—Dios te oiga.
***
Por fin, al cabo de unos cuantos minutos, Jenna se derrumbó sobre el suelo de tierra. Ya no le quedaban energías. Su cuerpo estaba confundido. Se encontraba en un estadio intermedio. David sabía que a partir de ese momento quedaba poco tiempo para recuperarla, para ponerla a salvo de la influencia de los kushtaka. Si aparecían ahora, no tardarían en dominarla otra vez.
David estudió el recinto. No era la verdadera guarida de los kushtaka. No habrían podido tolerar la proximidad de todos esos artefactos humanos. Sofás y sillones. Había una cómoda recostada contra la pared. Ése debía de ser el lugar donde ponían a los humanos recién llegados. El mobiliario tenía la función de tranquilizar a las personas, rodeándolas de un ambiente familiar, hasta que la transformación se completase. David abrió uno de los cajones de la cómoda. Dentro, había ropa. Las ropas que les quitaban a aquellos que transformaban. Las ropas que usaban los kushtaka cuando adquirían apariencia humana. Los kushtaka podían metamorfosearse, pero no fabricar ropa. Tenían que robar para vestirse.
David se quedó inmóvil. Percibió un movimiento. No era allí, sino en otra parte de la guarida. Pero se oía con claridad. Habían regresado. Ya no había más tiempo. Tomó unos vaqueros y una camisa de trabajo para Jenna, que yacía en un estado de semiinconsciencia, y la enfundó en ellos.
A continuación, la hizo sentarse y le dio una ligera bofetada; Jenna abrió los ojos.
—Jenna, debemos marcharnos.
Ella procuró salir de su delirio; pero estaba tan cansada…
—Jenna. Es vital que salgamos ahora mismo.
La abofeteó con más fuerza; ella lo miró.
—¿Estás consciente? Tenemos que irnos ahora mismo.
Asintió con la cabeza. David la ayudó a ponerse de pié.
—Debes seguirme. ¿Puedes?
Jenna asintió otra vez con la cabeza. Se sentía muy débil, como si alguien le hubiese extraído todos los huesos del cuerpo. David percibió que no lo comprendía. Le tomó una mano y se la oprimió con tanta fuerza que le crujieron los huesos. El dolor espabiló a Jenna.
—Jenna, escucha. Tenemos sólo una oportunidad, y es ésta. Tienes que despertarte y seguirme tan deprisa como puedas. ¿Entiendes?
—Sí.
Sí. Una palabra. Habla. David vio con alivio que le era posible comunicarse con ella. Buscó la silla que emplazara contra la pared, bajo el pasadizo por el que había entrado. No estaba allí. Ni allí. A la luz de la linterna, la encontró. Estaba tirada en medio del recinto; debió moverse durante la refriega. Eso era un problema. Ahora, no sabía cuál era el túnel que llevaba a la superficie.
Los sonidos de los kushtaka crecían. David no sabía si ya habrían percibido su presencia; pero, en cualquier caso, se estaban acercando. Jenna y él debían salir cuanto antes. Escogió un túnel al azar y le acercó una silla. Se encaramó y logró izarse hasta entrar en la boca del pasadizo; rogó por que Jenna estuviese en condiciones de seguirlo.
Se internó, reptando, por el estrecho pasillo. Enseguida, se detuvo, apenas el tiempo necesario como para oír que Jenna venía detrás de él.
—¿Estás aquí? —preguntó.
—Lo estoy.
El túnel se hacía cada vez más angosto. David sentía como si estuviese en el interior de un tubo de dentífrico y lo estuviesen oprimiendo para que saliera. Le preocupaba la posibilidad de haber escogido un túnel que no llevara al exterior. Parecía mucho más angosto que aquel por el que entrara. ¿Y si no tenía salida? ¿Si quedaba atrapado? Se sentía encajado en la tierra húmeda. Vendrían por detrás y lo matarían dentro de poco. Comenzarían por comerle brazos y piernas. Eso no bastaría para matarlo. Seguirían avanzando, sin dejar de mordisquear, hasta despojarlo de sus genitales, arrancarle los intestinos, roer el interior de su torso, dejando sólo una osamenta pelada encajada en el túnel. Se detuvo.
—¿Sigues aquí?
Nadie contestó. ¿Y si ella no podía seguirle el paso?
—Aquí estoy. —La voz de Jenna parecía bastante lejana. David iba a tener que aminorar el ritmo.
El recorrido se hacía eterno. David sentía como si las uñas estuviesen a punto de rompérsele, caerse de tanto escarbar. Las paredes del túnel eran húmedas y mohosas; el aire, sofocante. Lo invadía la claustrofobia. Tenía que mantenerse concentrado. Era la única manera de conservar la calma y encontrar la salida.
Por fin, llegó a la salida del túnel. Pero no halló lo que esperaba. Salió, pero no se encontró a orillas del río, sino en otra caverna. Más pequeña que la anterior, y vacía. Podía tratarse de un almacén de alimentos desocupado o de la guarida de una familia de kushtaka. No había modo de saberlo. David anheló encontrar otra abertura en las paredes, para ver si correspondía a un túnel que condujera al exterior. No quería volver sobre sus pasos.
Y Jenna aún no aparecía. Se había rezagado mucho. Se asomó al pasadizo y la llamó. Nada. Llamó otra vez. Entonces, ella respondió.
—Ahí voy —la oyó decir.
Qué alivio. Había temido que se quedase atorada, o lo que era peor, que la fatiga la hubiera hecho darse por vencida.
Escudriñó la oscuridad del túnel y distinguió la parte superior de la cabeza de Jenna. Ahí estaba. Por fin. Sus manos emergieron. Jenna salió de la abertura y bajó a la caverna, tropezando.
—¿Te encuentras bien? —preguntó David.
Jenna se levantó y se sacudió la tierra.
—Llegué —dijo—. Por fin.
David estaba aliviado. Alumbró el rostro de Jenna con la linterna para ver si estaba bien. Lo que vio hizo que su corazón dejara de latir por un instante. Unos dientecillos afilados asomaban de una boca sonriente. Unos ojos negros miraron los suyos. David sintió que la sangre se le helaba en las venas. Le era imposible llenar los pulmones de aire. Su vejiga se vació y un tibio torrente de orina le corrió por la pierna. Quien estaba frente a él no era Jenna.
—Llegué. Por fin —repitió el ser. Entonces, alzó una mano que más bien parecía una zarpa y la descargó sobre la sien de David, que cayó al suelo.
Aturdido, pugnó por recuperar su linterna. Puso todas sus energías en ello. Era imperativo que la recuperase. No podría sobrevivir sin ella. La alcanzó y sintió el metal frío en la mano; y en ese mismo instante, algo le golpeó la nuca. Fue un impacto fuerte. Una piedra, sin duda. Un objeto romo. Después, no sintió más nada. No vio nada. No tuvo modo de saber qué le ocurriría.
***
Cuando David recuperó la conciencia, notó enseguida que moverse le resultaba imposible. Trató de calmar el latido de su corazón. No era momento de dejarse dominar por el pánico. Era momento de recurrir a todas sus habilidades de chamán. Regularizó la respiración. Serenó sus pensamientos. Estaba allí por un motivo. Para hacer algo importante. Algo que quería hacer desde hacía tiempo. Vengarse de los kushtaka. Habían asesinado al hijo de David. Se lo habían arrebatado antes de que ni siquiera naciese, y David ya no podía hacer nada a ese respecto. Sólo incinerar los restos de su hijo para que su alma siguiera su camino en el ciclo de las encarnaciones. Y eso ya lo había hecho. En cambio las almas de Jenna y de Bobby aún estaban en sus respectivos cuerpos, pero desencaminadas. Había que encaminarlas. La de Bobby debía ir a la Tierra de los Muertos, la de Jenna, regresar a su existencia humana natural. Tal era la misión de David. Robar a los kushtaka, como ellos le robaran a él.
Trató de mover las manos. Los dedos le respondieron. Ahí estaban. Podía mover un poco los brazos, así que no estaba paralizado. Sólo se encontraba atorado en un lugar muy estrecho. Un túnel. Sentía el sabor de la tierra contra su rostro. Tenía la cabeza acalorada, de modo que supuso que debía de estar orientada hacia abajo. Pero no sintió presión sobre el cuello, por lo que dedujo que no se encontraba cabeza abajo, en posición invertida, sino sólo en un túnel de pendiente muy pronunciada.
Procuró meditar. ¿Por qué había hecho que Jenna lo siguiera? Fue un error estúpido. Ella tendría que haberlo precedido. Era presa fácil para las veloces nutrias. No debía de haber presentado resistencia alguna. Débil y fatigada como estaba, no emitió ningún sonido. Después, capturar a David sin duda fue diversión, nada más. Atormentar un poco al chamán. Un juego. Le muestras tu poder antes de acabar. Muy descorazonador. Trataban de quebrantar su voluntad. Pero no les resultaría fácil. David había trabajado mucho para fortalecer su voluntad. Dos años atrás, era un idiota. Débil y estúpido. Esta vez, no les sería tan sencillo.
Se palpó el cinturón. El cuchillo aún estaba ahí. No se lo habían quitado. Les hubiera sido imposible. Era de metal. Pero ¿y la linterna? Recordaba haberla agarrado antes de que lo golpearan. ¿La habría dejado caer?
Con mucha dificultad, movió los brazos hasta que las manos quedaron cerca de su rostro. El pasadizo era tan estrecho que los codos se le atoraban en las paredes, pero, con paciencia y método, logró extender los brazos por encima de su cabeza.
Tal como supusiera, estaba embutido de cabeza en un túnel sin salida. Sus manos tocaban una pared de tierra, nada más. Por lo tanto, la salida debía de estar del lado de sus pies. Pero ¿a qué distancia? No tenía manera de saberlo. Quizá, si se impulsaba con las manos, lograse alcanzar la salida. Así que empujó. Y sintió que se movía. Tal vez lograra su cometido.
Sintió algo cerca de sus manos. Un cilindro pequeño y frío. Lo cogió. Era la linterna. Aunque inconsciente, se las había apañado para conservarla. Con dificultad, se llevó la mano a la cintura y se metió la linterna en el cinturón. Extrajo el cuchillo y volvió a extender el brazo hacia delante. Empujando con tanta fuerza como le fue posible, logró desplazarse hacia arriba por el túnel. Se afirmó a las paredes con las piernas y escarbó con el cuchillo la tierra que tenía por delante de la cara. Cuando el cuchillo quedó enterrado hasta la empuñadura, se agarró de ésta y se impulsó hacia atrás unos cincuenta centímetros.
Era un proceso lento y doloroso, pero funcionó. Al cabo de varios intentos, sintió que sus pies emergían de la boca del tubo donde estaba atrapado. Apretó los empeines a uno y otro lado de la abertura y, dándose un último impulso con el cuchillo, salió de su prisión.
Se encontró de pie en una reducida cueva. Intuyó que estaba vacía. No encendió la linterna, sino que se quedó donde estaba durante unos minutos, dejando que su cuerpo se readaptara a la posición vertical. Procuró percibir la energía de lo que lo rodeaba. Había algo cerca, pero no se trataba de un kushtaka. Al menos, no daba la impresión de que lo fuera. No emitía una energía agresiva, dispuesta al ataque. Al contrario, era una energía muy pasiva.
Jenna. Tenía que ser Jenna. David palpó las paredes de la cueva; buscaba la boca de un túnel como aquel por el que acababa de salir. La encontró. A apenas un par de metros. Jenna estaba ahí. Lo sabía. Oía su respiración. Se asomó al agujero.
—¿Jenna? —susurró.
Un gemido sofocado. Era ella.
—Jenna, soy yo, David, ¿te encuentras bien?
La respiración de ella se aceleró.
—No me puedo mover —dijo.
¿A qué profundidad se encontraría? ¿Podía alcanzarla? Del túnel salía un ruido. ¿Qué era? Sollozos. Jenna sollozaba.
—Jenna, tranquilízate —la consoló David—. Te sacaré de ahí.
David metió el torso en la boca del pasadizo, afirmando las rodillas a uno y otro lado para no caer en el interior. Estiró los brazos cuanto pudo, pero no logró tocar a Jenna.
—Jenna, estoy aquí contigo, no te preocupes. Te sacaré. Pero necesito que te impulses con las manos.
—No me puedo mover.
—Sí que puedes. Tienes que buscar el modo de que tus brazos queden por encima de la cabeza, y después debes empujar. Puedes hacerlo.
—Estoy atrapada.
—No, no lo estás. Estás en un lugar angosto, nada más. Primero un brazo, después el otro.
Movimientos. Resoplidos.
—No puedo —dijo Jenna. Se echó a llorar.
—Jenna, basta. Sí puedes. Yo lo hice. Si logras impulsarte con los brazos contra el fondo de la cueva, yo podré alcanzar tus pies para cogerlos y sacarte tirando. Venga, concéntrate. Respira hondo. Céntrate. Imagina que lo haces, después deja que tu cuerpo lleve a cabo lo que tu mente se representó. Te aseguro que es posible en lo físico. Pero tienes que hacer que tu cuerpo lo realice.
David cerró los ojos y se representó a Jenna pasando los brazos por encima de la cabeza. Procuró enviarle su energía. Su voluntad podía ayudarla.
Pasaron unos minutos; Jenna habló.
—Lo logré.
—Bien. Ahora, empuja.
David extendió los brazos, pero aún no la alcanzaba.
—¿Llegas hasta mí? —preguntó ella.
No, no llegaba. El tubo era más hondo de lo que David había supuesto. Se deslizó un poco más adentro.
—Jenna, necesito que te impulses un poco más.
—No puedo.
—Jenna, sí que puedes. Empuja. Ahora.
David sintió el súbito impacto de la voluntad de Jenna. La energía de su cuerpo llegaba hasta el de él. Ahora, podía alcanzarla. Sí. Cogió uno de sus pies. Después el otro. Los tenía. Tiró, trayéndola hacia sí, hasta que los pies quedaron a la altura de su cabeza.
—Afirma las piernas contra las paredes del pasadizo —ordenó—. Mantente en esa posición.
Ella lo obedeció. David retrocedió hasta que, una vez más, consiguió anclar sus pies a uno y otro lado de la boca del pasadizo. Una vez allí, volvió a extender los brazos. Agarró los pies de Jenna y tiró.
Repitieron el procedimiento una y otra vez hasta que, al fin, ambos quedaron fuera del túnel. En la oscuridad, David percibió la presencia de Jenna, en pie frente a él, temblorosa por el esfuerzo.
—Lo logramos —dijo él.
Sacó la linterna del cinturón y la encendió.
—Disculpa, Jenna, pero debo constatar que eres tú.
Le alumbró la cara. No bastaba con eso. Le dijo que abriera la boca. Los dientes parecían normales. Pero David aún no estaba conforme. Se sacó el cuchillo del cinto.
—Coge esto —le pidió.
Jenna tendió la mano y tomó el cuchillo. No la quemó. Ella ni se inmutó. Muy bien. Era la auténtica Jenna. David devolvió el cuchillo al cinturón.
—¿Dónde estamos? —preguntó Jenna.
David paseó el haz de la linterna por el recinto.
—No tengo ni idea —contestó—. Pero es probable que ellos estén cerca. Tenemos que salir de aquí.
Iluminó las paredes. Vio las bocas de varios pasadizos. Pero ¿en cuál meterse? Recorrió la cueva, deteniéndose a escuchar frente a cada túnel. En uno, oyó un sonido. Agua que corre. Y movimientos. De animales.