Cuando salí del estudio, Himmler me estaba esperando. Dándose importancia, me recordó que aún nos quedaban territorios valiosos, como Noruega y Dinamarca, que podríamos utilizar como moneda de cambio para garantizar nuestra seguridad. El enemigo los consideraría lo bastante importantes para negociar algunas concesiones personales si los entregábamos voluntariamente. De mis palabras se podía deducir que íbamos a liberar aquellos territorios sin combates y a cambio de nada; por lo tanto, mi discurso había resultado perjudicial. Luego sorprendió a Keitel con la propuesta de nombrar un censor de todas las declaraciones públicas del Gobierno, cargo que él desempeñaría con mucho gusto. Pero Dönitz había denegado aquel mismo día una petición similar formulada por Terboven, gobernador de Hitler en Noruega, y el 6 de mayo firmó una orden por la que se prohibía llevar a cabo destrucciones en los territorios aún ocupados por las tropas alemanas, como ciertas regiones de Holanda, Checoslovaquia, Dinamarca y Noruega. Con ello quedaba totalmente descartada la política de garantías, como la llamaba Himmler.
El gran almirante se negó también rotundamente a abandonar Flensburg, que podía ser ocupada por los ingleses de un momento a otro, para huir a Dinamarca o a Praga y seguir dirigiendo desde allí los asuntos del Gobierno. A Himmler le atraía mucho la idea de escapar a Praga; según decía, una antigua ciudad imperial era un lugar más apropiado para servir de sede del Gobierno que la históricamente insignificante Flensburg; se le olvidó añadir que en Praga abandonaríamos la esfera de influencia de la Marina para entrar en la de las SS. Dönitz zanjó definitivamente aquella discusión, que empezaba a hacerse demasiado larga, manifestando que en ningún caso proseguiríamos nuestras actividades fuera de las fronteras de Alemania.
—Si los ingleses quieren venir a buscarnos, que lo hagan.
Himmler pidió entonces a Baumbach, que había quedado al mando de la flota aérea del Gobierno, que le cediera un aparato para volar hasta Praga. Baumbach y yo acordamos que lo enviaríamos a un campo de aviación enemigo, pero el servicio de información de Himmler seguía funcionando.
—Cuando uno vuela en sus aviones, no sabe nunca adonde irá a parar —le espetó con furia contenida a Baumbach.
Algunos días después, tras haber establecido contacto con el mariscal Montgomery, Himmler entregó a Jodl una carta con el ruego de que se la hiciera llegar. El general Kinzl, oficial de enlace con las fuerzas británicas, me dijo que Himmler pedía en aquella carta una entrevista con el mariscal británico a cambio de un salvoconducto. En caso de ser detenido, puntualizaba, tenía derecho a ser tratado con las consideraciones estipuladas por los acuerdos internacionales para las altas jerarquías militares, ya que durante un tiempo había sido comandante en jefe del Grupo de Ejércitos del Vístula. Pero aquella carta nunca llegó a su destino, ya que Jodl, según me dijo en Nuremberg, la destruyó. Como siempre en las situaciones críticas, durante aquellos días se puso de manifiesto el carácter de cada uno. El jefe regional Koch, de la Prusia Oriental, que durante algún tiempo había sido comisario del Reich en Ucrania, vino a Flensburg a pedir un submarino que lo llevara a América del Sur, y el jefe regional Lohse expresó el mismo deseo. Dönitz se negó rotundamente. Rosenberg, que a la sazón era el más antiguo jefe nacional del NSDAP, quería disolver el Partido; afirmó ser el único que podía hacerlo. Varios días después fue ingresado en Mürwik casi sin vida; dijo algo sobre haberse envenenado y se sospechó que había intentado suicidarse, pero finalmente se constató que sólo estaba borracho.
Sin embargo, también se daban actitudes valerosas: más de uno renunció a desaparecer entre las masas de refugiados de Holstein. Seyss-Inquart, comisario del Reich en los Países Bajos ocupados, atravesó de noche con una lancha el bloqueo enemigo con el único objeto de conferenciar con Dönitz y conmigo; rehusó quedarse con nosotros en la sede del Gobierno y volvió a Holanda en la lancha.
—Mi sitio está allí —dijo melancólicamente—. En cuanto regrese, seré detenido.
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El alto el fuego en el norte de Alemania fue seguido tres días después, el 7 de mayo de 1945, por la capitulación incondicional de todos los frentes, que un día más tarde sería solemnemente ratificada con la firma de Keitel y de los tres representantes de los tres cuerpos de la Wehrmacht en el cuartel general de las fuerzas soviéticas de Karlshorst, cerca de Berlín. Keitel nos contó que los generales rusos, a los que la propaganda de Goebbels presentaba como bárbaros carentes de educación y de modales, sirvieron una excelente comida a la delegación alemana después de la firma, con caviar y champaña.
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Evidentemente, Keitel no tenía suficiente sensibilidad para pensar que, después de semejante paso, que significaba el fin del Reich y condenaba a millones de soldados al cautiverio, habría sido mejor no probar el champaña de los vencedores y conformarse con lo más indispensable para calmar el hambre. Su satisfacción por aquel gesto de los vencedores denotaba una espantosa falta de dignidad y estilo. Sin embargo, ya se había comportado de un modo similar después de Stalingrado.
Las tropas británicas cercaron Flensburg. Allí se formó un minúsculo enclave en el que nuestro Gobierno todavía conservaba fuerza ejecutiva. En el buque Patria se instaló el Comité de Control para el Alto Mando de la Wehrmacht, a las órdenes del general de brigada Rooks, que muy pronto pasó a desempeñar las funciones de enlace con el Gobierno de Dönitz. A mi parecer, al capitular quedaba cumplida la misión del Gobierno de Dönitz de poner fin a una guerra que estaba perdida. Por lo tanto, el 7 de mayo de 1945 propuse difundir una última proclama por la que nosotros, ya sin libertad para obrar, nos declaráramos dispuestos sólo a asumir las tareas que conllevaba la pérdida de la guerra: «No obstante, esperamos que el enemigo, a pesar de esta labor, nos pida cuentas por nuestras anteriores actividades del mismo modo que a los restantes responsables del Estado nacionalsocialista». Con esta observación quería salir al paso de cualquier interpretación errónea de nuestro ofrecimiento.
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Sin embargo, el secretario Stuckardt, ahora director general del Ministerio del Interior, había preparado una memoria en la que expresaba la opinión de que Dönitz, en su calidad de jefe del Estado y legítimo sucesor de Hitler, no podía renunciar a su cargo voluntariamente, porque si lo hacía se perdería la continuidad del Reich alemán y peligrarían los futuros gobiernos. Dönitz, que al principio se había mostrado dispuesto a aceptar mi teoría, dio finalmente por válida la opinión de Stuckardt, lo que prolongó la vida de su Gobierno quince días más.
Empezaron a llegar los primeros reporteros de los campamentos inglés y americano; cada una de sus noticias despertaba las más diversas esperanzas irreales. Al mismo tiempo, desaparecieron los uniformes de las SS. De un día para otro, Wegener, Stuckardt y Ohlendorf se convirtieron en civiles, y Gebhardt, íntimo de Himmler, se transformó nada menos que en general de la Cruz Roja. Además, aprovechando la inactividad, el Gobierno empezó a organizarse. Según la costumbre imperial, Dönitz nombró a un jefe del Gabinete Militar (el almirante Wagner) y a uno del Gabinete Civil (el jefe regional Wegener). Tras algún tira y afloja se decidió seguir dando el tratamiento de «gran almirante» al jefe del Estado; se creó un servicio de información y un viejo aparato de radio permitió escuchar las últimas noticias. Incluso uno de los grandes Mercedes de Hitler había ido a parar a Flensburg y ahora servía para conducir a Dönitz a su residencia, situada a quinientos metros. Apareció alguien del estudio de Heinrich Hofmann, fotógrafo personal de Hitler, para retratar al Gobierno mientras trabajaba. Así, uno de aquellos días le dije al asistente de Dönitz que la tragedia se estaba empezando a convertir en tragicomedia. Hasta el momento de la capitulación, Dönitz había actuado con corrección y se había esforzado de modo razonable por poner fin a la guerra cuanto antes; sin embargo, ahora nuestra situación empezaba a resultar muy confusa. Dos de los miembros del nuevo Gobierno, los ministros Backe y Dorpmüller, desaparecieron sin dejar rastro; corrían rumores de que habían sido llevados al cuartel general de Eisenhower para encargarse de las primeras medidas encaminadas a la reconstrucción de Alemania. El mariscal Keitel, que seguía siendo jefe del alto mando de la Wehrmacht, fue hecho prisionero. No es sólo que nuestro Gobierno fuera impotente, sino que ni tan sólo era tenido en cuenta.
Redactábamos memorias que se perdían en el vacío y tratábamos de cubrir nuestra insignificancia bajo una aparente actividad. Todas las mañanas se celebraba a las diez un consejo de ministros en la llamada Sala de Sesiones del Gabinete, en realidad el aula de una vieja escuela; parecía como si Schwerin-Krosigk quisiera resarcirse de todas las reuniones que habían dejado de celebrarse durante el año anterior. La mesa estaba pintada y las sillas eran de distintas procedencias. El ministro de Abastecimientos trajo a una de aquellas reuniones unas cuantas botellas de aguardiente de trigo de su almacén. Fuimos a buscar vasos y copas a nuestras habitaciones y pasamos a tratar sobre las modificaciones que debían introducirse en el Gabinete para adaptarlo a las circunstancias. Se produjo una acalorada discusión sobre si debía incorporarse un ministro de Asuntos Eclesiásticos al Gabinete. Propusimos para el cargo a un renombrado teólogo, mientras que para otros el candidato ideal era Niemöller. El Gabinete, decían, debía adquirir una forma más «presentable». Mi sarcástica sugerencia de ir en busca de varios socialdemócratas y centristas de relieve para ofrecerles nuestros cargos no fue tenida en cuenta. Las existencias del almacén del ministro de Abastecimientos contribuyeron a animar el debate. En mi opinión, estábamos en el mejor camino para ponernos en ridículo, si era que todavía no lo habíamos conseguido. Toda la seriedad que había reinado entre nosotros mientras se preparaban las negociaciones para capitular brillaba ahora por su ausencia. El 15 de mayo escribí a Schwerin-Krosigk que el Gobierno del Reich debía estar formado por personas capaces de despertar la confianza de los aliados; el Gabinete debía modificarse y los íntimos colaboradores de Hitler debían ser sustituidos. Además, le decía, tan disparatado era «encomendar a un artista la amortización de una deuda como lo fue —en el pasado— confiar el Ministerio de Asuntos Exteriores del Reich a un comerciante de champaña». Le rogaba que me relevara «de todas las funciones de ministro de Economía y Producción de Reich». No obtuve respuesta.
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Después de la capitulación, aparecían de vez en cuando oficiales subalternos americanos e ingleses que se paseaban tranquilamente por las dependencias de nuestra «sede de Gobierno». Un día, hacia mediados de mayo, se presentó en mi habitación un teniente americano.
—¿Sabe usted dónde se ha metido Speer? —me preguntó.
Cuando me hube identificado, me dijo que el cuartel general americano estaba recogiendo datos sobre los efectos de los bombardeos aliados. Me declaré dispuesto a facilitarle información.
Pocos días antes, el duque Von Holstein me había ofrecido el castillo de Glücksburg, situado a varios kilómetros de Flensburg, para establecer allí mi residencia. Aquel mismo día me reuní en este castillo, construido en el siglo XVI y rodeado de agua, con varios civiles, más o menos de mi misma edad, del United States Strategical Bombing Survey, dependiente de la plana mayor de Eisenhower. Discutimos los fallos y peculiaridades que habían caracterizado a los bombardeos de ambos bandos. A la mañana siguiente, mi asistente me anunció que a la puerta del castillo se encontraban muchos oficiales americanos, entre ellos un importante general. Nuestra guardia, formada por miembros del Grupo Acorazado alemán, presentó armas,
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y así, en cierto modo bajo la protección de las armas alemanas, el general F. L. Anderson, comandante en jefe de las unidades de bombardeo de la VIII Flota Aérea americana, entró en mi habitación. Me dio las gracias muy cortésmente por haber accedido a ponerme a su disposición para nuevas conversaciones. Así pues, durante tres días seguimos estudiando sistemáticamente los distintos aspectos de una guerra de bombardeos; el 19 de mayo nos visitó el presidente del Economic Warfare de Washington, D'Olier, acompañado de su vicepresidente, Alexander, y sus colaboradores, doctor Galbraith, Paul Nitze, George Ball, coronel Gilkrest y Williams. Yo conocía, por mis anteriores actividades, la gran importancia que tenía este servicio en la política militar norteamericana.
Durante los días que siguieron, en nuestra Escuela Superior de Bombarderos reinó un ambiente casi de camaradería, que, sin embargo, desapareció bruscamente cuando la prensa mundial se alarmó a causa del desayuno con champaña celebrado por Göring y el general Patton. Sin embargo, antes de eso el general Anderson me dedicó el cumplido más singular y halagador de mi carrera:
—Si hubiera conocido antes su capacidad, habría destinado a la VIII Flota Aérea americana al completo al único fin de enviarlo bajo tierra.
Aquella flota disponía de más de dos mil bombarderos pesados diurnos; menos mal que se enteró demasiado tarde.
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Mi familia había instalado su alojamiento de emergencia a cuarenta kilómetros de Glücksburg. Puesto que el único riesgo que corría era adelantar unos días mi detención, tomé el coche, crucé el cerco de Flensburg y, gracias a la despreocupación de los ingleses, atravesé sin dificultades la zona ocupada. Los ingleses paseaban por las calles sin reparar en mí. En todos los pueblos había tanques pesados con los cañones protegidos por fundas de lona. Así pude llegar hasta la escalera de entrada de la finca donde se alojaba mi familia. Todos nos alegramos de aquella jugarreta, que pude repetir varias veces. Pero tal vez confiara demasiado en la despreocupación de los ingleses, después de todo. El 21 de mayo fui conducido en mi automóvil a Flensburg y encerrado en una habitación del Secret Service en la que me vigilaba un soldado con la metralleta sobre las rodillas. Al cabo de varias horas me soltaron. Mi coche había desaparecido. Los ingleses me llevaron de regreso a Glücksburg en uno de sus vehículos.
Dos días después, a primera hora de la mañana, mi asistente se precipitó en mi habitación. Los ingleses habían rodeado Glücksburg. Un sargento entró en mi cuarto y me dijo que estaba detenido. Se quitó el cinto con la pistola, la dejó encima de la mesa como por casualidad y se marchó para dejarme hacer el equipaje. Poco después fui conducido a Flensburg en camión. Pude observar que alrededor del castillo de Glücksburg se habían montado varias piezas de artillería ligera. Seguían creyéndome capaz de demasiadas cosas. A aquella misma hora se arriaba en la Escuela Naval la bandera de guerra del Reich, que hasta entonces había sido izada todos los días. Si algo podía simbolizar que el Gobierno de Dönitz, a pesar de todos los esfuerzos, no suponía realmente un nuevo punto de partida era esa obcecación en la vieja bandera. Al comienzo de aquellos días de Flensburg, Dönitz y yo pensamos que la bandera debía seguir en su sitio. Yo sostenía que no nos correspondía a nosotros empezar de nuevo. Flensburg era sólo la última etapa del Tercer Reich, nada más.