Alera (15 page)

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Authors: Cayla Kluver

BOOK: Alera
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VII

VÍNCULOS

No pasó mucho tiempo hasta que aproveché la oferta que Baelic me había hecho de llevarme a montar a caballo. Sólo una semana después de la cena de celebración de Miranna hice llegar una notificación a través de un sirviente. Al cabo de una hora, el hombre regresó con un mensaje que me decía que me esperaban en la casa que Baelic tenía en la ciudad esa misma tarde, y que me quedara a cenar con ellos si me apetecía.

Ese día transcurrió de forma muy agradable, pues tenía algo nuevo en perspectiva. Miranna, que solía ser mi principal compañía, últimamente no hablaba de otra cosa que no fuera el chico a quien había dado permiso para que la cortejara, y yo empezaba a ansiar otros temas de conversación. Así que Baelic y su familia representaban un cambio que me era muy grato.

A media tarde mandé aviso a los establos para que prepararan un carruaje y lo llevaran a la puerta principal. Dejé la sala de la Reina y fui un momento a mis aposentos para comprobar mi aspecto y para buscar un abrigo ligero para el trayecto.

Luego me apresuré hasta la puerta principal del palacio. Las lilas estaban en flor y desprendían todo su aroma, y mientras atravesaba el patio central, pensé que se correspondía con mi estado de ánimo. Los árboles y el césped desplegaban unas tonalidades verdes especialmente brillantes.

Sin embargo, lo que me encontré al llegar a la puerta principal no fue de mi agrado. El encargado de las caballeriza y uno de los mozos de cuadra discutían seriamente acerca de algo, y en cuanto me acerqué a ellos me miraron con expresión de culpa. De inmediato supe que algo iba mal, pero no expresé mi disgusto, pues no quería que nada me quitara la felicidad que esa excursión me provocaba.

—¿Por qué no hay ningún carruaje? —pregunté en cuanto llegué a su lado, exasperada al ver que mis órdenes no se habían cumplido.

Los hombres se mostraron inquietos y evitaban mirarme a los ojos. Fue el encargado de las caballerizas quien finalmente habló.

—No está preparado, alteza.

—Entonces preparadlo de inmediato, o llegaré tarde por tu culpa.

—Sí, por mi culpa, pero no puedo preparar el carruaje, señora.

—¿Y eso por qué? ¿Qué impedimento puede haber?

El encargado bajó la cabeza, incómodo, sin decidirse a contestar, pero al ver mi expresión de impaciencia, el mozo de cuadra ofreció una explicación:

—El Rey ha ordenado que no se os dé ningún caballo ni carruaje sin su permiso expreso, majestad.

Me quedé boquiabierta por la sorpresa, pero luego encendí de ira. Los hombres me miraron, temerosos, y el mozo que me había dado la noticia se colocó detrás del encargado de las caballerizas, como si buscara protección.

—Uno de vosotros, llevadle un mensaje a mi tío, lord Baelic —ordené, irritada—. Informadlo de que me retrasé, pero que llegaré para la cena. Voy a hablar con el Rey.

Recorrí el camino de vuelta y entré como una furia por la puerta de palacio. Sin decir ni una palabra a nadie, crucé el amplio vestíbulo, la antecámara, el salón de los Reyes y fui hasta el estudio de mi esposo. Entré directamente sin llamar a la puerta.

Mi esposo no pareció sorprendido por mi imprevista llegada, sino que me miró como si fuera a ofrecerle un entretenido espectáculo. Estaba sentado ante su escritorio, con los pies encima, y con la silla balanceada hacia atrás mientras leía con condolencia unos pergaminos que tenía entre las manos. La única reacción a mi entrada fue un arqueo de cejas y una amplia sonrisa.

—¡Eres increíble! —exclamé, con las manos en la cintura, pero él me interrumpió antes de que yo pudiera continuar.

—Me lo dicen muy a menudo —repuso, con engreimiento y presunción al mismo tiempo—. Si quieres halagarme, intenta pensar en algo que no me digan todas las otras mujeres de Hytanica.

Era evidente que se encontraba de buen humor, y estuve a punto de soltar un gruñido de frustración. Allí estaba yo, furiosa y nerviosa, haciendo todo lo posible por acercarme a él, mientras que su respuesta consistía en hablarme de los halagos que recibía de las demás mujeres.

—Normalmente me lo susurran entre besos apasionados, en pleno éxtasis cuando están entre mis brazos —continuó, sin hacer caso del rubor que me provocaba esa ofensa—. Por supuesto, si de verdad quieres hacerme ese cumplido, entonces estoy dispuesto, deseoso, de ofrecerte esa experiencia. —Bajó, despacio, los pies al suelo y se puso en pie. Luego hizo un gesto hacia su izquierda—: Allí hay un sofá, si no puedes esperar. Puedo cancelar mis citas, y entonces…

—¡Basta! No es por eso por lo que estoy aquí. ¡Deja de hablar!

Él respondió con expresión caprichosa:

—Hay una manera de hacerme callar.

—¡Eres despreciable! ¡Te exijo que informes a las caballerizas de que puedo llevarme un carruaje siempre que quiera!

—Ahhhh —exclamó comprensivamente mientras volvía a sentarse en la silla y se inclinaba hacia atrás con gesto perezoso—. Ibas a alguna parte, ¿no?

—¡Pues sí!

—Me parece recordar que tenías que informarme de que ibas a salir.

Aunque detestaba ese tono de desdén, por primera vez recordé que le había prometido que lo mantendría informado de mis salidas de palacio.

—Pensaba dejar un mensaje con uno de los guardias de palacio —mentí, pues no quería admitir que lo había hecho mal, y además, sabía que sus actos eran mucho más ofensivos que los míos.

—¿Y lo hiciste?

—¡Eso es irrelevante! —exclamé dando un golpe en el suelo con el pie—. ¡La cosa es el respeto que merezco como reina!

Él ladeó la cabeza con expresión de duda y recogió los papeles de encima de la mesa, como si la conversación hubiera terminado, lo cual me pareció todavía más insultante.

—¡No tienes derecho a despojarme de mi autoridad de esta manera! —dije en un tono cada vez más alto—. ¿Tienes idea de cómo me has humillado? Y luego, ¿qué? ¿Ordenarás a todo el reino que ignore las órdenes de la Reina?

—Por supuesto que no —dijo con inocencia y con cierto tono de aburrimiento, ahora que nuestro duelo dialéctico había terminado—. Mandaré inmediatamente un guardia a las caballerizas para que informe al encargado de que te dé lo que quieras.

Esa respuesta me tranquilizó de inmediato, y me quedé boquiabierta, pues había esperado una réplica mordaz y arrogante.

—¿Hay algo más que desees, querida?

—No —dije en voz baja.

A pesar de que no sabía por qué tenía que deberle gratitud alguna, le di las gracias antes de salir por la puerta para aprovechar lo que me quedaba del día.

Steldor mantuvo su palabra y todavía no había transcurrido una hora cuando llegué a la casa de Baelic, acompañada de los guardias habituales. Envié a uno de los hombres que viajaban conmigo a que anunciara mi llegada, mientras otro de mis escoltas me ayudaba a bajar del carruaje.

Baelic salió de su enorme casa de dos plantas y se acercó rápidamente. Me dirigió un cortés saludo con la cabeza y me ofreció el brazo para acompañarme hasta la puerta principal, delante de la cual había un cenador presidido por una tarima para los músicos. Supuse que detrás de la tarima se habría una sala para celebrar cenas y otros acontecimientos. La casa, sólidamente construida con piedra, tenía dos alas con el techo de madera, que formaban un ángulo recto con la residencia principal.

Lania, que se encontraba cerca de la entrada, me dirigió una graciosa reverencia cuando su esposo y yo nos acercamos. Llevaba el cabello, liso y castaño, sujeto con una cinta en la nuca, y su blusa y su falda eran sencillas pero bonitas. Algunos de los guardias que me habían acompañado tomaron posición a ambos lados de la entrada, mientras que los demás se habían colocado en la parte trasera de la casa. Los mozos de cuadra se encargaron de las monturas. El cochero se llevó los frisones negros y el carruaje real a los establos de palacio, a la espera de que le notificaran que necesitaba regresar a casa.

—Alteza —dijo Lania con respeto—. Entrad. El té se servirá en el salón.

—La verdad es que pensaba enseñarle los caballos antes del té —dijo Baelic, deteniendo a Lania, que ya había empezado a dirigirse hacia la casa.

Aunque a mí me complacía su propuesta, a Lania no. Se volvió hacia su esposo y soltó un suspiro exasperado, molesta pero no sorprendida.

—No puedes llevar a la Reina a nuestros establos, Baelic.

—Si lo prefieres, puedo traer a los caballos hasta la casa —repuso él mientras me guiñaba el ojo.

—¡No vas a hacer tal cosa!

Lania parecía verdaderamente molesta, como si creyera posible que él hiciera tal cosa, pero la expresión de sus dulces ojos marrones mostraba cierto sentido del humor.

—La verdad es que me gustaría ver los caballos —interrumpí, a pesar de lo divertida que encontraba esa riña.

—¿Qué te había dicho? Le gustaría verlos —repitió Baelic mientras me ofrecía el brazo para llevarme a los establos.

Lo acepté, y Lania dijo entono casi triste:

—Baelic…, recuerda que es casi la hora de la cena.

—No te preocupes… No me ensuciaré.

Los establos de Baelic eran grandes y daban cabida a varios caballos, aunque no tenía ni idea de cuántos podía tener. Vi otros animales acomodados en un pequeño corral cercano, que eran de los guardias de palacio, así que no se encontraba entre los suyos, pero sospechaba que él tendría otros más en la base militar: ésa era una de las ventajas de ser oficial de caballería.

La puerta del edificio de piedra estaba abierta, y Baelic me condujo hacia el interior, que era fresco y olía a piel y a heno fresco. Cuando me acostumbré a la poca luz que se filtraba por las ventanas que había en las paredes laterales, me di cuenta de que me encontraba de pie en un pasillo impecablemente limpio que separaba cinco establos, tres a la izquierda y dos a la derecha; en primer término había un cuarto de arreos. Al final del establo que ahora estaba cerrada.

Baelic no perdió tiempo y me llevó al primer establo que teníamos a la izquierda. En él, una yegua zaina oscura, grande y musculosa, tomaba heno del comedero que quedaba en la esquina más alejada. Al oír nuestra llegada, el animal levantó la cabeza, soltó un resoplido de alegría y se dio la vuelta para saludarnos.

—Ésta es Briar, mi chica —dijo Baelic mientras le acariciaba el morro y las orejas—. Acaba de cumplir cinco años.

—Es preciosa —dije, admirada.

—¿Verdad que sí?

Baelic dejó los brazos colgando por encima de la puerta de madera del establo; el aliento de Briar le revolvía el pelo, que tenía el mismo color que su abrigo. Me reí y me pregunté si había olvidado la promesa que le había dicho a su esposa o si, simplemente, había decidido no hacerle caso. Su sonrisa pícara me dio la respuesta.

—En el fondo le gusta el olor de los caballos. Si no, no se hubiera casado conmigo.

Se dirigió hacia el segundo establo. Iba a seguirle, pero Baelic levantó una mano para detenerme.

—Será mejor que permanezcáis en la puerta de entrada; yo sacaré los caballos al pasillo. Lania ya se pondrá furiosa conmigo; imaginad si llevo a la Reina de vuelta oliendo igual que yo.

Asentí y Baelic pasó por mi lado y desapareció en el cuarto de los arreos, a mi derecha. Al cabo de un minuto volvió a salir con unas riendas. Mientras entraba en el establo contiguo al de Briar, pensé en la diferencia que había entre Baelic, Cannan y Steldor y, sin pensármelo, dije:

—Los hombres de vuestra familia son muy extraños.

En cuanto hube pronunciado esas palabras, me quedé helada. No me podía creer lo directa que había sido. Por suerte, él reaccionó con una carcajada.

—Creo que he sido insultado.

—¡En absoluto! —me apresuré a asegurar—. No quería decir que…

Baelic salió al pasillo con un caballo castrado de color del trigo en pleno verano, que tenía los pies blancos, como si llevara calcetines.

—Hubiera sido un cumplido, querida sobrina, si no me hubieras incluido en ese variopinto grupo.

—¿Estás diciendo que el Rey y el capitán de la guardia son una pareja variopinta? —pregunté arqueando las cejas y disfrutando con su irreverente sentido del humor.

Él se encogió de hombros y dio unas palmadas al caballo en el cuello, bellamente arqueado. Aunque se encontraba a cierta distancia, me pareció que el animal tenía el mismo tamaño que el de Tadark, el caballo con el que yo había aprendido a montar, y tuve la esperanza de que Baelic lo hubiera elegido para mí.

—Éste es Alcander. Es el caballo más tranquilo, aparte del de mi hijo, pero la montura de Celdrid es demasiado pequeña para vos.

Di un paso con intención de acariciar al animal, pero recordé la advertencia de Baelic.

—Ya lo acariciaréis la próxima vez —me aseguró Baelic, comprendiendo mis dudas.

—Por supuesto. Es difícil resistirse.

—Supongo que eso nos lleva de vuelta al tema de los hombres de familia —dijo en tono de broma mientras volvía a conducir a Alcander a su establo—. Si queréis, puedo aclararos cosas al respecto. ¿De quién queréis que hablemos primero?

Cruzó el pasillo para sacar al siguiente caballo y me dirigió una sonrisa despreocupada. A pesar de que ésa era la oportunidad que yo había estado esperando, vacilé, temerosa de ofenderlo. Pero él me tranquilizó de inmediato.

—No os preocupéis. No albergo la falsa creencia de que mi sobrino sea un ángel, y conozco a fondo a mi hermano. Adelante, preguntad.

—Steldor, pues —decidí, puesto que el extraño encuentro que habíamos tenido inmediatamente antes de mi visita a Baelic hacía que no me lo quitara de la cabeza—. Sé que tiene un temperamento violento; ya he sido testigo de él un par de veces, y la verdad es que incluso he desatado su ira. Pero nunca me ha puesto la mano encima. —Fruncí el ceño, reflexionando, y añadí—: Sé que incluso mi padre no habría dudado en coger la correa ante algunos de mis actos.

Baelic acababa de salir del establo y se había apoyado contra la puerta, y me dedicaba toda su atención. A pesar de que me sentía un tanto estúpida, quería una respuesta a esa pregunta.

—Eso es fácil de explicar. A tal padre, tal hijo. Steldor nunca os pegará porque su padre nunca le pegó ni a él ni su madre.

—¿Cannan nunca pegó a Steldor? —pregunté, asombrada.

Pegar era una forma de castigo habitual en Hytanica, tan habitual que un hombre que no hubiera pegado a su esposa o sus hijos alguna vez era considerado raro, débil o tono. Yo misma había tenido que soportar algunos golpes de mi padre, a pesar de que su indulgencia era conocida por todo el mundo, y me costaba creer que Cannan, un militar duro y de prestigio, nunca hubiera empleado ese método.

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