Authors: Cayla Kluver
Aunque el gabinete de Cannan no tenía ventanas, sabía que el sol ya se había puesto por completo y que nos esperaba otra larga noche de confinamiento. La actividad dentro de palacio había disminuido, pues cada vez había menos cosas por hacer, a pesar de lo cual la gente estaba ansiosa e impaciente por saber cuál era nuestro plan último, el plan secreto que nos permitiría salir victoriosos de ese trágico caos, sin saber que dicho plan no existía.
Los exploradores regresaron esa noche, después de que una ausencia mucho más larga de lo que Cannan había previsto, y las noticias que trajeron no eran tranquilizadoras. Esos hombres a pesar de que tenían un gran entrenamiento en tareas de reconocimiento, y a pesar de la ventaja que les daba el estar a cubierto dentro del bosque, habían tenido dificultades para desplazarse por el otro lado del muro norte de la ciudad. El enemigo estaba por todas partes y lo veía todo. Llevar a una mujer, o quizás a dos, a través del bosque hasta las colinas sería casi imposible, temerario, y posiblemente mucho más arriesgado que hacer que mi madre y yo permaneciéramos en palacio y nos disfrazáramos para pasar desapercibidas entre el populacho.
—Maldita sea —exclamó Cannan—. No pensaréis que…
—La entrada del túnel no estaba especialmente vigilada, así que no creo que sea un problema, señor —dijo uno de los exploradores—. Y no hicimos nada que pudiera poner a los cokyrianos sobre aviso de su existencia.
No puede evitar preguntarme —sabiendo que London había sido explorador— si esos hombres tenían en común la tendencia a interrumpir a sus superiores. En cualquier caso, Cannan no se sintió ofendido, sino que se limitó a despedir a los exploradores con un además. Pero antes ordenó a uno de ellos que fuera a buscar a los segundos oficiales.
—¿Se los va a llevar alguien pronto?
Steldor, que se mostraba distante y daba por sentado que su padre no había cambiado de plan, mantenía una expresión que reflejaba el esfuerzo de concentrarse a causa del cansancio, y fue a sentarse en uno de los sillones para apoyar la cabeza en el respaldo.
—Sí. Quizás ese punto de salida no parezca bueno, pero no tenemos otra alternativa. En cuanto mis oficiales lleguen, organizaré la partida de todos los que deben marcharse.
Sabía que esa frase, que llevaba toda la intención del mundo, no podía haberle pasado por alto a Steldor, pero no reaccionó. Se frotó los ojos, esforzándose por permanecer despierto, pero cuando apartó la mano, sus ojos continuaban cerrados y la cabeza le cayó hacia un lado. El cuerpo cedía al cansancio, a pesar de la resistencia de la mente. Cannan lo observó durante un buen rato; imaginé que estaba evocando recuerdos, pues no podía saber cuánto tiempo le quedaba de estar al lado de su hijo.
Los segundos oficiales fueron llegando uno tras otro, a medida que el explorador los había ido encontrando, hasta que en total se reunieron seis en el despacho. Steldor no se despertó, y Cannan no hizo nada para evitar que continuara durmiendo mientras hablaba con sus hombres de mayor confianza.
—Dos de vosotros escoltaréis a la Reina a un lugar seguro tan pronto como sea posible. Davan, tú irás con ella. Quiero, por lo menos, una guardia de elite que haya sido explorador para que la guíe y la proteja. Ve a buscar todo lo que necesitéis. ¿Dónde está Destari?
—Todavía no lo hemos localizado, señor —respondió Halias.
—Él también debería acompañar a la reina Alera. Pero si no lo encuentran a tiempo, irás tú, Halias, en su lugar.
—Sí, señor.
Cannan miró a Steldor, que continuaba dormido en el sillón.
—Volveré a intentar convencerle de que se marche por su propia voluntad. Pero si no quiere hacerlo, lo obligaremos: dejadlo inconsciente si es necesario.
Los segundos oficiales asintieron; sin duda ya esperaban esta orden.
—Davan, vendrás a informarme cuando estés preparado. No hay tiempo que perder. Y si alguien ve a Destari, hacedlo…
De repente se oyó un impresionante estruendo dentro de palacio que hizo temblar hasta los cimientos. Cannan calló y oímos gritos y chillidos procedentes del otro lado de la puerta.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó el capitán.
Pero Cannan no envió a nadie para que lo averiguara, pues sabía que alguien iría a informarle.
—El arsenal, señor, en el complejo militar. ¡Ha sido…, ha sido demolido!
—¿Qué?
El capitán, por una vez, se quedó conmocionado. Steldor se había puesto en pie y todo el mundo había empezado a discutir alteradamente. YO, por mi parte, permanecía sentada en el suelo, pues no deseaba atraer la atención de nadie, para quedarme y averiguar qué sucedía. De repente, Cannan se dio cuenta de lo que había pasado.
—Encontrad a Destari —ordenó. Luego miró a Steldor—. El plan de crisis. Él es el único que lo conoce y que no se encuentra con nosotros.
Sin embargo, en ese momento el guardia entró en la estancia.
—Parece que decidisteis seguir el plan, finalmente, señor —dijo Destari, pero al ver la expresión de sorpresa de sus compañeros, frunció el ceño—. Señor, ¿qué sucede?
Entonces se oyó otro estruendo, no tan fuerte como el primero, pero considerable, y el suelo vibró. Cannan agarró al explorador que había traído las noticias sobre el arsenal y lo empujó hacia la puerta.
—Ve a ver si ha sido la enfermería. ¡Ve!
El hombre salió corriendo y el capitán se dio la vuelta hacia los demás.
—No he dado ninguna orden de que el plan se llevara a cabo. Y solamente nosotros conocíamos los detalles. ¿Alguno de vosotros lo ha organizado sin mi conocimiento?
—No, señor —respondieron todos.
—Capitán, la fuerza de estas explosiones… Solamente los cokyrianos disponen de los medios para provocar este tipo de destrucción —dijo Halias—. Aunque no tiene sentido que hayan emprendido una acción como ésta.
—Para empezar, en el complejo militar hay hombres, Baelic —dijo Steldor—. Hombres inteligentes que quizás haya decidido de forma independiente que esos recursos no deberían dejarse en manos del enemigo. Y tal vez hayan podido conseguir explosivos de los cokyrianos, de algún soldado enemigo muerto.
—Tanto el arsenal como la enfermería, si ha sido eso lo que ha explotado, se encuentran en el complejo militar, así que los hombres habrían podido acceder a esos dos objetivos —asintió Destari, aunque un tanto dubitativo—. Pero si la teoría del Rey es correcta, no conseguirán destruir los otros objetivos. Es imposible.
—Esperaremos —concluyó Cannan.
Los minutos transcurrieron en un denso silencio. Al cabo de un rato, el explorador llegó corriendo para confirmar que la enfermería había sido destruida. Antes de que nadie pudiera decir nada, un tercer temblor, el más fuerte experimentado hasta ahora, sacudió todo el palacio. Los objetos cayeron al suelo y los hombres perdieron el equilibrio y tuvieron que esforzarse por permanecer de pie. Los pasillos se habían llenado de los gritos de terror de la gente.
—¿Qué diablos está sucediendo? —gritó Cannan, que ocurrió al exterior.
Me puse en pie y lo seguí hasta el vestíbulo principal. Steldor vino detrás. Destari también nos siguió, pero los otros guardias se quedaron en el gabinete, probablemente sin saber qué quería su superior que hicieran en esos momentos.
Cuando Cannan iba a pedir explicaciones a sus soldados, desde el piso de arriba un hombre gritó:
—¡El molino y el almacén principal! ¡Han desaparecido de golpe! ¡El enemigo está frenético!
Me di cuenta de que la mente de Destari funcionaba a toda prisa, y evidentemente, lo mismo podía decirse del capitán.
—¿Quién? —preguntó, clavando sus oscuros ojos en el sombrío rostro del segundo oficial.
—Solamente una persona que conocía el plan no se encuentra con nosotros. Esa misma persona sabría cómo utilizar la pólvora de los cokyrianos. Y únicamente una persona podría moverse entre el enemigo sin ser detectada. Diría que es London, señor.
El capitán frunció el ceño. Se debatía entre la imposibilidad de tal hipótesis y entre la lógica de esa suposición.
—¿Cómo es posible? —pregunté en un susurro.
No acababa de creerme lo que había dicho Destari, pero deseaba con desesperación que fuera verdad, pues pensar en el regreso de London me proporcionaba una esperanza irracional. Pero nadie me respondió.
—Coge a alguien y vete a los establos —ordenó Cannan finalmente—. Si estás en lo cierto, tenemos que traer a London a palacio, y sospecho que se dirige hacia el objetivo final.
Destari asintió rápidamente con la cabeza y se marchó. Cannan me miró, me cogió del brazo y me condujo de vuelta a su despacho. Steldor nos siguió.
Cuando se hubo informado de los sucesos a los oficiales, éstos empezaron a discutir en susurros. Alguien dijo que quizá nunca lo sabríamos, y pensé que tenía razón. Tal vez Destari no encontrara a nadie, y era fácil pensar que había ido en busca de la muerte. El peligro nos acechaba a todos al otro lado de la poderosa fortaleza de piedra del palacio.
Sin decir nada, todos los que teníamos que huir para ponernos a salvo supimos que esperaríamos a Destari. Si London estaba con él, quizá tuviera información importante. Si London estaba con él, todos querríamos saber cómo había conseguido escapar de Cokyria por segunda vez.
Entonces sucedió: la cuarta explosión hizo temblar el suelo. Cerré los ojos y me despedí en silencio de las caballerizas reales, y recé para que ningún caballo se hubiera quedado atrapado dentro, ya que sabía que tenía sentido destruir los carruajes y los arneses. También me despedí de mis recuerdos, pues fue en las caballerizas donde Narian se dirigió a mí por primera vez con libertad, y fue allí donde yo le había hablado del túnel y había abierto el camino, sin saberlo, al posterior rapto de mi hermana.
De repente, sentí una conmoción interna más potente que todas las explosiones, pues me di cuenta de lo que el Gran Señor haría con Miranna ahora que todo había terminado. Con un gran peso en el corazón pensé que nunca más volvería a verla, e incluso temí que quizá ya estuviera muerta. Y pensé que, si estaba viva, tal vez se enfrentara a un destino todavía más aciago, pues ahora que ya no le era útil al Gran Señor, éste la trataría como parte del botín de guerra y haría con ella lo que quisiera.
Destari tardó treinta minutos en regresar, pues el enemigo estaba muy ocupado con las consecuencias de las explosiones. Milagrosamente, London entró en la oficina detrás de él. SE había puesto la capa de Destari por encima del uniforme cokyriano que llevaba. Al entrar, London se apartó un poco para dejar paso a una joven dama a quien llevaba de la mano. La joven vestía pantalón negro y una capa del mismo color, como las mujeres cokyrianas, pero no cabía duda de quién era.
—Miranna —dije casi sin aliento y a punto de desmayarme de la impresión.
Olvidándolo todo, corrí hacia ella y la abracé. Mi hermana no me devolvió el abrazo, pero yo no la solté. Cuando, al fin, me aparté, me miró con unos ojos extrañamente perdidos. Parecía estar bien físicamente, pues no tenía ninguna cicatriz a la vista y se movía sin mostrar dolor, y tampoco parecía haber pasado hambre; incluso el cabello rizado y de color rojizo parecía sano. Pero era otro tipo de trauma lo que la hacía parecer tan distinta.
—Está conmocionada —me dijo London mientras cerraba la puerta—. Ha tenido que aguantar mucho.
Asentí con los ojos llenos de lágrimas. Sin pensar en la jerarquía ni en los modales, ni en el carácter frío de London, lo abracé con fuerza y él me devolvió el abrazo brevemente.
—Gracias —dije, atragantándome—. Gracias por traerla a casa.
Regresé al lado de mi hermana y la llevé hasta una de las sillas. Volví a abrazarla y pensé que no quería soltarla nunca más. Halias nos miraba desde el otro lado de la habitación, resistiendo el impulso de correr hacia mi hermana como yo, pues había deducido que Miranna se escaparía de palacio conmigo. Además, puesto que Mira no parecía darse cuenta de quién se encontraba en la habitación, Destari hacía todo lo que podía para no ponérselo difícil. Por lo menos, estaba viva.
—London —dijo Cannan, y, tal como era propio de él, lo resumió todo en una palabra—: Informe.
—Tenemos unas ocho horas, más o menos, hasta que llegue el Gran Señor.
Esta cruda información pareció retumbar en las paredes de la habitación; el rostro de cada uno de los hombres que estaban allí delató el momento preciso en que la recibían. Pero Cannan permaneció igual de impávido que de costumbre.
—Sabíamos que vendría —se limitó a decir.
—Narian me liberó —continuó London—, para que pudiera regresar y llevarme a Alera por el túnel que queda. Él se encargará de apartar a las tropas de la zona, en la medida de lo posible y sin levantar sospechas… Lo están vigilando de cerca.
—¿Conoce la existencia del segundo túnel? —El tono de voz de Cannan expresaba cierta inquietud.
La habitación se llenó del murmullo de los hombres, inquietos al oír el nombre de Narian.
—Sí, pero no se lo ha dicho a nadie, ni se lo dirá en un futuro, lo juro. —Y, mirando directamente al capitán a los ojos añadió—: Confío en él, señor.
No supe si fue el tono de convicción de London o esa rara muestra de respeto ante la autoridad, pero todo el mundo pareció aceptar la opinión de London. Solo faltaba la opinión del capitán. Cannan, finalmente, asintió con la cabeza.
—¿Y Miranna? —preguntó Halias, incapaz de apartar los ojos de ella—. ¿Cómo ha podido regresar contigo?
—Me la llevé, después de que Narian me liberara —repuso London en tuno urgente—. No podía dejarla atrás. Pero he tenido que viajar más despacio, al traerla conmigo, así que he llegado más tarde de lo que pensaba. Tenemos que ponernos en marcha.
El capitán dio la vuelta a su escritorio, listo para ponerse manos a la obra.
—Ya nos estábamos preparando para evacuar a la familia real por el túnel —informo London—. Nuestro plan consiste en dividirnos en dos grupos, que partirán con una diferencia de diez minutos, y siguiendo rutas distintas hasta el escondite. Tú, con Alera, Miranna y Davan, iréis primero; los dos habéis tenido entrenamiento como exploradores, así que Destari se quedará aquí para ayudar. Galen y yo iremos después, con Steldor, y cuando nos hayamos puesto fuera del alcance del enemigo, yo regresaré.
—Pero, señor… —empezó a decir Destari, dispuesto a discutir con Cannan por la intención que tenía de volver a palacio.