Tuvimos que demoramos en el Helesponto mientras se hacían las reparaciones necesarias, y luego nos vimos detenidos por el mal tiempo, con lo cual pasaron algunas semanas antes de que llegáramos a Samos. Durante todo este tiempo no recibimos ninguna noticia.
Después de haber matado el tiempo en una pequeña ciudad colonial, resultó muy agradable ver a la gran ciudad de Samos resplandeciendo entre los collados y el agua azul, en la cual la ciudad se introducía como un espolón, con el puerto situado en la curva que formaba. Hacia el oeste, en la playa, se alzaba el templo de Eros, el mayor de toda la Hélade. Al este, los bancales de cebada descendían hacia el mar como una amplia escalera. A través del estrecho, muy cerca, se alzaba la costa de Jonia, con su tono violeta, tal como indica su nombre.
El puerto se hallaba atestado de embarcaciones. Por vez primera vimos la nueva flota de Atenas, pues la mayor parte de los barcos eran enviados allí apenas se desprendían de su cargamento. Ofrecían un agradable cuadro, con sus pulidos espolones y arietes, sus tajamares recién pintados de bermellón y las flámulas de los trierarcas ondeando en la popa. Algunos se hallaban desaparejados para el combate, con los mástiles en tierra para el caso de que el puerto sufriera una incursión, pues los espartanos se encontraban muy cerca. Otros estaban en la playa para ser carenados, con las velas extendidas junto a ellos y todos sus aparejos brillantes por haber sido pintados muy recientemente. El curvado espacio que ante las aguas había, bajo los plátanos, aparecía atestado de ciudadanos, marinos, soldados y mercaderes, todos ellos sentados delante de las tabernas, o caminando arriba y abajo, o haciendo transacciones con los fenicios que habían ido con sus embarcaciones hasta allí y tenían sus mercancías extendidas ante sí.
El campamento ateniense estaba situado junto a la playa donde permanecían varados los barcos, entre la ciudad y el templo. Había estado tanto tiempo allí, que no había ya tiendas, y por ello ofrecía el aspecto de una pequeña ciudad de madera, o argamasa y zarzo, con techos de caña. Encontramos nuestros alojamientos, y luego salimos para recorrer el lugar.
Tedioso sería ahora referir lo que vimos. Cualquier hombre de mi edad, e incluso más joven, está familiarizado con semejantes espectáculos. Después de varias semanas de intriga, de movimientos y contramovimientos, la ciudad se encontraba al borde de la revolución. Al cabo de una hora o dos, comprendí por qué me había dicho mi padre que procurara usar bien mi ingenio. El propio ejército ateniense estaba dividido, pues los oligarcas intrigaban con los de Samos, y los demócratas apoyaban a los ciudadanos. Pero lo que le daba a todo un extraordinario hedor de corrupción era que, en su mayor parte, los oligarcas samios no eran los que habían sido expulsados anteriormente, sino hombres que se habían encontrado a la cabeza de la revuelta demócrata. Aquellos hombres eran los que habían deseado, no la libertad y la justicia, sino sólo lo que tenían algunos otros hombres.
Lo que eso significaba para nuestra propia fuerza, lo comprobamos al día siguiente, cuando la flota espartana fue avistada intentando cruzar ante la isla. Las trompetas sonaron; los barcos fueron aparejados y deslizados hacia el agua, los bancos ocupados por los remeros, las armas y los escudos colocados en medio del navío, y las copas dispuestas en la popa para llevar a cabo la libación. Nos preparamos a cantar el himno de triunfo, y a hacernos a la vela. Lisias no había perdido el tiempo durante nuestra estancia en el Helesponto, y los marinos se hallaban ya imbuidos de su espíritu. Cantamos mientras esperábamos se diera la señal. Los remeros se sumaron al canto, y oí incluso a los ilotas. Pero esperamos hasta que el ardor del canto se desvaneció, y los hombres empezaron a mostrarse inquietos y cansados. La flota espartana pasó ante el templo, dobló el cabo y nosotros bajamos a tierra para, bebiendo, olvidar nuestra vergüenza. No era del enemigo de quien nuestros generales estaban asustados, sino unos de otros. Más tarde se oía decir abiertamente de algún trierarca que igual podía ayudarnos en el combate o pasarse al enemigo. Estas cosas, que apenas eran adivinadas en Atenas, se daban allí completamente por sentadas.
Samos es una antigua y noble ciudad. Incluso sus viejos tiranos la colmaban de dones, como joyas a una esclava favorita. En aquel tiempo se encontraba en el más elevado grado de su prosperidad.
Escultores, albañiles y pintores no tenían un momento de reposo y las calles se extendían cada vez más a lo largo de las faldas de las colinas, floreciendo en mármoles amarillos, rosados o verdes, y labrados en el fluido estilo jónico. Sin embargo, uno escogía allí su camino como en un peligroso tremedal, sin confiar en nadie. Incluso nuestro propio trierarca era un hombre del cual nos sentíamos inseguros. Era un individuo flaco, de delgados labios, que en el Helesponto no había dejado de sentirse impaciente a causa de la demora, no obstante lo cual, y a pesar de que en aquellos instantes la impaciencia había sido algo muy natural, había intentado ocultarlo.
Sobre toda aquella lóbrega perspectiva titilaba como un fuego fatuo el nombre de Alcibíades. Había bajado a la costa desde el palacio de Tisafernes, y vivía al otro lado del estrecho. Los oligarcas no cesaban de hacer circular el rumor de que si la democracia, que era la que le había exiliado injustamente, era derribada en Atenas, nos perdonaría y regresaría con los persas completamente sometidos a él, para ayudarnos a ganar la guerra. Tal vez era cierto, pues en Magnesia vivía con una espada suspendida sobre la cabeza, pues si los espartanos dominaban la Hélade, los medas, para continuar en buenas relaciones con ellos, sin duda alguna se lo entregarían.
Y mientras el rey Agis viviera, en Esparta le esperaría la muerte.
La opresión de aquel lugar pesaba de tal modo sobre nosotros, que incluso nos quitaba las ganas de hablar, pero entonces tuvimos la buena suerte de encontrar a nuestro viejo amigo Agios, el piloto del Paralos, que fue destinado a aquel puerto. Con él sabíamos que podíamos hablar libremente, y pronto hizo que sintiéramos que estábamos pisando terreno firme, diciéndonos que los marinos eran buenos demócratas. Le era posible hablar en nombre de ellos, pues el Paralos era la nave principal, y él el piloto decano de la flota.
Al día siguiente, tras haberlo concertado así, volvimos a encontrarnos con él. Nos llevó a una taberna en cuya enseña había un trípode dorado. Detrás había un pequeño patio sombreado por unas enredaderas. Allí, sentado a una mesa, se hallaba un hombre alto y flaco, ataviado con faldilla de marino y justillo de cuero. Era delgado, pero de ancho pecho, con una boca grande y firme y ojos castaños que miraban a su interlocutor.
—He aquí mis amigos, Trasíbulos —dijo Agios.
Aquel hombre había ido a Samos como simple hoplita, pero siendo por naturaleza un conductor de hombres, no tardó en encontrar el puesto que le correspondía. Todos los demócratas tenían los ojos puestos en él. Poseía una grandeza que no dependía tan sólo de su cuerpo: veíase en él que era capaz de recordar siempre una cara y un nombre, y preocuparse por lo que a uno le sucediera.
Cuando Agios le hubo dicho que podía confiar en nosotros, nos habló con franqueza, explicándonos que nuestro trierarca estaba complicado en la intriga y que, por tanto, si la lucha estallaba, Lisias debía estar dispuesto para tomar el mando. No existía la seguridad de que aquella cuestión samia fuese sólo la punta de lanza de una mucho mayor. Los oligarcas atenienses la explotaban para hacerse con el dominio de la marina y posteriormente de la propia Atenas.
Entonces entrarían en negociaciones con Esparta para establecer condiciones de paz, sin que importaran lo onerosas que podían ser, con tal de que pudieran engordar con la hez de su Ciudad. Entonces Atenas no sería sino un vasallo más de Esparta, sojuzgada por un gobierno que ni siquiera los espartanos soportarían en su propio país, y cuyo fin sería hacer serviles a los dirigentes y débil al pueblo. Seríamos vendidos a los espartanos, de la misma manera que mucho tiempo antes el tirano Hipias nos vendió a los medas.
Pero en aquellos momentos, nos dijo, los traidores habían recibido tal golpe que aún se tambaleaban bajo sus efectos. Alcibíades les había retirado su apoyo.
O bien, como él pretendía, no había tenido jamás el propósito de apoyarlos, intentando, tan sólo, conocer la verdadera naturaleza de la intriga, o, por razones sólo por él conocidas, cambió de idea.
Después de todo, había sido siempre demócrata. En todo caso, entonces trabajaba para nosotros, y había dado pruebas de ello negándose toda posibilidad de ser perdonado al salvar las libertades de la Ciudad. En Atenas había sido el más grande cebo que los oligarcas tuvieron para pescar, y sólo después de haber sido exiliado fue plenamente reconocido su verdadero genio en el campo de batalla.
—De modo —dijo Trasíbulos— que no salgáis de Samos ahora, ni siquiera por una hora. O soy muy tonto, o darán el golpe antes de que estas noticias sean conocidas en la patria.
Más tarde, al marchar, caminamos casi en silencio. Pensaba que si mi padre se había metido en aquello con pleno conocimiento, yo no podría levantar jamás la cabeza de nuevo. Me dije que incluso Lisias se vería afectado por la desgracia. Le miré, mientras caminaba a mi lado abstraído en sus propias inquietudes. No pertenecía a la clase de soldados que pierden fácilmente la fe en su jefe. Él pensaba en su honor, y yo en él.
Desde que contaba diecinueve años me había parecido que oía por vez primera las baladíes conversaciones en la tienda de perfumes y en las reuniones de bebedores. «¿Cómo estás, amigo, después de tanto tiempo? ¿Y cómo está el hermoso Tal y Tal, con cuyas alabanzas nos llenas los oídos?» «Ah, el tiempo corre, ¿sabes? Ahora debe de tener veinte años, esté donde esté.» Cuando reía demasiado ruidosamente, o permanecía bebiendo hasta muy tarde, o corría algún estúpido riesgo en la batalla, ése era el acicate que me espoleaba. En aquellos momentos, en el umbral de la virilidad, sólo pensaba en cómo me había puesto en manos del tiempo, y me preocupaba esa pérdida.
Pero en Samos el tiempo estaba ocupado en mayores preocupaciones que las mías.
Al día siguiente, Lisias y yo nos dirigimos hasta un poco más allá de las murallas, para visitar el derruido castillo del viejo Polícrates, el tirano samio; fue tan buena su suerte durante tanto tiempo, que arrojó al mar su gran esmeralda para romper con ella, por temor a que los dioses lo hicieran por él. Pero se la devolvieron en el vientre de un pez, para hacerle saber que no se podía rehuir al destino.
Y ahora sus muros están como los medas los han dejado. En su interior había un corral y florecillas silvestres. La primavera se dejaba sentir allí: en los bancales debajo de nosotros, la cebada esmaltaba de verde la tierra, y las negras cepas comenzaban a echar botones.
Estábamos tomando el sol en compañía de los lagartos, sobre las grandes y cálidas piedras, cuando de pronto Lisias dijo:
—¿Cuánto tiempo llevamos aquí? Debemos irnos.
—¿Por qué? —repliqué—. Todo está tranquilo. Y ahora no estamos solos con frecuencia.
—Siento como una advertencia. Quizás he visto algún augurio que no he tomado en consideración.
—¿La advertencia de que ya no te gusta mi compañía? El augurio se refiere a mí.
—Sé serio —dijo él—. Algo ha sucedido. Lo siento. Debemos irnos.
Hallamos el Ágora llena de gente, pero no más incómoda que de costumbre. Estaba a punto de reprochárselo a Lisias cuando yo mismo me sentí inquieto. Por hacer algo, estábamos observando a un platero que en una fuente para pescado cincelaba una orla de conchas cuando Lisias, que miraba a través de la puerta, exclamó:
—¡Por Heracles, juraría que es Hipérbolo!
Estiré el cuello para mirar, casi esperando ver a una serpiente cubierta de escamas. Había sido desterrado cuando yo era un chiquillo, y jamás había oído a mi padre referirse a él, excepto como a una especie de monstruo. No recordaba ya que había establecido su residencia en Samos. Entonces, al verle, me pareció simplemente otro despreciable y viejo demagogo de aquellos que vivían denunciando y descubriendo mientras su crédito era bueno, y adulando, informando y no vacilando en cometer perjurio cuando su crédito ya no era tan bueno. Tenía un rostro pálido, su barba no era muy espesa y balbuceaba al hablar, golpeándose una mano con un rollo de pergamino, para dar énfasis a sus palabras, tal como hacen muchos hombres. Le acompañaba un amigo, el cual le prestaba sólo escasa atención. Incluso desde aquella distancia, el viejo pillo mostraba sobre sí la marca de un invencible hastío. Lo cual hacía doblemente extraño que allí, en Samos, hubiera quien le escuchara.
Cinco o seis hombres se hallaban congregados detrás de él. Algunos parecían estúpidos aprendices, de esos que, cuando el artífice maldice su torpeza, estropean aún más el trabajo en lugar de hacerlo mejor. Había también dos hombres mayores, al parecer pertenecientes a aquel grupo, pero que no hablaban.
Vi a uno o dos ciudadanos echar una ojeada a Hipérbolo y sus seguidores. y apresurarse a pasar junto a ellos. A su lado se alzaba la estatua de algún atleta, con dos o tres gradas en la base. Como inducido por la fuerza de la costumbre, apoyó el pie en una de ellas y, sintiéndose a gusto allí, empezó a discursear. Sobre qué versaba, no lo sé. Entonces se volvió, viendo a los hombres que había detrás de él. Su rostro era pálido, pero no palideció más aún. Le vi sonrojarse.
Ascendió los escalones hasta encontrarse en el superior, y desde allí comenzó a dirigirse al pueblo.
Lisias y yo nos miramos el uno al otro. Me echó un brazo por el hombro, dándome unos golpecitos.
—Oigamos lo que dice —murmuró.
Abandonamos la tienda y nos acercamos. Desde entonces he recordado muchas veces a Hipérbolo. Supongo que aquel día representó el acto más grande de su vida. Era el orador más vil que imaginarse pueda: vulgar, ignorante, no trataba de enseñar algo a sus oyentes, sino de despertar en aquellos hombres tan vulgares como él los irracionales excesos a que se mostraba inclinada aquella gente; era una hetaira entre los oradores. Sin embargo, cuando denunció a los hombres empeñados en propagar el miedo en la Ciudad, hubo en él una especie de fuego. Era un individuo tan innoble que, si recordaba algo de la naturaleza de la excelencia, creo que era sólo para poder vilipendiar a alguien que careciese de ella. Vivía en el despecho y el odio. Y entonces sólo invocaba lo bueno en nombre del odio. Sin embargo, por un momento la nobleza brilló en él, y le hizo valiente. Fue como ver a un perro sarnoso que durante largos años ha vivido de las sobras y basura del mercado, enfrentándose de pronto con una manada de lobos.