Authors: Cayla Kluver
Halias temblaba de furia y horror al recordarlo, y las manos de London se quedaron inmóviles sobre el hombro que estaba curando. Sus dedos apretaban la aguja con más fuerza de la necesaria. Cannan miró a Halias, ordenándole en silencio que continuara; me pregunté si él también se esforzaba por controlar la repulsión que yo misma sentía.
—No le dijimos nada —continuó Halias, que hizo una mueca en el momento en que London retomaba el trabajo que tenía entre manos—. Tampoco lo hizo Casimir. Él no habría querido que os entregáramos para salvarle la vida. Todos juramos morir en defensa del Rey y de la Reina, y Casimir… cumplió su juramento —Miró a Cannan y añadió—: Habríais estado orgullos de él, señor. —Halias inspiró profundamente y continuó—: El Gran Señor decidió regresar a su primera táctica. Pero cuando me llevaron de vuelta a las mazmorras, no cerraron bien la puerta de mi celda, así que pude escapar. Creían que no me daría cuenta de que me habían permitido esa huida y que les llevaría hasta el escondite. Mordí el anzuelo, pero conscientemente, y conseguí que mis perseguidores viajaran en círculo hasta que los alcancé por detrás y los maté. Eran solamente dos, así que no fue difícil. Solo entonces me dirigí hacia aquí.
—¿Y Destari? —preguntó London con miedo en la voz.
Halias se encogió de hombros con una mueca de dolor a causa del corte y adoptó una expresión sombría y de disculpa.
—No tenía manera de llevarlo conmigo. El Gran Señor se había asegurado de ello. Puede que todavía esté en prisión, soportando la tortura. Si existe un Dios piadoso, estará muerto. Sea como fuere, estoy seguro de que no ha revelado dónde nos escondemos.
El silencio que siguió a sus palabras fue denso. London había terminado su trabajo; apretaba los puños. Los ojos de Cannan volvían a brillar con un extraño fuego. Galen se puso en pie, inquieto, y dijo que iba a montar guardia; sin duda deseaba estar solo, tal como había hecho antes.
—Galen, espera —dijo London, con expresión decidida—. Coge todo lo que puedas necesitar. Nos vamos ahora.
—¿Qué? —preguntó Galen con incredulidad y deteniéndose en seco —. ¿De qué estás hablando?
Todo el mundo miró a London y este se dirigió a Cannan:
—Algo bueno ha salido de esto: Halias está entre nosotros, y eso nos da otro hombre. No estamos tan mermados como antes.
—¿Qué se te ha ocurrido?—preguntó el capitán con el ceño fruncido.
—Se me ocurrió anoche, pero no teníamos hombres suficientes para llevarlo a cabo —explicó London que se puso en pie con actitud resuelta —. El Gran Señor y Narian están en Hytanica, igual que un número indeterminado de tropas cokyrianas, lo cual deja su reino menos vigilado de lo habitual. Creo que es más fácil entrar en él de lo que ellos se imaginan.
—No estarás sugiriendo que intentemos conquistarlo, ¿verdad? —lo interrumpió Galen con un tono de marcado sarcasmo, y London lo miró con el ceño fruncido.
—Por supuesto que no. Solo propongo… —London hizo una pausa y arqueó una ceja — que intentemos llevar a cabo un secuestro.
Cannan lo comprendió antes que el resto de nosotros y aclaró lo que el oficial quería decir.
—La Alta Sacerdotisa.
Era un plan brillante. Halias y Cannan podían quedarse para protegernos, mientras Galen y London viajaran rápidamente a Cokyria. Halias parecía seguro de que la Alta Sacerdotisa no se encontraba en nuestro reino, y nosotros contábamos con el conocimiento que London tenía de la ciudad cokyriana, así como el plano del templo de la Alta Sacerdotisa, debido al tiempo que había pasado en él.
London insistió en que no debíamos perder tiempo, así que Galen y él se prepararon para marchar. Esta situación me hacía sentir, como mínimo, incómoda. ¿No sería mejor que Halas descansara, por lo menos, una noche? ¿No sería mejor y más fácil viajar durante el día? Pero no podía imaginar que London no hubiera pensado ya en todo eso. Quizá creía que, si iban lo bastante deprisa, conseguiriia que liberaran a Destari al ofrecerle una negociación al Gran Señor.
Cannan se encargó de la guardia, pues sabía que Halias necesitaba descansar y, probablemente, también era consciente de que llegaría el momento en que ya no querría alejarse de su hijo. Halias miraba a Steldor, y sin duda pensaba lo mismo. London se puso a su lado y le dio una camisa limpia.
—Tengo que hablar contigo un momento.
London ya se había preparado para el viaje. Se había colgado una bolsa ligera a la espalda y se había escondido varias armas en todo el cuerpo. Halias se incorporó, se puso la camisa y, por la mirada de London, supo que tenía que ser una conversación privada. Los dos se apartaron un poco de Galen, lo cual hizo que se acercaran más a mí. Se dijeron muy poco, pero cada palabra fue un golpe para mí.
—Cuando Steldor muera, vamos a perder al capitán.
Halias no respondió, pero su silencio fue un claro asentimiento.
—Intentaré estar de regreso antes de que eso suceda, pero si no lo consigo… Tendrás que vigilarlo. No creo que sea capaz de tener en cuenta el valor de su vida.
—¿Puedo utilizar al chico? —preguntó Halias, señalando a Temerson con un gesto de cabeza.
—Creo que sí —dijo London, para quitar un poco de gravedad a su última afirmación—. Cada vez se encuentra mejor, y creo que es más fuerte de lo que parece. Y Alera puede servir para ciertas cosas —añadió—. Es más capaz de lo que se podría esperar.
Galen y London se marcharon poco después. Me resultaba fácil olvidar el peligro al que iban a enfrentarse, pues si tenían éxito en su misión… Pero, en realidad, había muy pocas cosas seguras en ese plan. Quizá lo lográsemos. Pero tal vez Galen y London murieran. En cuanto lo pensé, me invadió una oleada de pánico, pero sabía que tenían que intentarlo, fueran cuales fueran los riesgos. Estábamos cansados de escondernos. Había llegado el momento de devolver el golpe.
LA FUERZA DEL REINO
Steldor se despertó una última vez. Fue por la mañana, y el aire de la cueva era rancio, frío. Yo había ido a buscar más leña para el fuego, pues quería volver a encenderlo para tener calor y preparar algo de comida. Cuando recobró la conciencia estaba más tranquilo que cuando lo había hecho en presencia de Galen, quizás a causa de la cercanía de su padre. A pesar de que deseaba dejarlos solos, no podía dirigir la atención hacia nada más. Cannan estaba sentado a su lado, y Halias se encontraba montando guardia. En cuanto Steldor abrió los ojos, Cannan le puso una mano en el hombro. Se lo veía confundido, y no habló durante un rato, aunque la respiración se hizo más regular en cuanto vio a su padre, que se mostraba tan fuerte como siempre. El dolor que sentía solamente se dejaba ver en sus ojos, pero Steldor se dio cuenta.
—¿Voy a morir? —preguntó en voz ronca.
—Estoy haciendo todo lo posible por evitarlo —respondió Cannan, cogiéndole la mano a si hijo. Luego dudó un momento y decidió ser sincero—. Es probable.
Steldor asintió con la cabeza, como si ya esperara esa respuesta, y apartó la mirada como intentando aceptar que el fin de su vida se acercaba. Me pregunté si estaría asustado, o enojado por el hecho de que su vida hubiera sido tan corta, pero él no mostró ningún sentimiento. Volvió a mirar a Cannan.
—Papá, no me dejes.
El capitán consiguió dominar sus emociones, pero se inclinó hacia su hijo y le apartó el pelo empapado de sudor de la frente.
—No lo haré.
Steldor hizo una mueca. Estaba decidido a controlar el malestar hasta que hubiera dicho todo lo que tenía que decir.
—¿Qué le dirás a madre?
No había forma de saber si Cannan podría volver a ver a su esposa alguna vez, y ambos lo sabían, pero mientras existiera la posibilidad, el capitán estaría dispuesto a darle un mensaje de su parte.
—¿Qué quieres que le diga?
—Que... estoy vivo.
Steldor, que sólo se encontraba a unos cuantos minutos, horas o días de su muerte, quería proteger a su madre. Sabía que la noticia de la muerte de su hijo la destrozaría. Los ojos se me llenaron de lágrimas y luché por no ceder al dolor.
—¿Alera está aquí? —preguntó Steldor luego. La fiebre le había subido, y le costaba un gran esfuerzo pronunciar cada palabra, pero no estaba dispuesto a rendirse todavía—. Necesito hablar con ella.
Cannan asintió con la cabeza y luego me miró. Me puse roja, no por el calor del fuego, sino porque me había pillado mirándolos. El no hizo ningún comentario, sino que se puso en pie y me hizo una señal para que fuera al lado de Steldor. Así lo hice, sin demorarme, mientras me secaba las lágrimas. Cannan se apartó un poco para dejarme sitio, pero no se alejo, pues mantenía su palabra.
—Alera, yo... creo… que me voy a morir —dijo Steldor con una mueca que no supe si se debía al dolor físico o al dolor que le provocaban sus pensamientos.
Alargué la mano hacia él, pero al final, la bajé a mi regazo.
—Steldor, no debes… —empecé a decir, esforzándome por contener las lagrimas, pero él me cortó.
—No me hagas callar —gruñó, respirando agitadamente—. No tengo mucho tiempo y quiero decir esto.
Asentí con la cabeza y me mordí el labio inferior para no desmoronarme. Interiormente estaba destrozada por lo injusto que era eso. ¿No podía el destino ofrecerle un poco de paz durante esos últimos minutos?
—Sé que te he herido, más de una vez —dijo, apretando la mandíbula. No podía estar en desacuerdo con eso, pero yo también lo había hecho con él—. Desearía poder decir que nunca tuve la intención de hacerlo, pero... no puedo.
Steldor negó con la cabeza, como si con ese gesto pudiera mantener a raya la enfermedad, aunque sólo fuera durante un poco más de tiempo. —Lo que intento decirte es...
Le costaba concentrarse. Tenía los ojos cerrados, y supe que estaba empezando a perder el conocimiento. Entonces volvió a abrir los ojos, oscuros y apasionados, y con un brillo de fuerza.
—Me has visto en los mejores y en los peores momentos, Alera, pero incluso en los peores, yo siempre...
Se interrumpió, como si su invencible orgullo le impidiera terminar la frase.
—Sólo quiero que sepas —volvió a intentar— que... ahora lo siento. Podría haber..., debería haber... sido mejor contigo.
Sentía un nudo en la garganta, por la culpa y la tristeza, y no se me ocurría ninguna respuesta. Ninguna sería suficiente. No podía mentir y decir que estaba equivocado, pero tampoco podía explicar el ardor en la garganta que me provocaba la idea de su muerte, ni la rebelión que se desataba dentro de mí. Me sentía débil, patética, pues las lágrimas no dejaban de surcar mis mejillas. Él, a pesar de la intensidad de sus sentimientos, no lloraba. Entonces supe que hacer. Me incliné y puse mis labios sobre los suyos. Lo besé con ternura, cerrando los ojos para dejar que todo el perdón y la gratitud, e incluso amor, fluyeran desde mi corazón al suyo. Por un momento, sus labios respondieron, pero al cabo de poco, se rindió a la fiebre. A cada hora que pasaba Steldor se alejaba más de nosotros. Cannan, tal como había prometido, ya no se iba de su lado. No quería comer, solo tomaba agua, y con ella, de vez en cuando, mojaba los labios secos de su hijo. Así pues, fue necesario que Temerson, tembloroso e inseguro, aunque con instrucción militar, hiciera unas cuantas horas de guardia para permitir que Halias descansara. Me preguntaba si las palabras de London acerca de que perderíamos a Cannan también resonaban en la cabeza del guardia de elite, tal como lo hacían en la mía. Me quedé con Miranna durante todo el día siguiente, y ya no intenté acercarme a Steldor y a su padre, pues Cannan, que tenía la cabeza y los hombros de Steldor en su regazo, me miraba mal cada vez que lo intentaba, como si cualquiera que se acercase pudiera dañar a su indefenso hijo. Su expresión era terrorífica, como si no me reconociera, pero ese fiero instinto de proteger a su hijo también me alegraba..., me alegraba que sus brazos fueran los que sujetaran a Steldor en la hora de su muerte. Al final de la tarde, empecé a sentirme atormentada por pensamientos indeseados. ¿Qué haríamos con el cuerpo de mi esposo? No podíamos enterrarlo, el terreno era demasiado rocoso, y además había hielo por todas partes. ¿Podríamos incinerarlo? ¿O quizás una pira funeraria llamaría la atención del enemigo? Me entristecía saber que no podíamos concederle el honor de ser enterrado en la tumba real de Hytanica, como era debido. Había sido coronado como el rey más joven de Hytanica, y ahora también sería el rey que moría más joven pues precisamente había cumplido veintidós años durante ese cruel y frío mes de febrero. El odio que sentía hacia Cokyria era tan intenso que resultaba imposible contenerlo. Un arma cokyriana había provocado la herida de Steldor; soldados cokyrianos le habían impedido recibir cuidados médicos; y habían sido los dirigentes cokyrianos quienes nos habían obligado a abandonar nuestro hogar. Habían sido la causa de la destrucción de tantas cosas que nunca dejaría de odiarlos. Nunca dejaría de odiarle a él. Deseaba su muerte, deseaba destruirlo, deseaba arrastrar al gran señor de Cokyria ante los ojos de su propia gente, igual que él había hecho que nuestros soldados murieran en presencia de sus seres queridos. Pero nada, ninguna de esas cosas, conseguiría devolvernos a Steldor. En ese momento su respiración era inaudible, y a cada segundo que pasaba yo sentía el corazón desgarrado. Sabía que, en cualquier momento, su pecho quedaría inmóvil. Esa noche, London y Galen regresaron tarde. Solamente hacían dos días que se habían marchado. Por supuesto, se habían llevado los caballos, pues de lo contrario no habrían podido viajar a tanta velocidad. No había pensado en ese asunto ni un momento, pero suponía que habían puesto a cubierto a los caballos desde que habíamos llegado al escondite. Había sido una veloz carrera.
London fue el primero en aparecer a la luz de la antorcha de la cueva. Sujetaba el extremo de una cuerda con una mano, y vi que el otro extremo estaba atado a la muñeca de Nantilam, alta sacerdotisa de Cokyria y hermana del tan temido Gran Señor. Detrás de ella entró Galen, que también sujetaba una segunda cuerda con que habían atado a la princesa por la otra muñeca. Le habían cubierto los ojos, y tenía el rojo cabello revuelto y sucio, al igual que sus vestimentas negras, lo que era una prueba de lo accidentado del viaje. A pesar de todo, Nantilam mantenía una actitud de dignidad que habría sido merecedora de castigo en cualquier mujer de Hytanica. London le quitó la tela que le cubría los ojos, y la mujer lo observó con furia. Luego miró a su alrededor, examinándonos a todos nosotros y a nuestro refugio. Tragué saliva y me puse en pie, al lado del fuego. Me sentía inexplicablemente intimidada ante ella a pesar del estado en que se encontraba. Nantilam dirigió su atención hacia mí y estuve segura de que era capaz de percibir claramente mi inquietud, pero me negué a apartar la vista. Nuestros ojos se encontraron durante una eternidad hasta que la voz de London rompió el silencio.