Pensé: «No es tan grande después de todo». Los perros ladraban alrededor de él, y él permanecía con la cabeza baja; los colmillos se destacaban, amarillos, contra su negro y peludo hocico. Sus ojillos parecían redondos, y vi en seguida que no iba a arremeter ciegamente contra la red. Era un animal viejo, muy astuto. Lisias y yo continuamos en nuestros sitios, con los venablos que se movían adelante y atrás, aferrados en la mano derecha y guiados con la izquierda. Entonces Flegón, el perro más grande de Lisias, entró corriendo en el cubil. La cabeza del jabalí se movió una vez, y Flegón voló pataleando por el aire, cayó al suelo y quedó allí quieto.
Cuando lo vi morir, volví en mí. Los perros de Lisias eran mejores que los míos; ellos llevarían a cabo su trabajo, y él lo sabía. De forma que le grité al jabalí para hacerlo mirar, y avancé hacia él. También Lisias gritó al instante, más fuerte que yo. Pero el jabalí me había visto a mí primero. Antes de que pudiera pensar «Aquí viene», estaba clavado en mi venablo.
Hasta entonces jamás había sabido lo que significaba la fuerza.
Con sus rojos ojos llameando arremetió contra mí, chillando y pisoteándolo todo, intentando arrancarse el venablo para alcanzarme.
Su peso se dejaba sentir más que el mío. Cerré los dientes e hice fuerza sobre el venablo. Durante unos momentos, que me parecieron horas, pude ver a lo largo del venablo sus colmillos y su arrugado hocico. Después, rápido como un relámpago, renunció, y se apartó a un lado. El venablo pareció convertirse en una cosa viva, y abandonó mis manos.
Sentí un gran asombro, durante el cual todo permaneció quieto, en forma tal que pareció como si de nuevo pudiera recobrar con facilidad el venablo. Muy a tiempo oí la voz de Lisias, que gritaba:
—¡Al suelo! ¡Échate al suelo!
Acostumbrado a obedecerle en la lucha, me dejé caer al suelo ciegamente. Después recordé por qué, y aferré las raíces y la vegetación que crecían debajo de mí, con objeto de pegarme a la tierra.
Los colmillos de un jabalí se curvan hacia arriba, y tiene que bajarlos antes de poder herir.
Mis dedos se hundieron en la tierra y mis dientes se clavaron en amargos tallos y hojas. Sentí el hocico del jabalí empujar mi costado, y oh su cálido aliento. Muy próximo a mí, Lisias gritó. El jabalí se había ido. Permanecí tumbado en el suelo sin saber lo que hacía, y después miré a mi alrededor. Lisias forcejeaba con el jabalí en una lucha en la que le iba la vida. El animal se debatía como un demonio, arrastrándole de un lado para otro en el enmarañado terreno 'donde los pies tropezaban con innumerables obstáculos. Mi mente se encontraba entonces muy clara. Pensé: «Si cae, lo habré matado yo. Pero no viviré para llevar esa culpa en el corazón».
Mi venablo aún pendía de la espaldilla del jabalí. De un salto me puse en pie, lo arranqué, y cuando el animal se volvió hacia mí se lo clavé en un lugar más bajo, en la base del cuello. Un gran chorro de sangre cayó sobre mis brazos, y oí el jadeo de Lisias cuando los dos nos esforzamos juntos. Entonces el jabalí se desplomó y quedó quieto, como un peñasco después de haber rodado por la ladera de un collado. Su boca se abrió, gruñó, y quedó muerto.
Lisias apoyó sobre él el pie, arrancó el venablo y lo hundió en la tierra. Yo hice otro tanto. Ambos permanecimos mirándonos el uno al otro. Al cabo de un rato se acercó a mí y me tomó por los hombros. Lo primero que dijo no puede ser relatado. Después fuimos a examinar al perro que había muerto. Yacía bravamente, con los dientes dispuestos aún para dar batalla, y el cuello roto por la herida que le había inferido la fiera.
—Pobre Flegón —dijo Lisias—. Es el sacrificio de nuestro orgullo.
Que los dioses lo acepten y se apacigüen.
Después llamamos al ilota para que abandonara su refugio. Se hallaba muy agitado, creo que por haber pensado que, cuando nosotros dos estuviéramos muertos, el jabalí se sentaría allí para asediarlo. Sintiéndonos más animados, nos reímos de sus temores.
Luego abrimos en canal al jabalí, le cortamos la porción destinada a los dioses e hicimos un sacrificio a Artemisa y Apolo. Después mandamos los despojos a casa con la mula y el esclavo.
Toda aquella tarde la pasamos sentados en la ladera del collado, en un desnivel junto a un manantial. Debajo de nosotros, la azul bahía de Maratón bañaba con sus aguas las playas. Más allá se destacaban claramente los cerros de Eubea llenos de vides. Cuando nos hubimos pedido mutuamente perdón y apenas nos era posible creer ya en nuestro anterior desacuerdo, le expliqué en parte por qué me había ido a la montaña, diciéndole que mi padre me había acusado de una impiedad demasiado vergonzosa para que yo la nombrara.
Me miró con fijeza durante un momento. Luego contuvo con fuerza el aliento, me tomó la mano y no dijo nada. Después de eso se mostró tan bueno conmigo, que cualquiera hubiera podido creer que yo había hecho algo maravilloso, en lugar de haber expuesto su vida.
El azul del mar se hizo oscuro, y la luz, más profunda y dorada.
Las sombras descendían por las laderas de la parte este. Le dije a Lisias:
—El día de hoy no se ha ido de nosotros como esas jornadas vacías. Están equivocados quienes dicen que sólo la desgracia prolonga el tiempo.
—Si —asintió él—. El día está acabando, y, sin embargo, es aún demasiado pronto.
—¿Crees que al final de la vida es lo mismo?
—Supongo que no vive ningún hombre que no se haya dicho en su corazón: «Dame esto, o eso, y podré irme contento».
—¿Qué pides tú, Lisias?
—Unos días una cosa, y otros, otra. Cuando Sófocles fue mayor, solía decir que la fuga del amor era como la de un ilota de un amo tirano.
—¿Cuántos años tiene?
—Unos ochenta. Tendremos que llamar a los perros. Se han esparcido sobre el collado.
—¿Es preciso que regresemos a la Ciudad? Tenemos bastante carne aquí. Aderecémosla, y quedémonos en los collados. Entonces el día durará tanto como nosotros queramos.
—Mira qué cerca parece estar Eubea —dijo—. Esta noche lloverá.
Entonces, como yo había esperado que haría, me pidió que cenara con él en su casa.
Al llegar a la Ciudad, fui a mi casa para dejar mis ayos de caza y asearme. Me peiné el cabello, y me puse mi mejor manto y las sandalias adornadas. Cuando llegué a su casa, comprobé que había hecho otro tanto. Poco después de que hubiéramos comenzado a cenar, la lluvia de verano empezó a caer sobre la Ciudad. Repiqueteó sobre la terraza cubierta de enredaderas, y tamborileó en el tejado.
El aire se hizo suave y se llenó de olor a polvo reseco, hojas humedecidas y flores de los terrenos del mercado, un poco más allá. Observamos que podíamos oír beber hasta saciarse a los collados de los cuales habíamos venido, y juntos elevamos nuestras copas. Cuando el ilota que nos había servido salió, dispusimos la escudilla de bronce para jugar al cotabo, e iniciamos la competición, brindando mientras competíamos. Lisias obtuvo un mejor resultado que yo y se rió de mí, de manera que declaré que no aceptaba el augurio, y volví a llenar mi copa para desafiarle. Esa vez gané yo, pero él no pudo soportar la victoria, y así continuamos, hasta que cuantos más esfuerzos hacía, menos conseguía. Al fin Lisias, inclinándose para coger mi copa, dijo:
—Querido, ya has tenido bastante.
—¿Qué? —repliqué riendo y volviendo a coger la copa—. ¿Está espesa mi lengua, o me has oído decir alguna insensatez? ¿O soy una de esas personas que pierden su buen aspecto a la tercera copa?
—A eso merecerías que te dijera que sí.
—Bebe más tú mismo. Tú eres más alto y necesitas más para llenarte. Toda la tierra está bebiendo y hermoseándose; ¿por qué no hemos de hacer nosotros lo mismo? Para sentirse como yo me siento ahora los hombres plantan las viñas y prensan la uva. No sólo tú, Lisias, me pareces hermoso como siempre, sino que todo el mundo me resulta bello. ¿Para qué otra cosa nos ha sido dado el vino por el dios?
—Déjalo así entonces —replicó—, y no lo estropees, Alexias. La muerte viene demasiado pronto a separar a los amigos.
—Brindemos por la vida, entonces. Tú me la has dado. La luz de esta lámpara, el aroma de las flores bajo la lluvia, el vino y las coronas, y sobre todo tu compañía. Todo me lo has dado tú. ¿No quieres que celebre tu don? Sólo necesito una cosa para sentirme el hombre más feliz de la tierra: algo para dártelo a ti en pago. Pero ¿qué podría bastar?
—Ya te había dicho que una más sería demasiado —repuso.
—Sólo bromeaba. ¿Ves? Estoy tan sobrio como tú, más sobrio aún, diría. Dime una cosa, Lisias: ¿dónde crees que va el alma cuando morimos?
—¿Quién ha regresado para decírnoslo? Quizá, como Pitágoras enseña, vuelve de nuevo al útero. Y se convierte en un filósofo si lo hemos merecido, o en una mujer si hemos sido débiles, o en una bestia o un pájaro si no hemos conseguido ser humanos. Sería agradable creerlo así, porque eso sería justo. Pero opino que nos dormimos y que no volvemos a despertarnos jamás.
Su tristeza me alcanzó a través de los vapores del vino, y me lo reproché.
—Sócrates dice que no. Sostiene que el alma es inmortal.
—La suya tal vez lo sea. Uno no puede dudar que es de más dura y clara materia que la de los otros hombres, y que, por tanto, es menos fácil que se disperse. — Se levantó y sonrió. —O quizá los dioses se proponen deificarlo y colocarlo como una constelación en el cielo.
—Se reiría de eso. Y te arrastraría a ti por el polvo de la constelación de Sócrates, con dos pequeñas estrellas por ojos, y cinco o seis mayores por boca.
—O me reprobaría por haberme mostrado irrespetuoso con los dioses… —Uno no puede decirle todo, porque no comprende las debilidades de los hombres corrientes.
—No —dije— Tiene corazón de león. Nada le asusta, nada le tienta. Ver lo bueno y hacerlo es una misma cosa para él.
Estuve a punto de añadir: «Pero dice que eso se logra por medio de una práctica diaria, como la victoria en los Juegos». Entonces recordé, y en lugar de hablar alcé la copa para beber.
Después dije:
—Yo diría que él sabe que es único y que no espera que los otros sean como él es.
—No es un hombre hecho para el compromiso.
—No consigo mismo. Pero es benigno. Ha aprendido que no debe esperar demasiado.
—Creo que fue Alcibíades quien le enseñó eso —repuso Lisias.
Abandonó su triclinio y, alejándose, quedó en pie mirando a la terraza.
Le seguí, y permanecí junto a él.
—No te enfades conmigo esta noche, Lisias. ¿Qué te ocurre?
—Nada. Con demasiada frecuencia me he enfadado contigo sin causa alguna. Mira, la lluvia ha cesado.
Una blanca luna había aparecido entre las nubes, y podían verse una o dos estrellas. El aire del jardín era fresco, y detrás de nosotros el comedor olía a flores magulladas, al humo de la lámpara y al vino derramado.
—También yo te he provocado sin causa alguna —repuse—, o con la misma causa. Esta noche lloverá más. ¿No lo sientes, Lisias?
—Ha sido una sequía muy larga —dijo—. Demasiado larga. Si la tierra no bebe hondamente, tendremos grandes tormentas, y fuego en las montañas. Bien —añadió instantes después—, si hubiéramos hecho lo que tú querías, esta noche habríamos estado a la intemperie en Pentélio.
—Supongo —repliqué— que no nos habría sido imposible encontrar alguna cueva lo bastante grande para guarecernos.
Una hoja cargada derramó su agua, que tamborileó sobre la enredadera.
—Es tarde —dijo él—. Llamaré para que traigan una antorcha.
—¿Tarde? Debe faltar todavía una hora para la medianoche. ¿Estás tratándome como a un niño porque he perdido mi venablo?
—¿Es que no lo comprendes? —gritó.
Al cabo de un instante, en voz muy baja añadió:
—He visto cómo la muerte te alcanzaba, y entonces me ha fallado la filosofía.
—Te has portado muy bien con el venablo —repuse, tratando de hacerle sonreír— En la guerra nos hemos visto el uno al otro rozados por la muerte, y por la noche nos hemos unido al canto.
—¿Debemos cantar ahora? Cantar es fácil. Te he visto muerto, y más allá no había nada. Sólo tarea para una cosecha incendiada, con la primavera y el verano perdidos. Y ahora ya te lo he dicho, aunque hasta ahora jamás había dejado que el vino me soltara la lengua.
¿Has oído suficiente? Será mejor que te vayas.
Apartándose de mí, caminó hacia el umbral de la puerta para llamar al ilota. Pero yo corrí para darle alcance, y cogiéndole por el brazo le hice volver.
La guirnalda se había deslizado sobre mi cabello mientras corría.
Elevó la mano hacia ella, y cayó detrás de mí. Pude oír a la enredadera que soltaba sobre la terraza sus últimas y pesadas gotas, el croar de una rana en la cisterna que había más allí y los latidos de mi propio corazón.
—Aquí estoy —dije.
El invierno siguiente Lisias y yo nos hicimos a la mar, y nos dirigimos a la isla de Samos.
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