Ése es el pie para que se lance a tararear con entusiasmo «All Kinds of Everything», de Dana, lo cual me sirve a mí de pie para salir del mostrador y llevármelo hacia la puerta, y así él sabe que le toca arrojarse hacia uno de los expositores, gesto que me sirve para abrir la puerta con una mano, aflojarle con la otra la mano con que él se sujeta al expositor, y sacarlo a la calle de un empellón. Hace ya un par de años que ideamos este conjunto de movimientos, así que ahora nos lo sabemos de corrido.
Johnny es nuestro único cliente antes de comer. Éste no es un trabajo para los que albergan ambiciones desaforadas.
Barry no aparece por la tienda hasta después del almuerzo, cosa que no es tan infrecuente como pudiera parecer. Tanto Dick como Barry fueron contratados en su día para trabajar sólo a tiempo parcial, tres días cada uno, pero poco después de contratarlos empezaron ambos a presentarse a diario, sábados incluidos. No supe cómo reaccionar —si en realidad no tenían nada mejor que hacer, ni mejor sitio en que pasar el día, yo tampoco quería, bueno, ya se sabe, llamar la atención sobre ese particular, no fuera a desatar sin querer quién sabe qué clase de crisis espiritual—, así que les subí un poco el sueldo y lo dejé correr. Barry interpretó la subida del sueldo como señal para que redujese sus horas en la tienda, así que no le he vuelto a subir el sueldo. Hace cuatro años de eso, y nunca ha dicho ni pío.
Entra en la tienda tarareando un
riff
de los Clash. La verdad sea dicha: «tararear» no es la palabra más adecuada para describir lo que hace, porque viene haciendo ese sonido de guitarra que hacen todos los niñatos, el que se hace poniendo morritos, apretando los dientes y dándole a la lengua con un «¡TRAN-TRRAAN!» bien potente. Barry tiene treinta y tres tacos.
—¿Qué tal, tíos? ¡Eh, Dick! ¿Qué coño has puesto, tío? Suena fatal. —Pone cara de asco y se tapa la nariz—. ¡Fuá!
Barry tiene la virtud de intimidar a Dick, hasta el extremo de que Dick no suele decir ni palabra cuando Barry está en la tienda. Yo sólo me meto cuando Barry empieza a ponerse pesado y se pasa de ofensivo, así que me limito a ver cómo Dick alarga la mano hacia el aparato de alta fidelidad y quita la cinta que había puesto.
—Muchas gracias, tío. En el fondo, Dick, eres como un niño. Hay que andar vigilándote a todas horas. Pero no sé por qué me toca vigilarte a mí. Eh, Rob, ¿tú no te habías dado cuenta de lo que estaba poniendo? ¿De qué vas, tío?
Habla sin parar, y todo lo que dice le sale más o menos atropellado. Habla mucho de música, pero también habla de libros (de Terry Pratchett, o de cualquier otra cosa en la que salgan monstruos, planetas y esas historias), y habla de películas y de mujeres. Pop, chicas, etc., como decía el disco de los Liquorice Comfits. Pero su conversación no pasa de ser una simple enumeración: si ha visto una buena película, no te describe la trama ni tampoco qué sensaciones tuvo al verla, sino que te dice en qué lugar de su lista de mejores películas del año figura, o en qué lugar de su lista de mejores películas de la década o de mejores películas de todos los tiempos: piensa y habla solamente en listas de los cinco o los diez mejores de lo que sea, hábito por el cual también a Dick y a mí nos da por confeccionar nuestras listas. Y a todas horas nos pide que redactemos incluso nuestras listas: «Venga, tíos. Las cinco mejores pelis de Dustin Hoffman.» O solos de guitarra, o discos grabados por artistas ciegos, o números de Gerry y Sylvia Anderson («No puedo creer que hayas puesto el del Capitán Escarlata en el número uno, Dick. ¡Si el menda era inmortal! ¿Qué gracia tiene eso?»), o caramelos que se vendan en frascos de cristal («Si alguno de los dos ponéis los Rhubarb y los Custard entre los cinco primeros, dimito ahora mismo»).
Barry se mete la mano en el bolsillo de la chupa, saca una cinta, la pone en la pletina y sube el volumen de un golpe. En cuestión de segundos, la tienda tiembla al ritmo de la línea de bajo de «Walking on Sunshine», de Katrina and the Waves. Estamos en pleno mes de febrero, hace frío, posiblemente va a llover. Laura se ha ido. No tengo ningunas ganas de oír «Walking on Sunshine». No sé por qué, pero está claro que no encaja con mi estado de ánimo.
—Quita eso, Barry —tengo que gritar, como el capitán de un bote salvavidas en plena galerna.
—No puedo ponerlo más alto.
—No he dicho que lo subas, gilipollas. He dicho que lo quites.
Se echa a reír y se va hacia la trastienda, tarareando a voz en cuello la parte de los vientos: «¡Da DA! Da da da da da-da da-da da-da-da.» Termino por apagarlo yo mismo y Barry vuelve a la tienda.
—¿Qué haces?
—¡Te he dicho que no quiero oír «Walking on Sunshine», joder!
—Pues es mi nueva cinta: mi cinta especial para los lunes por la mañana. La monté ayer por la noche, especialmente para hoy.
—Vale, tío, pues resulta que es lunes por la tarde, ¿te queda claro? Haberte levantado antes de la cama, joder.
—Y me habrías dejado ponerla por la mañana, ¿a que sí?
—No. Pero al menos así tengo una excusa perfecta.
—¿Es que no te apetece oír algo que te anime, algo que meta un poco de calor en tus miserables y envejecidos huesos?
—No.
—Entonces, ¿qué te apetece oír cuando estás cabreado?
—Yo qué sé. Cualquier cosa. Pero no «Walking on Sunshine», eso seguro.
—Vale, pues ya la corro para adelante.
—¿Qué has metido después?
—«Little Latin Lupe Lu».
Se me escapa un gemido.
—¿La de Mitch Ryder and the Detroit Wheels? —pregunta Dick.
—No, hombre. La de los Righteous Brothers. —A Barry se le nota que está a la defensiva. Salta a la vista que nunca ha oído ni hablar de la versión de Mitch Ryder.
—Ah, bueno. Bueno. Da igual. —Dick nunca llegaría al punto de decirle a Barry que se acaba de hacer un lío, pero está claro que se lo da a entender.
—¿El qué? —dice Barry poniéndose de uñas.
—Nada.
—No, venga. ¿Qué les pasa a los Righteous Brothers?
—Nada. Pero yo prefiero la otra —dice Dick con un punto de mansedumbre.
—Vaya mierda.
—¿Cómo va a ser una mierda expresar una preferencia? —digo.
—Si es la preferencia menos apropiada, mierda es lo suyo.
Dick se encoge de hombros y sonríe.
—¿A qué viene eso? ¿A qué viene esa sonrisita, eh?
—Barry, déjalo en paz. Da lo mismo. No pensamos oír ese coñazo de «Little Latin Lupe Lu», ¿te queda claro? Déjalo estar, anda.
—¿Desde cuándo se ha convertido esta tienda en un régimen fascista?
—Desde que tú has traído esa cinta infumable.
—Lo único que pretendía era animarnos un poco, joder. Sólo eso. En fin, lo siento mucho. Anda, poned cualquiera de esas músicas de hijos de puta tristones y acabados, a mí me importa un pepino.
—Tampoco quiero música de ningún hijo de puta tristón. Lo único que quiero oír es algo que me entre por un oído y me salga por el otro.
—Hostia, qué bien. Ésa es la gracia que tiene trabajar en una tienda de discos, ¿a que sí? Ya entiendo; se trata de poner cosas que no te apetezca escuchar. Pues yo había pensado que esta cinta nos iba a dar mucho que hablar. Pensaba preguntaros por vuestros cinco discos preferidos para oír un lunes por la mañana, un lunes lluvioso. Total, que vosotros me lo habéis estropeado.
—Ya lo haremos el lunes que viene.
—¿Y para qué vamos a dejarlo para el lunes que viene, tío?
Y así seguimos y seguiremos, probablemente durante el resto de mi vida, al menos mientras siga trabajando. Me gustaría hacer la lista de los cinco mejores discos que no te hacen sentir nada; de ese modo, Dick y Barry podrían hacerme un gran favor. Cuando llegue a casa, pienso poner algo de los Beatles. Seguramente
Abbey Road,
aunque a lo mejor programo el compact para saltarme «Something». Los Beatles eran como los cromos que venían con los chicles, o eran
Help
un sábado por la mañana en el cine del barrio, y aquellas guitarras de juguete con las que cantaba «Yellow Submarine» a voz en cuello cuando íbamos de excursión con el colegio, siempre en el último asiento del autobús. Son sensaciones que me pertenecen por entero, que no son mías y de Laura, ni mías y de Charlie, ni mías y de Alison Ashworth. Aunque me hagan sentir algo, no será nada malo.
Me preocupaba un poco cómo iba a ser la vuelta a casa esta noche, pero no ha estado mal: esa ingobernable sensación de bienestar, en la que tampoco se puede confiar demasiado, no me ha abandonado. Además, está claro que no siempre será así, que no siempre seguirán estando sus cosas ahí delante. Bien pronto se lo llevará todo, y el aire de barco abandonado que tiene el piso —el libro de Julian Barnes a medio leer en la mesilla de noche; las bragas en el cesto de la ropa sucia— bien pronto se habrá volatilizado. (A propósito: las bragas de las mujeres me supusieron una terrible decepción en cuanto empecé a cohabitar con ellas. La verdad, nunca me he recuperado del pasmo que me supuso descubrir que las mujeres son como son, que hacen lo que hacen y que luego pasa lo que pasa: se reservan las mejores prendas para esas noches en que saben que van a dormir en compañía. Cuando vives con una mujer, esas prendas indefinibles, esos trozos de tela desvaída, encogida, habitualmente comprados en las rebajas de Marks & Spencer, aparecen de pronto colgados de todos los radiadores de la casa, y tus lascivos sueños de adolescente, tu idea de que la edad madura iba a ser un tiempo en el que estarías rodeado de lencería exótica para siempre jamás..., todos esos sueños se desmoronan y se hacen polvo.)
Aparto de en medio las pruebas de los traumas sufridos anoche: el edredón del sofá, los pañuelos de papel arrugados, las tazas de café en cuyo fondo aceitoso y frío flotan un par de colillas, y pongo a los Beatles. Cuando he oído
Abbey Road
y los primeros temas de
Revolver,
abro la botella de vino blanco que trajo Laura el otro día, y me siento a ver los episodios de
Brookside
que tengo grabados.
Así como las monjas terminan por tener la regla al mismo tiempo, la madre de Laura y la mía han terminado misteriosamente por sincronizar sus llamadas semanales. La primera que llama es la mía.
—Hola, cariño, soy yo.
—Hola.
—¿Va todo bien?
—Bueno, no va mal.
—¿Qué tal ha ido la semana?
—Vaya, ya sabes...
—¿Qué tal la tienda?
—Así, así. Con altibajos, claro.
Si fuese realmente con altibajos, sería fantástico. Eso de los altibajos supondría que hubo algunos días mejores que otros, que hubo clientes que vinieron, compraron y se fueron. Pero, francamente, no ha sido el caso.
—Tu padre y yo estamos muy preocupados por esto de la recesión.
—Claro, tienes razón.
—Suerte tienes de que a Laura le vaya tan bien. Si no fuera por ella, no creo que ninguno de los dos pudiéramos conciliar el sueño.
Mamá, se ha ido. Me ha echado a los perros. La muy puta se ha largado y me ha dejado más solo que la una...
No, no, no. No puedo. No parece el momento adecuado para las malas noticias.
—Más vale que gane de sobra y que no tenga que preocuparse de una tienda llena de discos antiguos de música pop...
¿Cómo describir, me digo, el modo en que todo el que haya nacido antes de 1940 pronuncia la palabra «pop»? Llevo más de dos décadas oyendo esa burlona explosión monosílaba, la cabeza adelantada, la expresión idiotizada que se les pone (porque los fans de la música pop son idiotas) durante el instante que les cuesta escupir delicadamente la palabra.
—... me extraña que no te obligue a vender y a buscarte un trabajo como Dios manda. Y es de extrañar más aún que haya seguido tanto tiempo contigo. Yo te habría abandonado a tu suerte hace una pila de años.
Aguanta, Rob. No dejes que te provoque. No muerdas el anzuelo. No...
Bah, a la mierda.
—Bueno, pues la verdad es que ahora sí me ha abandonado a mi suerte. Supongo que estás de enhorabuena.
—¿Adónde ha ido?
—¿Y yo qué coño sé? Se ha ido, eso es todo. Se ha largado. Ha desaparecido.
Sigue un largo, un larguísimo silencio. Es un silencio tan largo que hasta oigo a medias una discusión televisiva entre Jimmy y Jackie Corkhill, sin oír en cambio un solo suspiro que denote sufrimiento telefónico.
—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
Ahora sí que oigo algo: el sonido del llanto quedo de mi madre. ¿Qué será lo que pasa con las madres? Mejor dicho, ¿qué está pasando aquí? De adulto, sabes de un modo u otro que, según la vida sigue, pasarás cada vez más tiempo cuidando de la persona que empezó cuidándote a ti; es lo normal. En cambio, mi madre y yo invertimos los papeles cuando sólo tenía nueve años. Todo lo malo que me haya pasado durante las últimas dos décadas —los castigos y las expulsiones de la escuela, las malas notas, la expulsión del politécnico, romper con mis sucesivas novias— ha terminado siempre así, con mi madre visible o audiblemente trastornada. Habría sido mucho mejor para los dos que yo me largase a Australia por ejemplo cuando tenía quince años, que llamase a casa una vez por semana y que diese cuenta de una serie de triunfos ficticios. A cualquier otro chaval de quince años le hubiese resultado muy duro vivir por su cuenta, en la otra punta del mundo, sin dinero y sin amigos y sin familia, sin trabajo y sin cualificación, pero a mí no me hubiera costado nada. Si se compara con la necesidad de aguantar estas pesadeces semana tras semana, habría sido coser y cantar.
No es..., no es justo, así de claro. Nunca ha sido justo. Desde que me fui de casa, lo único que ha hecho es quejarse, preocuparse y remitirme recortes del periódico local, en los cuales se informaba al personal de los éxitos menores de mis antiguos compañeros de clase. ¿Es eso ser un buen padre, una buena madre? Para mi gusto, no. Lo que yo necesito es simpatía, comprensión, consejos, dinero de vez en cuando, y no por fuerza en ese orden, aunque todos ésos son conceptos desconocidos en el mundo en que ellos viven.
—Yo estoy bien, si es eso lo que te trastorna.
Sé de sobra que no es eso lo que la trastorna.
—Sabes de sobra que no es eso lo que me trastorna.
—Coño, pues es lo que debería tenerte preocupada, ¿no te parece? ¿No te parece, mamá? Mira, me acaban de abandonar. No estoy para tirar cohetes, ¿sabes? —Y tampoco es que esté por los suelos, todo hay que decirlo: los Beatles, media botella de Chardonnay y unos episodios de
Brookside
han surtido efecto—. Bastante jodido estoy como para aguantar tu retahíla de siempre.