Pasaron las semanas, trayendo el invierno a los campos y la primavera a mí. Así como cuando el gran Helios brilla sobre un estanque rodeado de escarcha los pájaros empiezan a posarse en su borde y las bestias se acercan a él para beber, así yo, siendo feliz, en lugar de cortejadores empecé a tener amigos. Pero mi mente estaba demasiado llena con Lisias para que observara el cambio, y, cuando él estaba ocupado, casi no sabía yo cómo pasaba mi tiempo.
Cierto día llegó un despacho de Sicilia, que fue leído en la Asamblea. Nosotros, los muchachos que no teníamos edad suficiente, permanecimos al pie de la colina, esperando noticias. Los hombres bajaron con caras alargadas y hablando en voz alta.
Nicias escribía que Glipos, el general espartano, había reclutado un ejército en la parte más alejada de la isla, instruyéndolo y disciplinándolo, con el que marchó en socorro de Siracusa. Se atrincheró en terreno alto, acorralando a nuestro ejército entre el suyo y la ciudad. Había unido a Sicilia contra nosotros, esperándose, asimismo, tropas de la confederación espartana. Como resultado de ello, Nicias pedía un segundo ejército no inferior al primero, y una segunda carga de tesoro para mantenerlo, así como un general para que le relevara. Decía estar mal del vientre, lo que le impedía trabajar en la forma en que deseaba hacerlo. Podría sostener sus posiciones durante el invierno, pero los auxilios no debían ser demorados más allá de la primavera. Y así acababa su carta.
Lisias me contó todo esto mientras la muchedumbre pasaba por nuestro lado aún. Las gentes hablaban con irritación, pero no recuerdo ningún presagio. Era como si hubieran acudido a un festival, y se les dijera que nada estaría preparado antes de una semana, por lo que debían regresar a sus casas.
No tardaron mucho en hacerse públicas las listas de reclutamiento, poniendo fin a unos temores que había conservado para mí mismo. Lisias no iba; muy poca era la caballería que quedaba para la defensa de la frontera. Cuando los caballeros embarcaron, fue retirado de su escuadrón tribal, nombrándosele ifiarca de la guardia, en sustitución de un oficial que marchó con el ejército. Aunque era muy joven para aquel cargo, todos se sentían satisfechos de encontrar a alguien que se hiciera respetar por los jóvenes y mantenerlos disciplinados. Su tarea le obligaba a permanecer mucho tiempo alejado de mí. Anhelaba que llegara el tiempo en que fuera efebo, pues Lisias me había prometido pedir que fuera puesto bajo su mando.
Al ver mis deseos de prepararme, a menudo aprovechaba su tiempo libre para hacer prácticas conmigo en el campo, lo cual Demeas nunca había hecho.
Cabalgábamos con nuestras jabalinas, y él me enseñaba a afirmarme en mi montura para lanzar el arma al galope; o nos acercábamos el uno al otro, tratando de derribarnos. Pensé que Lisias temía herirme, pero a menudo era más severo que Demeas. En una ocasión en que me derribó del caballo en un lugar pedregoso, sufriendo yo varias contusiones, se sintió verdaderamente apenado, pero dijo que prefería herirme él a que alguien me matara en el campo de batalla.
Muy raramente podíamos entonces pasar algunas horas con Sócrates, el cual jamás deseó apartar a los jóvenes de un trabajo útil.
Pero como siempre caía alguien presa de su encanto, se veían a su alrededor nuevas caras, llegadas durante nuestra ausencia. Algunos se iban, otros quedaban, pero ninguno me sorprendió tanto como el que vi cierta mañana en el taller de Focas, el platero. De una pared colgaba un espejo de plata pulida. Al acercarme a él, vi primero el reflejo del rostro de Sócrates, y luego uno a su lado. Al principio no creía lo que estaba viendo. La otra cara era la de Jenofonte.
Después, cuando estuve a solas con él, se rió de mi sorpresa, y me dijo que frecuentaba la compañía de Sócrates desde hacía ya algunas semanas, extrañándole que no nos hubiéramos encontrado antes.
—Pero supongo que tu famoso asunto amoroso te mantiene ocupado todo el día, y que dentro de algunos años pensarás en volver a frecuentar a tus amigos.
Comprendí que se sentía verdaderamente herido, y fue tan difícil hacerle comprender la situación como explicar a un sordo por qué había uno ido al teatro.
—Pero, ¿qué te ha llevado a Sócrates? —le pregunté.
—Él mismo.
—¿Cómo? ¿Sería porque le oíste hablar?
—No; él mismo me lo pidió.
Sus palabras me sorprendieron grandemente, y le rogué que me lo contara todo. Me dijo que cierto día, mientras pasaba por una estrecha calleja, encontró en ella a Sócrates.
—Jamás había estado tan cerca de él —prosiguió—, y so pena de portarme en forma grosera no pude por menos que mirarle a la cara. «Sí —pensé—, la gente puede reírse, pero es un verdadero hombre.» Bajé los ojos cuando iba a pasar por su lado, pero él me cerró el paso con su báculo, obligándome a detenerme. «¿Puedes decirme —me preguntó— dónde puedo comprar aceite bueno?» Me pareció extraño que precisara aquella información, pero se la di. Luego me hizo parecidas preguntas sobre harina y tela. Le dije los mejores sitios que conocía. Entonces me preguntó: «¿Y dónde puede obtenerse lo bueno y bello?». Debí poner cara bastante tonta, pero finalmente contesté: «Siento, señor, no poder contestarte». «¿No? —repuso sonriendo—. Acompáñame, pues, y lo averiguaremos juntos.» Obedecí, y permanecí con él todo el día. ¿Por qué no me habías hablado más de él, Alexias?
—¿Cómo?
—Yo imaginaba que los sofistas pasaban su vida midiendo la luna y las estrellas y discutiendo si la materia es una o varias. Tú mismo, si me perdonas que lo diga, tienes tendencia a estar siempre en las nubes, por lo que pensaba que Sócrates sería el sofista que te complacería. Pero ahora sé ya que es la persona más práctica a la que puede acudirse en demanda de consejos. Le he oído decir que nadie debe pretender leer el universo, antes de haber aprendido a leer en su alma y dominarla, pues, en caso contrario, nada impediría que todos sus otros conocimientos sean empleados para el mal. Afirma que, al carecer de ejercicio, el alma enferma igual que el cuerpo, y que sólo se puede conocer a los dioses ejercitándose tan intensamente en la bondad como se ejercita para los Juegos.
—¿Eso dijo? Ahora comprendo por qué no quiso nunca ser iniciado.
—Pero no es cierto, Alexias, que no sea reverente. Te aseguro que es un hombre muy religioso.
—¿Estás defendiendo a Sócrates ante mí? —pregunté.
—Lo siento —repuso él—, pero la injusticia de la gente me irrita. ¿Qué significan sus acusaciones? Mi propio padre, el mejor de los hombres, cree la leyenda debida a Aristófanes de que Sócrates enseña a los jóvenes a despreciar a sus padres y negar a los dioses. ¿Por qué alguno de sus amigos que escriben y componen no le retrata en una tragedia como verdaderamente es? Sólo se necesitaría la cita de algunas cosas que dice en sus charlas diarias para hacérsele justicia.
—Debieras hacerlo tú mismo —repuse.
Jenofonte se sonrojó.
—Te estás burlando de mí. Sólo quiero decir que tarde o temprano alguien deberá hacerlo.
Por aquellos tiempos, creo que era a principios de primavera, otro joven empezó a frecuentar a Sócrates.
Le vi el primer día, cuando todos habíamos regresado del Ágora para hablar en el Pórtico de Zeus. El joven a quien me refiero se acercó silenciosamente, quedando medio oculto por una columna.
Sin embargo, apenas le vio Sócrates se volvió a él en señal de bienvenida.
—Buenos días, Fedón; esperaba que nos viéramos hoy. Ven y siéntate donde podamos oírnos.
El muchacho se adelantó y se sentó a sus pies.
—Sileno con un leopardo —murmuró Lisias a mi oído.
No pudo haberlo expresado mejor. Aquel joven poseía lo que a menudo cantan los poetas líricos, pero muy raramente se ve: ojos muy negros y cabello del más puro rubio, que parecía de seda. Lo llevaba cortado recto en las cejas, fuertemente dibujadas y enarcadas. Su boca era de noble corte, pero extraña, suave y secreta; su belleza no era de Apolo sino de Dioniso. Sus ojos nunca se apartaban de la cara de Sócrates; eran profundos y sutiles, y en ellos podían verse sus pensamientos como peces nadando en aguas oscuras. Por ello me pareció muy extraño que permaneciera sentado sin abrir la boca, y que Sócrates no pareciera esperar nada mejor.
—Esto puede interesarte, Fedón —le dijo Sócrates, dirigiéndose a él sólo una vez—, si, como supongo, tiene relación con aquello de que hablábamos ayer.
El muchacho contestó algo, asintiendo, dejando yo entonces de preguntarme si sería mudo.
—¿Quién es? —pregunté cuando nos marchábamos—. ¿Lo sabes tú, Lisias?
—No. Sólo sé que llegó un día, cuando tú estabas en casa de Demeas. Entró silenciosamente, miró a los reunidos y salió. La concurrencia era muy parecida a la de hoy, excepto que Critias se encontraba allí.
Aquellos días Critias no se acercaba a mí. Lo sentí por el muchacho, pero todo el mundo, al no ser el amado de Lisias, me parecía digno de lástima.
Poco después, mientras Lisias estaba ausente, de maniobras, yo me encontraba en los jardines públicos, en el pequeño junto, al Teatro, donde Sócrates discutía con Aristipo acerca de si el bien y el placer son idénticos o no. Cada uno de ellos parecía la imagen de su propia causa, en su polémica. Aristipo tenía unos treinta años, era hombre de facciones agradables, pero de rostro algo fláccido, y casi podría decir que llevaba a la espalda el precio de una buena mula de silla. Cubierto con su viejo manteo pardusco, Sócrates era atezado y firme como una nuez. Podía creerse la historia de que cuando tomó parte en la campaña de Tracia pasó toda una noche de invierno en meditación, mientras las tropas temblaban bajo sus pieles de cordero.
Decía que la fuerza del hombre depende de su esfuerzo por conservarla; que su libertad está subordinada a la fuerza para protegerla, y preguntaba qué placer está seguro, sin libertad. No creo que Aristipo encontrara la forma de rebatir esas palabras. En aquel preciso momento vi nuevamente a Fedón, medio oculto por algunos árboles. Se retiró cuando Sócrates miró en su dirección, pero se adelantó por su propia voluntad cuando Aristipo marchó. Sócrates le saludó, y el muchacho se sentó en la hierba. He olvidado la conversación, que supongo estaba relacionada con lo que había pasado. Fedón permanecía sentado, silencioso y atento, con la cabeza cerca de las rodillas de Sócrates. Las laderas alrededor del Teatro recibían la última luz del sol, que se reflejaba en el rubio cabello del muchacho, mostrando su lúcida belleza. Mientras hablaba, Sócrates, con aire ausente, alargó la mano para tocarlo, pasando uno de sus mechones entre sus dedos. Era como si un hombre tocara una flor, pero observé el gesto de alejamiento del muchacho, y el cambio en la expresión de su rostro. Sus negros ojos parecieron irritarse; hacía pensar en un animal medio domesticado, que se disponía a morder. Al sentir el movimiento, Sócrates bajó la mirada hacia él; por un momento sus ojos se encontraron. De pronto, el muchacho volvió a parecer reposado; su cara recobró su anterior falta de expresión, y quedó rodeándose las rodillas con las manos, mientras Sócrates le acariciaba el cabello.
Aquello aumentó mi curiosidad, que quise satisfacer entonces.
Cuando Sócrates marchó, empecé a acercarme, pero, cosa nada sorprendente, alguien que estaba esperando una oportunidad, llegó a su lado antes que yo pudiera hacerlo. Fácilmente se observaba que era extranjero, presentándose en la acostumbrada forma cortés. El joven le sonrió fríamente, y le contestó algo. No oí sus palabras pero el hombre pareció desconcertado, y se retiró como si le hubieran golpeado.
Tal vez os sorprendáis que después de esto no decidiera yo en forma distinta, pero aquéllos eran tiempos en que pensaba bien de la humanidad, y tenía redoblada confianza. Me acerqué a Fedón, le saludé y dije algo acerca de la polémica. Al principio escasamente contestó, cerró su hermosa boca y dejó que yo hablara. Sin embargo, yo tenía la impresión de que estaba más confuso que irritado; por tanto, insistí y finalmente Fedón empezó a hablar. Inmediatamente observé que, comparando nuestras mentes, yo era un niño a su lado. Me preguntó acerca de una polémica de que había oído hablar. Se la conté lo mejor que pude. Me interrumpió una vez, para refutar algo que ni Critias había observado.
Le dije que era demasiado modesto, y que debía dejar oír su voz con mayor frecuencia. Habíamos estado hablando libremente, pero entonces meneó la cabeza y volvió a quedar silencioso. Al llegar a la próxima esquina, abrió la boca.
—Gracias por tu compañía —dijo—, pero yo voy por este camino. Que estés bien.
Comprendí que no quería que supiera dónde vivía. Pensé: «Su familia ha caído en la pobreza; quizás incluso debe trabajar en un oficio». Vestía bien y olía el perfume de la flor de manzanilla que empleaba en su cabello; pero la gente conserva las apariencias en lo posible. De todas formas, me pareció entonces excelente persona; tampoco a él parecía haberle disgustado mi compañía. Por tanto, puesto que nos encontrábamos cerca de la palestra donde generalmente yo me ejercitaba, le dije:
—Es temprano aún. Acompáñame en mis ejercicios.
Pero él se separó de mi lado, hablando rápidamente.
—No, gracias. Debo irme.
No podía creer que temiera que yo observara su estilo, pues su porte y sus modales eran señoriales. Entonces observé una profunda herida en su pierna, como si una lanza la hubiera atravesado. Le pedí perdón, preguntándole también si le causaba muchas molestias.
—No es nada —contestó, mirándome de un modo extraño—. Nunca la siento ahora.
Luego añadió lentamente:
—Me la hicieron en combate. Pero fuimos vencidos.
La cicatriz era casi blanca, pero él no parecía mayor que yo.
Hablaba griego dórico, con acento de las islas. Le pregunté en qué batalla había tomado parte. Fedón me miró en silencio; sus ojos eran como una noche invernal, bajo su brillante cabello. Me sentí turbado y constreñido.
—¿De dónde eres, Fedón? —inquirí finalmente.
—Debiste habérmelo preguntado antes, ateniense. Soy de Milo.
Iba a alargarle la mano, diciéndole al mismo tiempo que la guerra había acabado. Pero las palabras murieron en mi boca.
Entonces supe por qué no podía ir a la palestra. Sólo el vencedor puede decir: «La guerra ha terminado», y regresar a su casa. Para el esclavo, la guerra sólo termina con la muerte.
Se retiraba ya; alargué la mano para contenerle, tan asombrado como si hubiera visto salir el sol por poniente. En todo le había encontrado superior a mí. Nunca imaginé que semejantes cosas pudieran ocurrir en el mundo. No tenía tiempo para seguir pensando, pues vi sufrimiento en su cara.