Cargó a Bobby y se dirigió a la brecha en los matorrales. Se abrió paso a la fuerza. Las hojas parecieron apartarse y formar un camino.
Ahora, el perro se oía con más claridad. El sonido provenía de algún lugar directamente frente a Jenna.
Se dirigió hacia allí.
Al comienzo, la senda era angosta; apenas podía ser llamada senda. Era poco más que una huella en la tierra húmeda. Jenna siguió los ladridos y, a medida que avanzaba, el sendero se ensanchó, al punto de que las ramas ya no le golpeaban los brazos.
El bosque se hizo menos denso; el sol entraba por entre el ramaje e iluminaba el suelo. Jenna miró a su alrededor. Era hermoso. Y los olores. Los notaba por primera vez. Cedro y canela. Manchones de florecillas moradas tachonaban el sotobosque.
Ahora los ladridos eran muy cercanos. Jenna tuvo la certeza de que no tardaría en ver al perro. Los árboles comenzaron a ralear; Jenna pasó por un alto pastizal y llegó a orillas de un río. Un río ancho y caudaloso. Desde la otra orilla, un perro le ladraba. Lo había encontrado.
Jenna depositó a Bobby sobre la orilla. No sabía qué hacer a continuación. El río era demasiado bravo como para cruzarlo, demasiado hondo también. Entonces, vio una canoa en la otra orilla. Había alguien allí. Mientras Jenna observaba, del otro lado del río unas personas emergieron del bosque; se quedaron en la orilla, mirándola. Cada vez eran más. Miraban y saludaban. Una anciana salió del bosque. Se aproximó a la canoa y les hizo una seña a dos hombres, que empujaron la embarcación hasta ponerla a flote. La barca, tripulada por la mujer y los dos hombres, que remaban, cruzó el río y tocó tierra frente a Jenna y Bobby.
La anciana, una mujer robusta de cabello blanco y ojos grises, desembarcó. Le era muy familiar. A Jenna le resultaba conocida. Sí, era alguien que conocía.
—¿Abuela? —preguntó.
La vieja le sonrió. Se arrodilló ante Bobby y le tocó la cara. El niño abrió los ojos.
—Vamos —ordenó la vieja—. Levántate.
Jenna miró, asombrada, cómo Bobby parpadeaba varias veces antes de ponerse de pie. No parecía tenerse con mucha firmeza. Al quedar en pie, se vio que su piel ya no era peluda; pero Jenna notó que tenía rabo. Un pequeño rabo peludo. Pero la anciana le dio una palmadita y la cola desapareció.
—Listo. Ya no la necesitas —dijo la vieja.
Bobby miró a Jenna. Sus ojos eran azules, como antes. La anciana lo tomó de la mano y lo llevó hacia la canoa.
—Ven con nosotros, mami —rogó Bobby.
Jenna dio unos pasos en dirección a la canoa, pero la vieja la detuvo con un ademán.
—¿Yo no puedo? —preguntó Jenna; en realidad, sabía que no.
La vieja negó con la cabeza; le habló a Bobby.
—No puede venir ahora; lo hará más tarde.
El miedo transformó el semblante de Bobby. Soltó la mano de la anciana y corrió hacia Jenna.
—Ven con nosotros, mami —repitió.
Jenna lo tomó entre sus brazos. No quería soltarlo, pero al fin lo hizo. Recogió la camisa de David y se la puso a Bobby. La remangó hasta que las manitas de Bobby emergieron. Había que reconocer que no era la más adecuada de las prendas para un niño; pero le sentaba muy bien.
—No puedo ir ahora, mi niño —explicó Jenna, mirando a Bobby. Le peinó con la mano el desgreñado cabello. Anhelaba ir con él. Lo deseaba con todo su corazón—. Iré pronto. Ahora, ve con la abuela. Ella te cuidará.
Bobby miró hacia el río. La vieja le sonrió y le tendió la mano. Jenna le dio un empujoncito a su niño y éste, intuyendo que lo que hacía era lo correcto, se acercó a la anciana.
La vieja lo tomó en brazos y lo metió en la canoa; después, ella también la abordó. Los dos hombres comenzaron a remar y la canoa se internó en el río. Bobby saludó con la mano.
—Adiós, mami. Hasta luego.
Jenna le devolvió el saludo. Las lágrimas le corrían por las mejillas. Adiós, Bobby. Sé fuerte.
Cuando la embarcación llegó a la otra orilla, sus pasajeros desembarcaron; miraron y saludaron una última vez antes de desaparecer en el bosque. Jenna se quedó sola frente al Río de las Lágrimas, de la Tierra de las Almas Muertas, que divisaba en la otra orilla.
E
ddie estaba mirando distraídamente por la ventana cuando vio a Jenna. Avanzaba por la playa y se la veía algo vapuleada. Los sentimientos de Eddie al verla fueron ambiguos. Sí, estaba feliz de verla regresar sana y salva. Pero sentía considerable ansiedad por saber en qué terminaría todo.
Fue el primero en ver a Jenna; Robert estaba en la cocina, calentando algo de sopa. Eddie consideró durante un instante la posibilidad de salir al encuentro de Jenna. Se la llevaría; ambos se esconderían en los bosques para que Robert no la encontrara. Entonces, sería de Eddie. Suya; de nadie más.
Pero ¿de qué serviría? ¿Quién se beneficiaría? Además, ¿quién aseguraba que Jenna quería regresar a Seattle? Quizá escogiera quedarse. A vivir en Wrangell con él, donde serían felices por siempre jamás. Tendrían hijos, a los que les enseñarían a cuidarse de los kushtaka.
Robert salió de la cocina con un cucharón en la mano.
—Está lista, si quieres un poco —anunció.
Al notar que Eddie no le respondía, siguió su mirada, que estaba fija en la ventana. Vio a Jenna y corrió hacia la puerta.
—Espera —le dijo Eddie—. Tal vez no sea ella.
Robert titubeó durante un instante.
—Sí que lo es —dijo. Abrió la puerta y corrió al encuentro de Jenna.
Eddie contempló cómo Jenna se dejaba caer entre los brazos de Robert, quien la llevó hacia la casa. Al verlos entrar juntos, Eddie entendió de repente cómo terminaría la historia. Tal como dijera ese Joey. Jenna no se quedaría con él. No es ése el modo en que funcionan las cosas. Sin alharacas, Eddie se retiró al rincón más lejano de la sala, sorprendido ante su propia capacidad de albergar sueños imposibles.
Robert se afanaba; puso un sillón frente al fuego e hizo que Jenna se tendiera en él antes de taparla con una manta. Ella estaba demasiado agotada para hacer más que recibir sus atenciones. Al fin, pareció que todo lo que se podía hacer estaba hecho. Jenna estaba abrigada, tapada y cómoda. Robert se quedó de pie frente a ella, como un perrito que espera órdenes.
—¿Hay algo para comer? —preguntó Jenna.
Comida. Claro que había comida. Sopa caliente. Robert se precipitó a buscarla en la cocina.
Jenna se quedó mirando el fuego. Sentía que Eddie la miraba, pero no sabía qué decirle. Tampoco Eddie sabía qué decir. Al cabo de un momento, Jenna se puso de pie.
—Me gustaría darme una ducha —dijo.
Eddie asintió con la cabeza; vio a Jenna salir de la habitación.
***
Robert era consciente de que Jenna no se comería la sopa en ese preciso instante. Era evidente que no podía comer en la ducha. Pero no podía seguir esperando. Tenía muchas cosas que decir. Necesitaba hablar sin demora.
Entró al baño sin hacer ruido y se sentó en el inodoro tras depositar el cuenco de sopa en el lavabo. Jenna estaba de pie en la bañera blanca, dejaba que el agua caliente corriera sobre su cuerpo. El vapor llenaba el aire, adhiriéndose a las paredes y el espejo. Robert no sabía si ella lo había oído entrar. Jenna no decía nada. Sólo se oía el ruido del agua al correr.
—Jenna. Te traje la sopa, por si la quieres.
Al cabo de un rato, la oyó responder; ni siquiera con palabras, sólo un gruñido de reconocimiento.
—Jenna, sé que estás muy cansada. Pero quiero hablar un poco contigo. Necesito decirte cómo me siento.
Esperó, pero no hubo respuesta. Prosiguió.
—Desde que te fuiste, he pensado mucho; sobre todo ahora, cuando te estuve esperando aquí. Y debo decirte que me es imposible seguir adelante solo. Te necesito. Y no es sólo que te haya necesitado durante la última semana. Desde la muerte de Bobby, nunca estuvimos juntos de verdad. Quiero que volvamos a estar juntos.
Tartamudeó. No, no se trataba de eso. No estaba diciendo lo que quería decir. Estaba nervioso.
—Mierda, me está saliendo mal. Hablo de lo que yo quiero, nada más, y sé que eso es lo que siempre hago. Siempre me preocupo por cómo me siento y por cómo me afectan las cosas. Y no me preocupo por lo que importa de verdad: tú. Bueno, quería hacerte saber que me di cuenta de ello, y que estoy dispuesto a comportarme de otra manera.
Se levantó y dio un paso en dirección a la bañera.
—Jenna, eres lo más importante que hay en mi vida. Quizá no te lo demuestre, pero eso es porque soy un idiota. También Bobby era lo más importante que había en mi vida. Y cuando lo perdimos fui incapaz de pensar. Me equivoqué. Te aparté. Tendría que haberme aferrado a ti, que eras todo lo que me quedaba. Podríamos habernos enfrentado juntos a la situación. Pero no lo hice, y sé que ahora es tarde. No es algo que pueda cambiar ahora. Pero sí lo lamento.
Llegó a la cortina. Ella estaba al otro lado. No podía verla pero sabía que estaba allí, separada de él sólo por un trozo de plástico blanco.
—Sólo quería decirte que ahora me doy cuenta de todo. Y, si es demasiado tarde, si ya lo arruiné todo y te aparté tanto que ya no quieres volver, no te culpo. Pero quería explicarte que ahora entiendo lo ocurrido.
Esperó a que algo sucediera. Una señal. Quédate o márchate. Pero ella no dijo nada. Robert se encogió de hombros y se dirigió a la puerta. Miró hacia atrás una última vez antes de girar el pomo. ¿Por qué Jenna no decía nada? ¿Por qué no lo miraba?
Entonces, oyó un sollozo. Apartó un poco la cortina y vio a Jenna acurrucada contra la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho, el rostro entre las manos, como si se defendiera de algo, como si se protegiera. Enroscada, lloraba. Y cuando él la vio así, sintió que su corazón mismo corría hacia ella. Jenna también debió sentirlo, porque, abandonando su posición defensiva, le tendió los brazos. Y Robert entró a la bañera y la abrazó; el agua caliente caía sobre ambos. Y entonces, cuando, por fin, Jenna le dio la bienvenida con los brazos abiertos, allí bajo el agua, Robert ya no pudo contenerse. Estalló en llanto; lloró, estrechando a Jenna como no lo había hecho en años, con tanta fuerza como cuando se acababan de conocer, como aquella vez, hacía tanto tiempo, en que por primera vez cayó en la cuenta de que la amaba. Todo lo demás pareció desvanecerse. Ya no hubo más dolor ni angustia. Sólo alivio, y la sensación de que volvían a encontrarse el uno al otro. Tal como lo hicieran en el pasado.
E
ran cerca de las diez y Jenna ya se había acostado. Robert y Eddie permanecían junto al fuego. Estaban preocupados por David. Decidieron que llamarían a su esposa a la mañana siguiente si no había regresado para entonces. A juzgar por el relato de Jenna, si David no había regresado todavía era porque algo malo le había sucedido. Entonces, oyeron que se abría la puerta de la cocina y enseguida el sonido de agua que corría. Se precipitaron a ver si se trataba de él.
David estaba de pie frente al gran fregadero de la antecocina, desnudo. Se estaba lavando la sangre y el barro que lo cubrían. Miró a Eddie y a Robert cuando entraron.
—¿Ha vuelto Jenna? —preguntó.
—Hace un par de horas —respondió Robert—. ¿Te encuentras bien?
—Sí. ¿Jenna está bien?
—Sí. Se fue a dormir.
—Bien. ¿Os comentó si todo salió bien?
—Dijo que lo hizo, sea lo que fuere.
David sonrió mientras se secaba con una toalla.
—Estoy seguro de que algún día te lo contará todo.
David se envolvió la toalla a la cintura y entró a la cocina. Abrió una alacena y extrajo un frasco de mantequilla de cacahuetes y una caja de galletas saladas.
—Estoy muerto de hambre.
Untó mantequilla de cacahuetes en una galleta y se la comió.
—¿Quieres que te busque algo de ropa? —preguntó Eddie.
Con la boca llena, David asintió.
—¿Sabes dónde está?
—A estas alturas, sabemos dónde se encuentra todo lo de tu casa —dijo Eddie con una risita antes de salir de la cocina.
Robert contempló a David, que se zampaba más galletas. Daba la impresión de que había pasado días sin comer.
—Y, ¿qué ocurrió ahí fuera?
—No lo creerías —respondió David, moviendo vivamente la cabeza.
—Sí que lo creería. Ten en cuenta que aquí también pasaron cosas.
David lo miró a los ojos durante un largo rato; dio una lenta cabezada de asentimiento. Después, se arrodilló y extrajo una botella de brandy de una alacena baja.
—Sólo para ocasiones especiales —dijo, incorporándose y contemplando la botella con afecto.
—¿Ésta es una ocasión especial?
—Sí. —David sonrió—. Creo que eso podría decirse.
***
Todo había transcurrido tan deprisa que a Jenna le costaba orientarse. Sentía como si faltara algo. Una ceremonia conmemorativa o algo así. Un final. Un cierre. Pero no lo hubo.
Durmió de un tirón toda la noche. Robert la despertó a primera hora de la mañana. Tom, el de la tienda, ya estaba allí, ansioso por emprender el retorno. Tras un breve adiós a David, Tom llevó a Robert, Eddie y Jenna de regreso al pueblo, donde Field aguardaba para llevarlos a Wrangell en su avión.
Cuando, ya en Wrangell, caminaban del embarcadero a la calle principal, Jenna sintió que el pánico la embargaba. Era la última ocasión que le quedaba para despedirse de Eddie. No había tenido mucho tiempo para hablarle, explicarle las cosas. Había tanto que explicar. Tantas cosas sobre ella que él ignoraba. Tenía tantas cosas que decirle.
La camioneta de Eddie estaba aparcada en el embarcadero, y Jenna se sintió aliviada cuando él se ofreció a llevarlos a ella y a Robert al aeropuerto. Un vuelo a Juneau estaba a punto de salir; desde allí, les sería fácil coger otro, que los llevara a Seattle. Podían estar en casa esa misma noche.
Hicieron el camino al aeropuerto en silencio; al pasar frente a las tiendas cerradas, grises bajo el cielo nublado, Jenna se sintió vacía. Sí, era un final, pero no el que imaginara. Esto era como cerrar la puerta de una habitación vacía. Un cuarto que alguna vez estuvo lleno de vida, pero que ya no cumple ningún propósito.
Cuando llegaron, el avión ya aguardaba en la pista. Eddie aparcó frente a la terminal.
—El avión sale en media hora —dijo Robert—. Iré a ocuparme de los billetes.
Pero no se movió. Los tres se quedaron inmóviles durante un minuto, como para darle al momento la importancia que merecía. Entonces, Robert le tendió la mano a Eddie, que la tomó. Se estrecharon las manos. Robert se apeó de la camioneta y caminó hacia la terminal.