Alera (49 page)

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Authors: Cayla Kluver

BOOK: Alera
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—¿Todavía está vivo? —preguntó a Halias, mirando a Cannan y a Steldor.

No me podía creer su falta de tacto.

—Sí, pero por poco —respondió Halias, sin hacer caso de la inconveniencia de London.

Sabía que el guardaespaldas de Miranna pensaba decir algo más, como preguntar cómo había ido la misión, pero London no le dio oportunidad de hacerlo. Cogió la cuerda que Galen tenía en la mano y tiró de la princesa hacia nuestro rey moribundo. Ella intentó resistirse, pero él era demasiado fuerte para ella y, al final, avanzó tropezando. Galen y Halias también dieron unos pasos hacia delante, nerviosos ante el comportamiento de London, y yo me quedé inmóvil. Ninguno de nosotros entendíamos su conducta. Cuando él y Nantilam hubieron llegado al lado de Steldor, London puso una mano sobre el hombro de la mujer y la obligó a ponerse de rodillas al lado de mi esposo.

En un instante, Cannan sacó una daga. Pero London se encontraba, quizá sin darse cuenta, colocado entre el capitán y la cokyriana, y estaba claro que no estaba prestando atención a su superior.

—Sanadlo —gruñó London mirando fijamente a la beligerante alta sacerdotisa.

Halias se había acercado un poco a Cannan por detrás, y yo también había dado un paso hacia ellos, pero Galen se había quedado rezagado. Miranna se ocultaba entre las sombras, quizá después de haber reconocido a la recién llegada. Temerson estaba apostado fuera, montando guardia; seguramente mi hermana necesitaba ayuda, pero yo estaba demasiado absorta en lo que sucedía para acudir en su auxilio. A pesar de que Halias estaba preparado para sujetar a su capitán si era necesario, su mirada, asombrada, no se apartaba de London. Me miró un momento, intentando averiguar mi reacción ante la extraña orden que todavía resonaba en oídos de todos. ¿Habría ese viaje afectado la mente de London? Pero la mirada que le devolvió Nantilam no mostraba la menor confusión.

—¿Es este vuestro famoso niño-rey? —preguntó en tono engreído.

Vi que Cannan apretaba la daga con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos.

—Sí, es nuestro rey. Y lo vais a curar.

London la agarró la pechera de la camisa, la hizo levantar y la lanzó contra la pared de la cueva. Nantilam cayó al suelo y, mientras se incorporaba, dirigió una mirada llena de furia a London; luego se sentó en el suelo y cruzó los brazos, enfurecida.

—Lo vais a curar —repitió London, con rabia. Luego, el tono de voz le cambió ligeramente y se mostró menos hostil y más seguro—: Yo os serviré, al igual que vos nos servís a nosotros, si hacéis lo que os diga. Si las cosas no salen como nos gustaría y vuestro hermano nos encuentra, ¿qué mejor regalo podríais hacerle que el Rey, vivo y sano, para que lo pueda torturar a su gusto? Por otro lado si las cosas nos favorecen a nosotros, necesitaréis sobremanera nuestra compasión.

Nantilam no apartó los ojos de London. Tampoco cambió de actitud. Permaneció callada, aparentemente reflexionando sobre las opciones que tenía. La tensión general aumentaba a cada momento y parecía difícil respirar en ese ambiente. Ninguno de nosotros sabía qué relación había entre el segundo oficial y la Alta Sacerdotisa. Yo no era capaz de imaginar qué podría hacer Nantilam para sanar a Steldor, pero si de verdad tenía esa habilidad, la lógica de London parecía incuestionable. Finalmente, la Alta Sacerdotisa llegó a una conclusión: se puso en pie, clavó los ojos en su captor, asintió con la cabeza y se acercó a mí esposo. Para mi sorpresa —y para la de ella— London le puso una mano en el hombro para que se detuviera.

—Cannan —dijo London, y yo comprendí cual era su preocupación—. Dejad que la Alta Sacerdotisa se acerque. No le hará daño. .

—Puedes estar seguro de que no se lo hará.

El capitán había hablado con voz grave y ronca, y aunque yo no reconocía a Cannan en la ferocidad de sus ojos, me sentía inclinada a estar de su parte. Lo que decía London no tenía sentido: Steldor merecía morir dignamente, a su debido tiempo y entre sus compatriotas. Pero London se adelantó y se arrodilló al lado de Steldor, enfrente de Cannan, y alargó una mano pidiéndole la daga.

—Escúchame —le pidió—. No tenemos mucho tiempo. Si no confiáis en mí, Steldor morirá. Pero si lo hacéis, ella quizá pueda salvarlo. Vuestro hijo puede vivir si me escucháis. Ahora por favor, dadme la daga.

La ardiente expresión en el rostro de London y el tono de su voz hicieron mella en Cannan, y al final el capitán le dio el arma. London le hizo una señal a Nantilam para qué se acercara. Ella se arrodilló al lado de los dos hombres y le quitó la venda a Steldor. Sin mostrar la más leve reacción ante el mal aspecto que tenía, puso las manos sobre la herida y cerró los ojos, lo cual provocó que Cannan se pusiera tenso de inmediato. No parecía que estuviera sucediendo nada, pero a medida que los minutos fueron pasando, y ya casi había transcurrido media hora, me di cuenta de que el rostro de Nantilam traslucía un gran esfuerzo. Finalmente, apartó las manos y se dejó caer al suelo de lado, apoyándose sobre un brazo.

—Esto es todo lo que puedo hacer por el momento —dijo en tono cansado—. Solamente puedo soportar esta fuerza un rato. Necesito descansar.

—¿Vivirá? —preguntó London.

Ella lo miró con el ceño fruncido, ofendida por el tono de duda.

—He hecho lo que has pedido, London. Ahora ya no está en peligro inminente. Pero necesitaré mucho más tiempo para salvarle la vida, y no puedo continuar si no descanso. A una mirada de London, Galen fue a preparar un lecho para la mujer. Poco después, la Alta Sacerdotisa descansaba en el suelo con las manos atadas a la espalda. London se había colocado de pie a su lado para asegurarse de que la mujer no causara ningún problema, y Halias había salido para ver cómo le iba a Temerson. Observé a mi antiguo guardaespaldas con curiosidad, y él percibió mi mirada. Al final, abandoné toda precaución.

—¿Qué le ha hecho? —pregunté. Cannan, que continuaba al lado de Steldor, también levantó la cabeza para enterarse — ¿Y cómo sabías que ella podía… ayudarlo de esa manera?

—Lo ha sanado —contestó London en tono brusco—. No por completo, todavía no, pero lo hará. No puedo decir cómo lo hace.

—Pero… ¿cómo lo sabías?

—Simplemente aceptadlo, Alera.

London había respondido en un tono inesperadamente cortante, y me pregunté si quizá mi pregunta no habría hurgado en aspectos de su pasado que él hacía años que no rememoraba, cosas de las cuales no hablaba nunca. Abandoné aquel pensamiento y observé el cuerpo inmóvil de la Alta Sacerdotisa. Pensé que quizás ella sabía cosas del pasado de London que yo nunca conocería. Pero era muy tarde ya, y el alvio que nos había traído la esperanza de la curación de Steldor permitió que el agotamiento se apoderara de mí. Aprovechando el sueño que me invadía, fui a tumbarme con Miranna y me quedé dormida a su lado.

Al día siguiente, al despertar, vi que London y Halias, discutían cerca del fuego. Temerson había regresado al interior de la cueva y se había tumbado a pocos metros de distancia de Miranna. Galen, al que no vi por ningún lado, debía de haber salido a montar guardia. Y Cannan, que continuaba al lado de Steldor, vigilaba atentamente a la Alta Sacerdotisa, que había vuelto a poner las manos sobre la herida del Rey. No sabía cómo se sentía ella en presencia del capitán, pero pensé que si me hubiera encontrado en su lugar, me habría sentido muy incómoda bajo esa feroz mirada de desconfianza.

Empecé a preparar el desayuno mientras escuchaba atentamente la conversación que mantenían los dos guardias de elite.

—Uno de nosotros tendrá que ir al encuentro de un soldado cokyriano y darle nuestro mensaje para que se lo haga llegar al Gran Señor —le dijo London a su compañero, aunque no apartaba la mirada de nuestra cautiva.

—¿Y qué diremos exactamente en ese mensaje? —preguntó Halias.

—Creo que debería ser un mensaje escrito, para evitar cualquier malentendido. Le diremos que tenemos a su hermana en nuestro poder, y que estamos dispuestos a negociar su liberación. Propondremos un lugar para llevar a cabo el encuentro, y dejaremos claro que si juega sucio, si ataca o sigue a cualquiera de nuestros hombres, la Alta Sacerdotisa será ejecutada.

—¿Y qué crees que podremos conseguir a cambio de su liberación?

—No creo que podamos esperar recuperar nuestras tierras, pero sí podemos asegurar la liberación de nuestro pueblo. Sólo le son útiles como esclavos. Creo que cambiaremos su libertad por la de su hermana.

Halias asintió brevemente con la cabeza.

—Y si la nota le es entregada tal como queremos, ¿quién ira a reunirse con él?

—Yo lo haré —repuso London sin dudar un momento—. Sé lo que puedo esperar de él. Halias arqueó las cejas, sorprendido.

—No puedes ir solo.

Se hizo un silencio mientras Halias esperaba la respuesta de London; me miró rápidamente antes de continuar.

—No puedo llevarme a ningún hombre conmigo, pues hay muchos a quienes proteger, es necesario montar las guardias y, además, hay que vigilar a la Alta Sacerdotisa. Aquí hacéis falta todos.

—Pero irás directo a la muerte.

—Sólo si él está dispuesto a sacrificar a la verdadera dirigente de su reino. Sin Nantilam, Cokyria caería en el caos y él perdería su victoria. Él es el arma de Cokyria, pero ella es quien gobierna. La necesita. No creo que corra ningún peligro, ni tampoco lo correrá Alera si decide venir conmigo.

Al oírlo, el vaso que sujetaba se me cayó al suelo.

—No tenéis que hacerlo, por supuesto. Pero sería mejor que vinierais conmigo, porque así no le quedaría duda de nuestra seriedad y le demostraríamos que todavía nos queda un soberano. A él no le importará que seáis la Reina y no el Rey.

Me senté, ante la petición de London. Lo primero que sentí fue terror. ¿Podría enfrentarme a esa persona, a ese monstruo, que había causado tanto mal? ¿Enfrentarme a quien había ordenado el rapto de mi hermana, había chantajeado al hombre a quien amaba para destruir mi hogar, había asesinado a los soldados que tanto se habían esforzado por defendernos y había torturado a Casimir, y posiblemente, a Destari hasta la muerte? ¿Podría presentarme ante él sin acobardarme? Pero, por otro lado ahora tenía la oportunidad de ver con mis propios ojos a ese señor de la guerra a quien odiaba apasionada y profundamente, ¿podría negarme?

—¿Alera? —preguntó London, recordándome que no había contestado.

—Iré —dije, poniéndome en pie. Por la mente me pasaban mil preguntas: ¿Qué aspecto tendría? ¿Cómo hablaría? ¿Qué pasaría?

—No es imprescindible —repitió London, consciente de mi expresión confusa.

—No tengo miedo. — Lo dije con mayor énfasis del que esperaba, pues la rabia y la expectación me daban una confianza nueva—. Quiero que él lo sepa.

De repente, oímos una exclamación ahogada procedente del otro extremo de la cueva y Cannan gritó:

—¡Steldor, no pasa nada! ¡Steldor!

La exclamación ahogada no provenía del Rey, sino de la Alta Sacerdotisa. Steldor la había agarrado por el cuello con ambas manos y apretaba con fuerza. Ella le cogía las muñecas en un vano intento de quitarse sus manos del cuello, pero fue Cannan quien consiguió que el Rey relajara los dedos y dejara de ahogar a la cautiva.

—Steldor, basta. No te está haciendo daño —repitió el capitán.

London, Halias y yo nos acercamos, asombrados pero aliviados al ver que Steldor se habría despertado. Cannan alargó un brazo para que le dejáramos espacio. La Alta Sacerdotisa no dejaba de toser y de masajearse el cuello mientras miraba a nuestro rey con incredulidad. Este, a pesar de la debilidad de su cuerpo y de lo desorientado que estaba, había tenido la lucidez suficiente para reconocer al enemigo. Mientras Cannan intentaba que su hijo se tranquilizara, sentí que se me henchía el pecho de orgullo. Era como si Steldor hubiera estado muchos días bajo el agua y ahora saliera a respirar: parecía tan perdido y confundido que recuperar los sentidos lo sobrepasaba. No me podía imaginar cómo debía ser haber aceptado la muerte, haberse sumido en su abrazo y, de repente, despertar de nuevo a este mundo.

Steldor no tardó mucho en volver a perder la consciencia pero Cannan y London se miraron con expresión de triunfo.

—Está regresando —dijo London sonriendo.

Fue Halias quien llevó el mensaje a los cokyrianos. London lo había redactado y se lo había confiado a su compañero después de que los demás, incluida yo, lo leyéramos y aprobáramos el contenido. La Alta Sacerdotisa también se había ofrecido a dar su opinión, pero London se limitó a dirigirle una fría mirada.

Por supuesto, me preocupaba que algo pudiera ir mal. Pero Halias regresó al cabo de pocas horas y, sin entrar en detalles, nos aseguró que había convencido a un soldado cokyriano para que entregara la nota. En general, no me resultó difícil contener la ansiedad acerca del papel que iba a cumplir yo, pues no nos marcharíamos hasta la mañana siguiente. Pero cada vez que se me aparecía en la mente la imagen que me había formado del Gran Señor —la de una figura aterrorizadora y amenazante—, el pavor me atenazaba. En parte continuaba sintiendo las violentas emociones que me empujaban a demostrarle que no podía doblegarme, y en parte deseaba esconderme, hacerle creer que estaba muerta para que nunca pudiera venir a por mí. No sabía qué parte era más fuerte que la otra. La noche avanzaba, pero no podía dormirme, así que me levanté y fui a sentarme ante el fuego. Para mi sorpresa, Cannan dejó a Steldor por primera vez en muchos días y vino a sentarse conmigo. Por su expresión me di cuenta de que tenía algo en mente. La Alta Sacerdotisa estaba tumbada, con las manos atadas, a cierta distancia de Steldor, así que el capitán podía descansar un poco, pero yo sabía que no quería arriesgarse a que su hijo se despertara solo y desorientado. Fuera lo que fuese lo que quería decirme, tenía que ser importante.

—Conocí a vuestro tío —me dijo en voz baja, pues no quería despertar a los que dormían a nuestro alrededor, pero yo sospechaba que aunque se hubieran despertado, él igualmente habría considerado que se trataba de una conversación privada—. Era mi mejor amigo, el príncipe de Hytanica. Era muy querido y hubiera sido un gran rey, un rey que la historia nunca hubiera olvidado. Fuerte, decidido, inteligente, no tenía miedo de desafiar a nadie, ni siquiera a su propio padre. —Sonrió un poco, como recordando historias que nunca me contaría—. Era compasivo, Alera, y valiente. Y al final estas cualidades lo llevaron a la muerte, pero si no las hubiera tenido, sólo habría sido la mitad de hombre de lo que fue.

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