Alera (46 page)

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Authors: Cayla Kluver

BOOK: Alera
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No podía creer que mi tío estuviera muerto. Me resultaba imposible imaginar su cuerpo sin vida, que hubiera desaparecido esa eterna sonrisa, su amor por su familia, su irremediable afición a los caballos que a Lania tanto le costaba tolerar. ¿Qué harían Lania y los niños sin él? Era impensable que alguien tan necesario hubiera muerto. Y el Gran Señor no lo había dudado ni un segundo, en absoluto. No le importaba la familia que había destruido, el maravilloso hombre a quien había arrebatado la vida. Galen, a quien Baelic había tratado como a un sobrino, se había quedado lívido y apretaba la mandíbula con frustración. Miraba a Cannan y se esforzaba por imitar la increíble fortaleza del capitán. Me di cuenta de que tenía ganas de alejarse de nosotros, de buscar soledad, pero se resistió, tomó ejemplo de Cannan y luchó por contener las emociones.

—Yo… escapé cuando pasó todo eso—dijo Temerson, mirando hacia el fondo de la caverna, como deseando alejarse hacia allí—. El Gran Señor me vio, pero se rio y les dijo a sus soldados que me dejaran en paz, que yo era sólo un chico. Lo siguiente que recuerdo es que Londonme encontró.

Una vez terminada la narración de los hechos, Temerson se puso en pie, y puesto que nadie lo retuvo, tomó a Miranna de la mano y ambos se dirigieron al fondo de la cueva.

—Ve a prepararle un lecho —le dijo Cannan a Galen con voz ronca, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a Temerson.

Por algún motivo supe que Cannan había dado esa orden para recordarle al sargento de armas cuál era nuestra situación y para mantener cierta disciplina, pues eso ofrecía un extraño consuelo.

Galen aprovechó esa excusa para escapar. Tuve miedo de volver a encontrarme sola. Se me parecían las imágenes de los rostros de todas las personas que habían muerto. Aquello era una pesadilla insoportable: Baelic, por supuesto; el barón Rapheth, el padre de Tiersia; el padre de Temerson, el teniente Garreck, y Tadark, con todos los guardias de elite. Y la de los tres que se habían entregado para ser interrogados: Halias, despreocupado y dedicado; Destari, estoico y de confianza, además del mejor amigo de London; y Casimir, leal hasta la muerte por duro que fuera deber. Todos ellos habían sufrido por nada y ninguno de ellos delataría nuestro paradero. Y, quizá, lo más terrible de todo era que ya habían pasado varias jornadas desde el día de las ejecuciones, jornadas durante las cuales las familias habían tenido que pasar por un dolor insoportable y en que otras atrocidades se habrían llevado a cabo. Era posible que los hombres que habían escapado a las ejecuciones hubieran tenido que enfrentarse a un final peor.

Necesitaba consuelo, que alguien me hiciera creer que lo que nos había contado Temerson era solamente una invención de un chico confuso y asustado. Deseaba ver a mis padres, que, si habían entendido bien a Temerson, todavía estaban vivos. Deseaba estar al lado del fuego, entre los brazos de London, pues él siempre me había ofrecido seguridad. Él era capaz de hacer que todo eso desapareciera. Pero London tenía una mano puesta sobre el hombre de su capitán: a pesar de la lucha de poder en la cual solían enzarzarse, en esos momentos London ofrecía su apoyo a Cannan, así como su simpatía y su admiración.

Miré a mi alrededor, sintiéndome perdida y vacía, pero en cuanto miré a Steldor por primera vez desde que nos habíamos sentado a comer, me quedé helada. Ya no descansaba con tranquilidad. Se movía de un lado a otro, incapaz de quedarse quieto. Incluso a esa distancia pude ver que tenía la piel muy roja y percibí su enojo por no tener mantas que quitarse de encima, pues era el calor de su propio cuerpo lo que lo molestaba.

—No —murmuré, saliendo del trance de dolor en el que había sumido.

Corrí hacia él sin dejar de repetir esas palabras, y Cannan y London hicieron lo mismo.

El primero objetivo del capitán fue despertar a Steldor. Le dio unas rápidas palmadas en las mejillas y lo llamó por su nombre una y otra vez, cada vez más alto. Por in, Steldor emitió un suave gemido y abrió los ojos.

—Padre —farfulló al reconocer al hombre que se inclinaba a su lado.

London y yo los mirábamos. Galen se había quedado un poco rezagado (aunque estaba igual de preocupado que nosotros), pues quería dar un poco de espacio a padre e hijo. Steldor se removió, incómodo. Tenía la camisa pegada al cuerpo y la piel cubierta de sudor.

—Padre —repitió, pero esta vez cerraba los ojos con fuerza, como si le pidiera a Cannan que hiciera algo, que lo ayudara, que le quitara ese dolor.

—Steldor, no te duermas —le ordenó el capitán.

Cannan le dio otra palmada en la mejilla y consiguió que su hijo recuperara la conciencia plenamente. Enseguida, el capitán y London le quitaron la camisa y, puesto que el cubo de agua continuaba en el mismo lugar, Cannan volvió a mojar el cuello y el pecho de Steldor para hacerle bajar la fiebre antes de que ésta fuera amenaza para su vida. Mientras, London le quitó las vendas para examinar la herida. Me retiré hasta mi lecho y vi que Galen hacía una mueca al ver la herida.

—¿Qué necesitas que traiga? —le preguntó a London.

—Milenrama, para combatir la infección. Y vendas limpias… Tendremos que hacer una incisión.

Me fui a colocar al lado del fuego, pues no quería ver lo que hacían, aunque sabía perfectamente de qué se trataba: hacer una incisión significaba volver abrir. Tendrían que cortar algunos puntos que habían hecho para poder drenar la infección tanto que pudieran.

Cuando London hubo terminado, Cannan se quedó con su hijo un buen rato para impedir que se moviera demasiado. Además, mantenerle la temperatura baja la ayuda, así que le capitán continuó mojándolo con el trapo empapado sin dejar de hablarle. Aunque el Rey sucumbía con facilidad al sueño, de vez en cuando despertaba y era capaz de comunicarse.

London iba y venía, vigilando a Steldor mientras atendía otros asuntos. Él y Cannan intentaron que el Rey tomara un poco de caldo de venado, pero mi esposo negó con la cabeza y no abrió la boca. No pudieron convencerlo de que consintiera en comer.

Al final, London se arrodilló delante de Cannan. Steldor dormía entre los dos hombres. Habían apartado el lecho del fuego, y aunque según las comprobaciones del capitán la temperatura solamente le había bajado un poco, Steldor parecía dormir más tranquilo. Sabía que ese empeoramiento era justo lo que Cannan y London habían querido evitar, y que ya no era seguro que el Rey se recuperara.

—Quiero hacer algo —le dijo Cannan a London.

El capitán miró rápidamente hacia mí y yo fijé la vista en las ascuas del fuego, pues no quería que pensaran que estaba escuchando. Ya se había hecho de noche, y Miranna y Temerson dormían en el rincón del fondo, el uno al lado del otro. En condiciones normales eso habría sido poco apropiado, pero en la situación en que nos encontrábamos, la única intención de ambos era ofrecerse consuelo y calor mutuos. Hacía rato que Galen había salido de nuevo a montar guardia, como si lo único que quisiera fuera estar solo; me pregunté cómo lo estaría pasando realmente.

—Quiero acabar con él, que sufra —continuó Cannan, que había aceptado la inclinación de mi cabeza como una muestra de mi falta de atención.

—Yo siento lo mismo —repuso London—. Pero ahora que los que sufrimos somos nosotros. Aunque existiera alguna forma de amargarle la vitoria al Gran Señor, no disponemos de hombres suficientes. No podemos dejar a las mujeres y a Temerson sin protección, y Steldor necesita cuidados.

El capitán estaba tenso, lo cual era poco frecuente en él. No podía soportar esa absoluta impotencia, pero se veía forzado a acpetarla.

—Pero ya llegará nuestra oportunidad —lo animó London en un tono de voz casi inaudible—. Y entonces lamentará todo esto. Haremos que lamente todo esto.

Cannan no respondió. Alargó la mano y comprobó la temperatura de la frente de su hijo, en silencio. London observó a su capitán como si estuviera a punto de hacerle una pregunta.

—¿Le contaréis lo de Baelic? —dijo, por fin.

Cannan contestó sin dudar:

—No. No hace falta que lo sepa. Lo destrozaría, y los cokyrianos ya lo han hecho bastante.

London asintió con la cabeza en señal de respeto ante la decisión de Cannan, y ambos hombres se sumieron en un silencio denso y pensativo. Al cabo de un rato me di cuenta de que me tenía que esforzar por mantener los ojos abiertos, y a pesar de que temía sufrir pesadillas, me dirigí hacia mi cama.

Solo conseguí dormir unas cuantas horas. Steldor estaba demasiado agitado y no puede ignorarlo. Fui a su lado. Cannan y London continuaba con él y seguían intentando que le bajara la temperatura, pero con poco éxito. El enfermo deliraba a causa de la fiebre y se debatía cuando lo sujetaban para que se moviera y se hiciera más daño en la herida. Hablarle no servía de nada, pero Cannan lo hacía de todas maneras. No parecía que Steldor lo pudiera oír y, desde luego, no podía entender qué le decían. Los sonidos que emitía entre gritos y grito de dolor no tenían ningún sentido. Movida por la curiosidad, quise tocarle la frente, pero antes de que llegara a hacerlo detuve la mano, pues ya noté el calor que emanaba de su cuerpo.

—Si la infección no remite pronto, le afectará la mente de forma irremediable —dijo London, muy tenso.

—Lo sé —gruñó el capitán—. ¿Crees que no lo sé?

Sin decir nada, London se puso en pie.

—¿Adónde vas?

Steldor emitió un gemido largo y desgarrador, un gemido que pareció imposible que hubiera surgido de él.

—Nieve —contestó London con brusquedad mientras cogía el cubo medio vacío que estaba al lado de Cannan y salía por la puerta de la cueva.

Yo estaba de pie, al lado de ellos, impotente, y pensaba en que quizá tendría que regresar a mi sitio al lado del fuego, pero al mismo tiempo me sentía demasiado preocupada para hacerlo. Cannan me miró, pero no hizo ningún comentario, con lo cual me daba permiso para quedarme, así que me coloqué contra la pared para no estar en medio.

Al cabo de diez minutos, London regresó con el cubo lleno de nieve. Cannan asintió con la cabeza en un gesto de aprobación, cogió un puñado y le mojó el pecho y el cuello a su hijo.

La nieve estaba más ría que el agua, pero se derritió al instante, lo cual era una prueba más de la alta temperatura que tenía. Al cabo de poco, el cubo quedó vacío, y London volvió a salir de la cueva para llenarlo de nuevo. Antes de salir, dijo:

—Mandaré a Galen.

El sargento de armas había estado montando guardia todo ese tiempo, y ambos hombres estaban preocupados por él. Aunque el joven oficial deseaba estar solo, eso no era lo mejor para él y, además, seguro que a esas alturas necesitaba dormir un poco. Me pregunté cuándo Cannan y London se permitirían ceder al agotamiento, cuándo dejarían de sacrificar sus propias necesidades por las de los demás.

Galen regresó con un cubo lleno y fue hasta Cannan. Se arrodilló al lado de su padre adoptivo y miró con gesto abatido a su mejor amigo. Cannan volvió a mojar a Steldor con la nieve y no dijo nada, pues supuso que London ya le habría contado a Galen cuál era el estado del Rey.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó el sargento, temblando de agotamiento y de dolor, pero el tono de su voz comunicaba cierta esperanza de que el capitán todavía creyera que había algo que hacer.

—Irte a la cama —respondió Cannan en tono brusco y sin levantar la vista.

La réplica fue inmediata:

—No puedo.

—Debes hacerlo. Tienes que cuidarte a ti antes de poder cuidar a los demás.

Galen miró a Cannan con expresión desesperada: no quería descansar, no podía hacerlo mientras su amigo estaba en peligro a tan solo unos metros de él.

—Quizá deberíais seguir vuestro propio consejo —repuso.

—Galen, no. Haz lo que te digo.

Al capitán le estaba costando mantener el control. Tenía el cuerpo tenso, y no miraba al joven. Estaba tan a punto de derrumbarse que mirarlo a los ojos hubiera sido demasiado. Todos jugábamos a ese delicado juego: evitábamos los pequeños detalles para tener la fuerza de enfrentarnos a las cuestiones más graves.

Galen, sin ocultar la frustración, se puso en pie, despacio. Luego le dio la espalda a Steldor, que no dejaba de gemir de dolor, y se dirigió hasta las pieles y las mantas que había preparado. Al cabo de un par de minutos, volví a sentarme al lado del fuego. Sabía que tenía que dormir un poco más. No quería hacerlo, porque parecía que, de alguna manera, debía hacerle compañía a Cannan. Por fin descubrí qué me sucedía: me sentía culpable por no ser tan buena esposa como buen padre era el capitán.

XXV

DEVOLVER EL GOLPE

Al final, me había dormido contra mi voluntad. Quizá cerré los ojos un momento, solamente para que me dejaran de picar después de tanto rato de mirar a la nada, y ya no conseguí volver a abrirlos. Fuera como fuere, cuando me desperté me encontraba incómodamente tumbada al lado del fuego apagado. La luz de la mañana ya avanzada se filtraba por la entrada de la caverna. Alguien me había puesto una manta encima, pero estaba temblando y me di cuenta delo importante que era el fuego.

Cannan dormía al otro extremo de la cueva, pero no veía a London por ninguna parte. O había estado montando guardia durante toda la noche, o solamente había descansado unas pocas horas mientras todos nosotros dormíamos. Miré a Steldor, que no podía estarse quieto, todavía acosado por la fiebre después de tantas horas. Pero no decía nada, lo cual, quise creer, era un signo de mejoría. Galen estaba sentado a su lado, apoyado contra la pared, y reposaba la cabeza sobre las rodillas. El cubo se encontraba vacío. ¿Habían renunciado?

Mientras los observaba a ambos, Steldor ahogó una exclamación y abrió los ojos con expresión de alarma. Galen levantó rápidamente la cabeza y puso la mano en el hombro de su amigo tanto para contenerlo como para tranquilizarlo, pues ya no estaba seguro de que estuviera lucido.

—¿Steldor? —dijo en tono temeroso, prestando atención a la agitada respiración de su amigo.

Miró al capitán, que dormía, y luego me miró a mí. Vi que se tranquilizaba un poco al pensar que yo estaba despierta y que podría avisar a Cannan si era necesario. Pero no lo fue, pues Steldor, que se había mostrado desorientado al despertarse, fue calmándose poco a poco.

—¿Galen? —preguntó con voz ronca.

—Exactamente —confirmó el sargento, acercándose a él. Le dio un breve apretón en el brazo y le sonrió débilmente. Al ver la expresión de dolor en Galen, perdí toda esperanza: la fiebre había bajado temporalmente, pero no había desaparecido.

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