Varios días después, como una más de las incontables fantasías que brotaron por todas partes tras la noticia de la muerte de Roosevelt, Goebbels me mandó decir que, puesto que yo gozaba de tanto renombre en el Occidente burgués, quizá fuera aconsejable que tomara el avión para visitar al nuevo presidente, Truman. Tales ideas se desvanecían tan rápidamente como aparecían.
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En la que antaño fuera la vivienda de Bismarck, en aquellos mismos días de abril me encontré al doctor Ley rodeado de un grupo de personas, entre ellas Schaub y Bormann, además de varios asistentes y secretarios; reinaba una gran confusión. Ley corrió a mi encuentro con estas palabras: —¡Se han inventado los rayos de la muerte! Es un aparato sencillísimo que podemos fabricar a gran escala. He estudiado bien los planos y no hay duda: ¡con esto daremos el golpe!—. Mientras Bormann lo animaba con un gesto de asentimiento, el doctor Ley prosiguió, tartamudeando como siempre y en tono de reproche: —En su Ministerio no quisieron escuchar al inventor, que por fortuna me escribió a mí, y ahora va a tener que ocuparse personalmente del asunto. Enseguida… ¡Ahora mismo no hay nada más importante!
Ley la emprendió entonces con la insuficiencia de mi organización; dijo que estaba demasiado burocratizada y que era excesivamente rígida. Todo aquello resultaba tan absurdo que ni siquiera lo contradije:
—¡Tiene toda la razón! ¿No quiere ocuparse personalmente de ello? Estaré encantado de asignarle el cargo de «responsable de los rayos de la muerte».
Ley se mostró entusiasmado con la propuesta.
—¡Desde luego! ¡Yo me encargaré! En este asunto, incluso estoy dispuesto a subordinarme a usted. ¡Al fin y al cabo, procedo de una familia de químicos!
Le sugerí que hiciera un experimento y le aconsejé que utilizara conejos propios, ya que muchas veces los animales preparados resultaban engañosos. Efectivamente, varios días después me llamó su asistente desde un apartado lugar de Alemania para darme la lista de los aparatos electrónicos que necesitaban.
Decidimos seguir la comedia. Pusimos al corriente a nuestro amigo Lüschen, jefe de la industria electrónica, y le pedimos que suministrara al inventor los aparatos que solicitaba. Poco después regresó diciendo:
—He podido darles todo lo que pedían, menos un interruptor del circuito. No tenemos ninguno que dé la velocidad de interrupción que quieren. Sin embargo, el «inventor» insiste precisamente en este punto. ¿Sabe lo que he averiguado? —añadió Lüschen entre risas—. Este interruptor hace cuarenta años que no se fabrica y se menciona en una vieja edición del
Graetz
, un manual de Física de enseñanza media, de allá por el año 1900.
Casos como este proliferaron cada vez más a medida que se acercaba el enemigo. Ley defendía, completamente en serio, la siguiente teoría:
—Si los rusos nos arrollan por el Este, la ola de refugiados alemanes se hará tan fuerte que caerá sobre el Oeste como una gran migración, lo invadirá y terminará dominándolo.
Aunque Hitler se burlaba de las ridículas fantasías de Ley, por aquellos tiempos era uno de los miembros favoritos de su entorno personal.
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Durante la primera mitad de abril, Eva Braun se presentó por sorpresa y sin ser llamada en Berlín y manifestó que no pensaba moverse del lado de Hitler. El trató de convencerla para que volviera a Munich y también yo le ofrecí una plaza en nuestro avión correo. Pero ella lo rechazó todo obstinadamente, y los que estábamos en el bunker supimos por qué había venido. Con su presencia, un mensajero de muerte simbólico y real había entrado a vivir en el bunker.
El doctor Brandt, médico personal de Hitler y asiduo miembro del círculo del Obersalzberg desde 1934, había dejado que su esposa y su hijo fueran «arrollados», como se decía entonces, por los americanos en Turingia. Hitler le formó un consejo de guerra constituido por Goebbels, el jefe de las juventudes Axmann y el general Berger, de las SS; él intervino en el proceso en calidad de fiscal y presidente del tribunal a la vez, exigió la pena de muerte y formuló las acusaciones: Brandt sabía que podía alojar a su familia en el Obersalzberg; además, existía la sospecha de que, por mediación de su esposa, hubiera hecho llegar informes secretos a los americanos. La señora Wolf, secretaria de dirección de Hitler desde hacía muchos años, decía entre lágrimas:
—Ya no puedo entenderlo.
Himmler entró en el bunker y calmó los ánimos de los presentes: primero había que interrogar a un testigo de importancia. Y, añadió taimado, «a ese testigo no vamos a encontrarlo».
Aquel inesperado incidente me puso también a mí en una situación incómoda, pues desde el 6 de abril había alojado a mi familia lejos de las grandes ciudades, en el Báltico, en una hacienda situada cerca de Kappeln, en Holstein.
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De pronto eso se había convertido en un crimen. Cuando Hitler, por mediación de Eva Braun, se interesó por el paradero de mi familia, mentí diciendo que estaba en casa de un amigo, cerca de Berlín. La explicación tranquilizó a Hitler, pero me hizo asegurarle que, cuando él se retirase al Obersalzberg, lo acompañaríamos. Todavía tenía el propósito de librar su última batalla en la llamada Fortaleza de los Alpes.
Goebbels, por su parte, declaró que aunque Hitler abandonara Berlín, él pensaba acabar sus días en la capital.
—Mi mujer y mis hijos no deben sobrevivirme. Los americanos no harían más que adiestrarlos para que hicieran propaganda contra mí.
A la señora Goebbels, por el contrario, la idea de que sus hijos tuvieran que morir le parecía insoportable, como me dijo cuando acudí a visitarla en Schwanenwerder a mediados de abril, pero, al parecer, acataba la voluntad de su marido. Unos días más tarde le propuse enviarle en el último momento, por la noche, una barcaza de nuestra flota de transporte al embarcadero de la finca. Ella y los niños podrían esconderse bajo cubierta hasta que la barca amarrara en algún afluente del lado occidental del Elba. En el barco habría alimentos suficientes para que pudieran vivir algún tiempo sin ser descubiertos.
Después de que Hitler declarara que no iba a sobrevivir a una derrota, muchos de sus más íntimos colaboradores se apresuraron a manifestar que tampoco ellos veían más salida que el suicidio. Yo, por el contrario, opinaba que debían aceptar el sacrificio y someterse a un proceso judicial del enemigo. Dos de los más eficientes oficiales de la Luftwaffe, Baumbach y Galland, y yo elaboramos durante los últimos días de la guerra un extravagante plan para poner a buen recaudo a los principales colaboradores de Hitler e impedir que se suicidaran. Habíamos averiguado que Bormann, Ley y Himmler salían de Berlín todas las noches, cada uno por su lado, para pernoctar en distintas localidades del entorno poco expuestas a las alarmas aéreas. Nuestro plan era sencillo: cuando los bombarderos nocturnos del enemigo dejaban caer sus bombas luminosas blancas, todos los coches se detenían y sus ocupantes huían hacia los campos. Unos cohetes luminosos parecidos, disparados por pistolas de señales, tenían que producir una reacción similar; un pelotón equipado con pistolas ametralladoras podría reducir a los seis hombres de la escolta. La munición luminosa ya estaba en mi casa, se había establecido la composición del pelotón y se habían estudiado todos los detalles. La confusión general haría que no resultara difícil llevar a los detenidos a lugar seguro. El doctor Hupfauer, antaño el principal colaborador del doctor Ley, insistió, con gran asombro por mi parte, en que el golpe de mano contra Bormann debía ser ejecutado por miembros del Partido con experiencia en el frente: no había nadie en el Partido más aborrecido que él. El jefe regional Kaufmann insistió en que le dejaran liquidar personalmente al «Mefistófeles del
Führer
». Con todo, cuando se enteró de nuestros fantásticos propósitos, el general Thomale, jefe del Estado Mayor de las tropas acorazadas, me convenció, durante una conversación nocturna en la carretera, de que nadie debía torcer la justicia divina.
También Bormann tenía sus planes. Cuando Brandt, a quien consideraba equivocadamente la piedra angular de mi influencia sobre Hitler, fue encarcelado, el subsecretario Kopfer me hizo una advertencia: no había sido Hitler, sino Bormann el responsable de aquella detención, que también iba contra mí. Me aconsejó que tuviera mucho cuidado con lo que decía.
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Además, ciertas noticias difundidas por la radio del enemigo me intranquilizaron: informaban de que yo habría ayudado a salir en libertad a un sobrino que debía comparecer ante un consejo de guerra por haber impreso escritos de Lenin.
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Por si fuera poco, Hettlage, que siempre había sido atacado por el Partido, estaba a punto de ser detenido. Finalmente, se aseguraba que un periódico suizo había informado de que Von Brauchitsch, antiguo comandante en jefe del Ejército de Tierra, y yo éramos los únicos con los que se podría negociar una capitulación. Tal vez el enemigo tratara de dividir así al Gobierno, o quizá fueran simples rumores.
Con la mayor cautela, durante aquellos días el Ejército de Tierra instaló en mi casa a varios oficiales de confianza armados con metralletas. Por si se producía una emergencia, teníamos preparada una tanqueta de reconocimiento de ocho ruedas con la que en principio habríamos podido escapar de Berlín. Todavía hoy ignoro por orden de quién o a partir de qué informaciones se tomaron estas medidas.
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El ataque a Berlín era inminente. Hitler ya había nombrado al general Reymann comandante militar de la ciudad. Al principio aún estuvo a las órdenes del capitán general Heinrici, comandante en jefe del grupo de ejércitos que, a lo largo del río Oder, se extendía desde el Báltico hasta unos cien kilómetros al sur de Francfort del Oder. Heinrici contaba con mi confianza, pues lo conocía desde hacía mucho tiempo y últimamente me había ayudado a transferir intacta al enemigo la industria de la cuenca carbonífera de Rybnick. Como Reymann insistía en preparar todos los puentes de Berlín para volarlos, el 15 de abril, un día antes de la gran ofensiva rusa contra Berlín, me dirigí al cuartel general de Heinrici en Prenzlau. Para disponer del apoyo técnico necesario, me acompañaban Langer, concejal de urbanismo encargado de la construcción de calles y vías subterráneas, y Beck, presidente de los Ferrocarriles del Reich; Heinrici, a petición mía, había mandado llamar a Reymann.
Los dos especialistas demostraron que las destrucciones proyectadas supondrían la muerte de Berlín.
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El comandante militar de la ciudad se remitió a la orden de Hitler de que Berlín debía ser defendido por todos los medios.
—Yo tengo que combatir, y para eso tengo que poder destruir los puentes.
—Pero sólo los del sector de la ofensiva principal —replicó Heinrici.
—No; cualquiera donde se esté combatiendo —respondió el general.
A mi pregunta de si también iban a ser destruidos los puentes del centro de la ciudad en el caso de que produjeran combates callejeros, Reymann respondió afirmativamente. Como tantas otras veces, eché mano de mi mejor argumento:
—¿Lucha usted porque cree en la victoria?
El general titubeó un momento y luego no tuvo más remedio que responder que sí también a esta pregunta.
—Si Berlín es arrasado —proseguí—, la industria quedará fuera de servicio durante un tiempo indeterminado, y sin ella la guerra estará perdida.
El general Reymann no sabía qué decir. La conversación no habría llegado a ningún resultado si el capitán general Heinrici no hubiese ordenado retirar los explosivos de algunas de las principales arterias de Berlín y limitar la voladura de puentes a las operaciones de combate más importantes.
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Cuando nuestros colaboradores se hubieron marchado, Heinrici me dijo:
—De acuerdo con estas instrucciones, ningún puente de Berlín será destruido —manifestó—, ya que no habrá combates alrededor de la ciudad. Cuando los rusos penetren en ella, un ala del ejército se replegará hacia el norte y otra hacia el sur. En el norte nos atrincheraremos en el sistema de canales Este-Oeste. Allí, desde luego, no podré conservar los puentes.
Comprendí lo que me decía.
—Entonces, ¿Berlín va a ser tomado rápidamente?
El capitán general asintió.
—Al menos, sin una resistencia significativa.
A la mañana siguiente, 16 de abril, me despertaron muy temprano. El teniente coronel Von Poser y yo queríamos presenciar la última gran ofensiva de la guerra, el ataque soviético a Berlín, desde una colina situada sobre el valle del Oder, cerca de Wriezen. Una densa niebla impedía la visibilidad; al cabo de unas horas, un guarda forestal trajo la noticia de que todo el mundo se retiraba y de que los rusos pronto estarían allí. Así que también nosotros nos fuimos.
Pasamos junto a las grandes esclusas de Nieder-Finow, una maravilla técnica de los años treinta que era clave para la navegación hacia Berlín por el Oder. Se habían colocado explosivos en los puntos adecuados de la gran estructura de hierro de 36 metros de altura. Oímos fuego de artillería a cierta distancia; un teniente de zapadores nos informó de que todo estaba dispuesto para volar las esclusas, por lo que nos dimos cuenta de que allí todavía se obraba de acuerdo con la orden de destrucción promulgada por Hitler el 19 de marzo. El teniente oyó con visible alivio las instrucciones de Von Poser de no efectuar la voladura. Con todo, aquel incidente resultaba desesperanzador, ya que demostraba que la orden del 3 de abril de 1945 de dejar intactas las vías fluviales no había trascendido.
En aquellos momentos, de nada habría servido tratar de confirmar unas disposiciones cursadas semanas atrás, ya que la red de comunicaciones se había ido deteriorando cada vez más. En todo caso, me pareció insensato albergar la esperanza de que haciéndolo podría impedir que se cumplieran unos propósitos de destrucción dictados por tan ciego fanatismo. La comprensión que había encontrado en el capitán general Heinrici me indujo a reactivar mi plan de llamar a la opinión pública a la cordura por medio de una proclama directa. Confiaba en que, en la confusión del combate, Heinrici podría poner a mi disposición una de las emisoras de radio de su grupo de ejércitos.
Treinta kilómetros más adelante penetramos en el paraíso animal de Göring, los solitarios bosques de Schorfheide. Pedí a mis acompañantes que me dejaran solo, me acomodé en el tocón de un árbol y, después de que cinco días antes el borrador de mi discurso fracasara por culpa de Hitler, escribí de una sentada uno de rebelión. Esta vez quise hacer un llamamiento a la resistencia, a prohibir sin rodeos que se destruyeran las fábricas, los puentes, los canales, las instalaciones ferroviarias y de comunicaciones, a llamar a los soldados de la Wehrmacht y del
Volkssturm
a que «por todos los medios y, en caso necesario, por la fuerza de las armas» impidieran las destrucciones. En mi borrador también exigía que los presos políticos y, por tanto, también los judíos, fueran entregados indemnes a las fuerzas de ocupación y que no se impidiera que los prisioneros de guerra y los trabajadores extranjeros regresaran a su patria. Prohibía las actividades de la organización de resistencia nazi Werwolf y exigía que las ciudades y pueblos fueran entregados sin combatir. Para concluir recurría una vez más a cierto exceso de solemnidad y reiteraba nuestra «fe inquebrantable en el futuro de nuestro pueblo, que perdurará por los siglos de los siglos».
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