Cuando hube acabado de comer, me preguntó si me gustaría ver el santuario.
—La imagen del dios es muy hermosa —dijo—. Aunque éste es un lugar al que resulta muy difícil llegar, la gente viene a verlo desde muy lejos, porque han oído hablar de él. La imagen no es tan vieja como el templo. En realidad, yo estuve aquí cuando fue consagrado. Lo construyó Fidias, el estatuario de Atenas.
Por cortesía accedí a ir con él, con mis alabanzas dispuestas ya a causa de su amabilidad, pues lo cierto era que en aquellos momentos no me atraía nada. Sin embargo, cuando vi la estatua comprobé que había sido demasiado frío en su loa. El dios se hallaba representado como un glorioso joven de diecinueve o veinte años, con un rostro de extremada nobleza en el que se mezclaban la gracia y el poder. Una clámide azul le colgaba de los hombros, y en la mano izquierda sostenía la lira.
Mientras permanecía mirándolo, durante un instante me olvidé incluso de quién me había traído allí.
—Admiras como asombrado la imagen —observó el sacerdote— que ciertamente no es tan conocida como debiera serlo. Pero lo mismo les ocurre a aquellos que vienen llenos de expectación. Estoy seguro de que te han dicho que después que Fidias alcanzó en su arte la plena perfección, ya no trabajó más con modelos vivos. Esperaba siempre a que los dioses le dieran su inspiración. Pero cuando se hallaba cincelando esta imagen, había cierto joven de una hermosura casi divina a quien le pedía algunas veces que, como un servicio al dios, viniera a posar para él. Después, cuando el joven se marchaba, meditaba, oraba a Apolo, y luego se ponía a trabajar.
Miré otra vez, y pensé que Fidias y el joven debieron ser visitados por alguna visión, pues parecía que aquélla y no otra era la verdadera forma y cara del dios. Le pregunté si sabía quién había posado para la imagen.
—Desde luego —contestó él—. Es de público conocimiento, y aunque tú eres joven, seguramente habrás oído hablar del hombre, pues tan sólo han transcurrido unos pocos años desde que su nombre se hallaba en boca de todo el mundo. Miron, hijo de Fiocles, a quien llaman «el Hermoso».
Mi mente quedó silenciosa, como copos de nieve cayendo en un aire aquietado. Permanecí allí, contemplando la imagen. Después, de la misma manera que el blancor del invierno baja por la ladera de la montaña y acaba convirtiéndose en agua, me abrumó tan grande pena por todos los hombres mortales, que mi cuerpo apenas pudo resistirla. No me importaba que el sacerdote se encontrara junto a mí; pero cuando luego recordé que me hallaba también en presencia del dios, levanté el brazo, me cubrí la cara con el manto y lloré.
Al cabo de un rato, el sacerdote me tocó en el hombro y me preguntó por qué lloraba. Pero no supe qué contestarle.
—Has empezado a llorar cuando te he dicho el nombre del muchacho —repuso— ¿Acaso ha muerto, o ha caído en una batalla?
Sacudí la cabeza, pero no pude hablar. Él hizo una pausa, y después se expresó así:
—Hijo mío, yo soy viejo, y sé que me queda ya poco tiempo de vida; pero no temo la muerte como un mal, de la misma manera que uno no teme el sueño después de haber estado todo el día trabajando. Ruega convenientemente que en cada época de tu vida tus deseos puedan cumplirse, y no temas. La vejez no vendrá a ti, sino a otro a quien los dioses tendrán dispuesto para ese trance. Y en cuanto al joven por el cual te apenas, es afortunado, porque su hermosura se ha convertido en la morada de un dios, y él sigue viviendo en este templo.
Incliné la cabeza, honrando su sabiduría, que, sin embargo, no logró disipar mi pena, e incluso hoy, a pesar de haber leído muchos libros, no he hallado palabras para definirla.
Permanecí allí descansando todo aquel día, el siguiente, y la noche del otro, pues me mostraba lento en recuperar las fuerzas. La última tarde, cuando la lámpara fue encendida y la anciana se dispuso a preparar la cena, le conté de qué había sido acusado y le dije que no sabía a dónde ir. Él me contestó que debía regresar a casa y que el dios protegería mi inocencia. Después, viendo que se me velaba la mirada, añadió:
—Un hombre emprende un largo viaje y deja su dinero a cargo de un amigo. Al regresar, recupera todo cuanto al otro le había confiado, y se siente satisfecho. Si se descubriera que el amigo, mientras se encontraba aún el dinero en la casa, había sufrido necesidad, ¿sería honrado más o menos por los hombres?
—No es lo mismo —repliqué yo.
—Para los dioses, es lo mismo. Cree en tu propio honor, y los hombres lo harán así también.
Así, al amanecer del día siguiente, emprendí la marcha hacia la Ciudad. Aunque había un buen trecho, no tuve que recorrer tanto camino como a la venida, pues había estado errando de un lado para otro en la montaña. Llegué al atardecer, poco antes de que hubieran sido encendidas las lámparas. La esposa del sacerdote había cuidado de reparar los rasgones de mi manto y lo había lavado, de modo que yo no ofrecía mal aspecto, aun cuando tuviera algunas contusiones a causa de la caída. Cuando entré en el patio, vi que la lámpara comenzaba a arder. Esperé afuera durante unos instantes; pero los perros me conocieron, y salieron haciendo gran ruido, de modo que tuve que entrar.
Mi padre se hallaba sentado a la mesa, leyendo. En el momento en que él levantaba los ojos, mi madrastra salió de la cocina. Le miró a él, no a mí, y aguardó. Él dijo:
—Entra, Alexias. La cena está casi lista, pero supongo que tienes tiempo para darte primero un baño — después, volviéndose hacia ella, preguntó:— ¿Tiene tiempo?
—Sí —contestó—, si no tarda mucho.
—Date prisa, pues; pero mientras vas al baño, dale las buenas noches a tu hermana. No ha dejado de preguntar por ti.
Nos sentamos a cenar, y charlamos de asuntos referentes a la Ciudad. De lo que había sucedido no volvimos a hablar nunca más.
Lo que él le dijo a mi madrastra mientras yo permanecí ausente, o lo que ella le dijo a él, no lo he sabido nunca. Pero cuando pasó el tiempo, vi que se había producido un cambio. Algunas veces le oía a ella decirle: «La tarde será fría; tu capa no es bastante gruesa», o: «No dejes que te den la comida especiada que te mantuvo despierto la última vez». Él solía contestar: «¿Qué más da?», o: «¡Bien, bien!», pero la obedecía. Jamás me había dado cuenta de que la trataba siempre como a una niña, y sólo me percaté de ello al ver que la trataba como a una mujer.
Nunca supe cómo llegaron las cosas a este punto, ni creo que deseara saberlo. Ya era bastante con que nada volviera a ser otra vez era como antes.
IXX
Durante el tiempo que siguió, estuve mucho en la Ciudad, y poco en casa. Dentro de mí había un gran vacío. Me alegraba tener compañía, y no siempre esperaba a buscar la mejor.
No podía hablar con nadie de lo que había sucedido, ni siquiera con Lisias. Pero algo le habría dado a conocer, si él no me hubiese preguntado furioso, dónde había estado y no me hubiera reprochado mi marcha sin advertirle. A pesar de que esto era muy natural, como no me había encontrado aun a mí mismo, sentía que me había fallado cuando más lo necesitaba, y por ello brevemente le dije que había estado cazando.
—¿Solo? —inquirió.
Le contesté que sí. Teniendo en cuenta que le había mentido, no debiera haberme sentido herido por su incredulidad; pero la consideré una injuria.
Después de eso, aunque entonces lo necesitaba más que nunca, de inconsiderado llegué a convertirme en grosero. Luego volvía a su lado, como si eso supusiera reparar lo hecho, como si tratase con un hombre sin orgullo. Ante su primera manifestación de frialdad yo estallaba, y todo comenzaba de nuevo. A veces nos reconciliábamos, pero era como la nublada alegría de la fiebre. Al partir me preguntaba con forzada despreocupación qué me proponía hacer al día siguiente y a quién iba a ver. Yo reía, y no le daba la más mínima respuesta. Después, a solas en la noche, hubiera dado cualquier cosa por haberme separado de él amistosamente. Un día, discutiendo sobre este asunto, le dije que a la mañana siguiente iría de caza.
Cuando las estrellas comenzaban a desvanecerse, oí ruidos de cascos de caballo en la calle solitaria. Después las guarniciones en forma de hoz de los venablos de Lisias se destacaron contra el cielo.
Corrí hacia el lugar donde se encontraba con sus tres perros espartanos. Detrás de él, a lomos de una mula, un ilota transportaba las estacas y las redes, en las cuales yo ni siquiera me había detenido a pensar.
Me miró ceñudamente, para ver cómo reaccionaba ante el hecho de que me hubiera tomado la palabra. Puesto que ése era su propósito, le saludé alegremente, y le di las gracias por haber traído las redes, como si yo hubiera contado con ello. Entonces pensé que, sin duda alguna, renunciaría a la empresa; pero me preguntó qué perros iba a llevar. Silbé llamando a un enorme melino y dos castorinos, los cuales componían una absurda jauría. Enarcando las cejas, Lisias los contempló. Entonces el melino empezó a luchar con uno de los perros de Lisias, cosa que ya había ocurrido en otras ocasiones. Los dos saltamos para apartarlos, y pensé que eso había roto el belo. Pero él seguía aún glacial. De modo que dije:
—Bien, vamos.
Cabalgamos hacia Pentélico, donde ese año había gran abundancia de jabalíes, pues las partidas de caza se habían reducido mucho a causa de la guerra. Era una hermosa y fresca mañana, y la brisa soplaba del mar. Desde la cumbre del monte pudimos ver claramente Dekeleia, y media docena de lugares donde ambos habíamos luchado codo a codo. No pude dejar de señalarlos, diciendo:
—¿Recuerdas?
En mi naturaleza está encenderme con facilidad, pero mis cóleras duran poco tiempo. Lisias tardaba en enfurecerse, pero cuando su cólera se había producido, le duraba mucho. Me contestó con aspereza, y señalándome un repliegue de la montaña cubierto de árboles, me dijo que probaríamos allí.
En nuestro camino nos encontramos a un muchacho de una granja con algunas cabras, y le pregunté si había jabalíes en el bosque.
—Si —contestó—. Hay uno muy grande. Ha expulsado a otro jabalí que vivía por aquí cerca. Ayer mismo lo oí hocicar.
Cuando el muchacho se hubo alejado, Lisias se volvió hacia mí.
Por sus ojos pude ver que pensaba que las cosas habían ido demasiado lejos. Pero no se mostraba dispuesto a hablar, y yo estaba furioso a mi vez, porque él había reaccionado con frialdad ante mis signos de paz. De forma que le dije:
—¿Crees que me voy a volver atrás, para que tú puedas echármelo siempre en cara? Si has venido para eso, lo has hecho en vano.
—Ahorra tu energía para lo que nos espera, Alexias —replicó fríamente.
Desmontamos en silencio y nos sentamos para desayunar, cada uno con su propia comida y sus perros alrededor de él. No nos hablamos. Después, alzando la vista, dijo:
—Puesto que vamos a hacer un trabajo de hombres, ¿quieres que lo hagamos como hombres y no como niños?
Breve y claramente me dijo lo que debíamos hacer, como si estuviera dando órdenes en el campo de batalla. Después atrailló al podenco que empleaba para el rastreo, y dejando al cuidado del ilota los otros perros y los caballos, emprendió la marcha hacia la espesura.
Después de la luminosidad del día, allí adentro parecía reinar la oscuridad. El sol penetraba a través de los árboles en redondas monedas de oro, y la negra y húmeda tierra olla a hojas de roble podridas. Pronto comenzamos a encontrar excrementos de jabalí y huellas. Parecían muy grandes. Eché una rápida ojeada a la cara de Lisias, la cual no me dijo nada, pues ofrecía el mismo aspecto que en la guerra.
Al cabo de un instante llegamos a un roble cuya corteza había sido desgarrada por los colmillos del jabalí. El perro tiró del brazo de Lisias, los pelos se le erizaron a lo largo del lomo, y gruñó. Ante nosotros había un oscuro refugio, del cual salían huellas.
—Este es su cubil. Pondremos las redes aquí —dijo Lisias.
Nos llevamos al perro y lo atamos junto con los otros, después de lo cual colocamos las redes ante el cubil, fijándolas a fuertes estacas y a los troncos de los árboles. Un poco más atrás había un escarpado peñasco, y sobre él, donde pudiera estar a salvo, situamos al ilota con un montón de piedras para impedir que el jabalí fuese por donde no debía ir. Luego cogimos los venablos.
—Permanece dispuesto, y no apartes ni un momento los ojos del cubil. Los jabalíes son rápidos —observó Lisias.
Fuimos a buscar los perros, los cuales se mostraban muy clamorosos ya ante el odiado olor, y los introdujimos en la espesura. Lisias se colocó a la derecha de las redes, yo a la izquierda. En una cacería normal habría habido cuatro o cinco hombres en cada uno de esos sitios, todos ellos con venablos, y otros un poco más atrás con jabalinas para arrojarlas llegado el momento. Con objeto de remediar un poco esta deficiencia, nos acercamos más. A una señal nuestra, el ilota comenzó a gritar y arrojar piedras. Entonces, entre dos negras matas, vi al jabalí.