todo brote de intimidad que pueda surgir. Sólo algo más tarde nos alejamos de los demás: un rápido y compungido beso en la mejilla, y me queda el resto del domingo para mí solo, tanto si me apetece como si no.

¿Qué es lo que salió mal? Todo, o nada, según se mire. Nada: pasamos una velada muy agradable, disfrutamos del sexo sin que ninguno de los dos se humillase, e incluso conversamos antes del amanecer, y fue una conversación que yo, y quizás ella, recordaremos durante años. Todo: la estúpida situación que se dio cuando yo no supe si me marchaba a mi casa o si me quedaba, dándole de paso la impresión de que soy medio bobo; la manera de empezar con brillantez, para descubrir luego que no teníamos gran cosa que decirnos; la despedida; el hecho de que siga estando igual de lejos de aparecer en las notas de su próximo disco que antes de conocerla. No es lo mismo que decidir si ese vaso está medio lleno o medio vacío; más bien se trata de que vertimos media pinta en un recipiente con capacidad para una pinta entera. Tenía que comprobar cuánto cabía allí dentro, y ahora ya lo sé.

11

Toda la vida he detestado los domingos, por las obvias razones genuinamente británicas (los
Cantos de alabanza
, las tiendas cerradas, esa salsa espesa que se va enfriando y a la que ni por asomo querrías acercarte, aunque ya sabes que nadie va a dejar que te escapes de ella) y por las no menos obvias razones internacionales, pero este domingo ya es el colmo. Podría hacer montones de cosas; tengo cintas que grabar, vídeos pendientes de ver, llamadas telefónicas que devolver... Pero nada de eso me apetece. Vuelvo al piso a la una; a las dos se me han puesto tan crudas las cosas que decido ir a casa, pero a casa de verdad, a casa de mamá y papá, con su salsa espesa que se va enfriando y sus
Cantos de alabanza.
Me bastó con desvelarme en medio de la noche y preguntarme de golpe y porrazo cuál es mi sitio en este mundo: mi sitio no está en casa, y no quiero que esté en casa, pero al menos es un lugar que conozco.

Esa casa de verdad está cerca de Watford; hay un buen trecho en autobús desde la estación de metro de la línea Metropolitan. Crecer en un sitio así fue terrible, supongo, pero no me importó. Hasta los trece años o así no fue más que un lugar por el que podía ir en bici; entre los trece y los diecisiete fue un lugar en el que podía conocer chicas. Y me fui de allí cuando tenía dieciocho, de modo que sólo dediqué un año a ver ese lugar tal cual es, un cagadero de la periferia, y a aborrecerlo. Mis padres se mudaron de casa hace unos diez años, cuando mi madre por fin reconoció de mala gana que yo me había marchado, que ya no iba a volver, pero sólo se fueron a la vuelta de la esquina, a una casa adosada de dos habitaciones. No cambiaron de número de teléfono y conservaron a los amigos de toda la vida.

En las canciones de Bruce Springsteen o te quedas y te pudres, o te escapas y te quemas. Eso está bien; por algo es un cantautor y necesita opciones así de simples para sus canciones. En cambio, nadie ha descrito nunca en una canción que es posible escapar y pudrirse: hay fugas en las que te sale el tiro por la culata, y también te puedes ir de la periferia para vivir en la ciudad, para terminar llevando una vida periférica, suburbana y arrastrada de todos modos. Eso es lo que me pasó a mí; es lo que le pasa a casi todo el mundo.

Mis padres no están mal, siempre y cuando te agrade ese tipo de vida, y no es mi caso. Mi viejo es un poco tonto, pero también tiene algo de sabelotodo: una combinación espeluznante, como indica su ridícula barba rizada, que pregona a los cuatro vientos que es uno de esos tíos que no dicen más que paridas y jamás atiende a razones. Mi madre no es más que eso, una madre, y esto es algo imperdonable, que no se puede decir bajo ninguna circunstancia, a excepción de ésta. Se preocupa por todo, me da la tabarra por la tienda, me da la tabarra cuando me habla de mi niñez. Ojalá tuviera ganas de verles más a menudo. No es así. Cuando ya no me quedan razones para sentirme mal, me siento mal por eso. Seguro que se alegran de verme esta tarde, aunque a mí se me encoge el corazón al comprobar que esta tarde pasan por la tele
Genoveva.
(Las cinco películas preferidas de mi padre:
Genoveva, The Cruel Sea, Zulú, Oh! Mr. Porter,
que a él le parece hilarante, y, para postre,
Los cañones de Navarone.
Las cinco películas preferidas de mi madre:
Genoveva, Lo que el viento se llevó, Tal como éramos, Funny Girl y Siete novias para siete hermanos.
Supongo que te basta para hacerte una idea, pero te harás una idea aún mejor cuando te diga que, para ellos, ir al cine es tirar el dinero, porque antes o después pasan las películas por la tele.)

Al llegar me quedo con un palmo de narices: no están en casa. Me he recorrido un millón de estaciones de la línea Metropolitan un domingo por la tarde, he pasado ocho años esperando un autobús, es una putada que pasen
Genoveva
por la puta tele, y para colmo resulta que no están. Ni siquiera me han llamado para decirme que iban a salir, aunque yo tampoco he llamado para decirles que venía, muy cierto. Si fuera mínimamente propenso a la autocompasión, y lo soy, estaría hecho polvo por la terrible ironía que encierra encontrarte con que tus padres han salido cuando, por fin, descubres que los necesitas.

Estaba a punto de volver a la parada del autobús cuando mi madre se asoma a la ventana de la casa de enfrente y me llama a gritos.

—¡Rob! ¡Robert! ¡Ven, entra!

No conozco de nada a los vecinos de enfrente, pero nada más llegar me doy cuenta de que estoy en minoría, por no decir solo: la casa está llena de gente.

—¿Qué se celebra?

—Una cata de vinos.

—No lo habrá hecho papá en casa, ¿verdad?

—No, qué va; es vino de verdad. Esta tarde toca el vino de Australia. Lo probamos todos, y viene un señor que nos explica todo lo que hay que saber.

—Caramba, no sabía que os interesara el vino.

—Ah, desde luego. Y a tu padre le encanta.

Por supuesto que le encanta. Debe de ser terrible trabajar con él a la mañana siguiente, y no por el pestazo a priva que debe de despedir, ni por los ojos enrojecidos, ni porque se porte como un borde, sino por todas las chorradas que se habrá tragado. Se pasará la mitad del día contándole al personal cosas que nadie tiene ningunas ganas de saber. Lo veo al otro lado de la sala, charlando con un individuo de traje y corbata —es de suponer que será el experto que ha venido de visita— que tiene pinta de desesperado. Mi padre acaba de verme y finge que se cae del susto, pero no creo que suspenda su animada conversación.

La sala está llena de gente, pero no reconozco a nadie. Me he perdido la charla del individuo, que es el momento en que ofrece la cata de distintos vinos a los que quieran probarlos. Se ve que he llegado cuando eso de la cata de vinos se convierte sin más en atiborrarse de vino, aunque de vez en cuando veo a uno u otro que lo paladea, que tarda en tragarlo y luego dice alguna chorrada. La mayor parte de los presentes se dedica a meterse el vino entre pecho y espalda a toda velocidad. Es algo con lo que no contaba. Había venido a pasar una tarde de silenciosa tristeza, no de fiesta salvaje; lo único que aspiraba a sacar en claro de una tarde de domingo como ésta era una prueba incontestable de que mi vida puede que sea, es cierto, gris, vacía, pero no tan gris, ni tan vacía, como es la vida en Watford. Nueva metedura de pata. La vida en Watford puede que sea gris, cierto, pero es gris y plena. ¿Qué derecho tienen tus padres a irse de fiesta un domingo por la tarde sin que ninguna razón lo justifique?

Other books

Written in the Stars by Xavier, Dilys
Sharpshooter by Chris Lynch
The Sword and The Swan by Roberta Gellis
Broken Wings by Weis, Alexandrea