Por mediación de Poser, envié al doctor Richard Fischer, director general de las centrales eléctricas de Berlín, una nota que escribí a lápiz a toda prisa para pedirle que garantizara el suministro eléctrico de la más potente emisora de radio alemana, situada en Königswusterhausen, hasta que fuera ocupada por el enemigo.
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Esta emisora, que radiaba a diario las emisiones de Werwolf, debía terminar difundiendo precisamente un discurso en el que se prohibían todas las actividades de esta organización.
A última hora de la tarde me reuní con el capitán general Heinrici en su cuartel general, que había sido evacuado a Dammsmühl. Quería pronunciar mi discurso en el breve intervalo en que la emisora se hallaría en «zona de combate» y, por lo tanto, habría pasado de la jurisdicción estatal a la de las tropas. Heinrici creía que la emisora habría sido ocupada por los rusos antes de que yo hubiera terminado de hablar. Por lo tanto, propuso que grabara mi discurso en un disco en aquel momento y se lo confiara. Él se encargaría de difundirlo poco antes de la ocupación soviética. No obstante, a pesar de todos los esfuerzos de Lüschen no fue posible encontrar un aparato de grabación adecuado.
Dos días después, Kaufmann me llamó a Hamburgo con la mayor urgencia, ya que la Marina de Guerra estaba preparando la voladura de las instalaciones portuarias. Celebramos una reunión con los principales representantes de las industrias, astilleros, administración del puerto y la Marina y, gracias a la determinación del jefe regional, se decidió no destruir nada.
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Proseguí mi conversación con Kaufmann en una casa de la zona de Aussenalster. Un grupo de estudiantes poderosamente armados se encargaba de protegerlo.
—Usted se quedará en Hamburgo con nosotros —me dijo Kaufmann—. Aquí estará seguro. En caso de emergencia, podemos confiar en mis hombres.
Sin embargo, regresé a Berlín y le recordé a Goebbels que él, que había pasado a la historia del Partido como el «conquistador de Berlín», perdería su reputación si terminaba su vida como destructor de la ciudad. Por grotescas que puedan parecer estas palabras, se adaptaban a la visión del mundo que teníamos todos nosotros, y muy especialmente a la de Goebbels, que creía que el suicidio aumentaría su fama. La noche del 19 de abril, antes de empezar la reunión estratégica, Hitler manifestó que se adhería a una propuesta del jefe regional y que, con la entrada en acción de todas las reservas, el combate decisivo tendría lugar frente a las puertas de la capital del Reich.
LA ANIQUILACIÓN
Según creí advertir, durante las últimas semanas de su vida Hitler se liberó de la rigidez en la que había caído durante los años anteriores. Volvía a mostrarse asequible y a veces incluso estaba dispuesto a discutir sus decisiones. En el mismo invierno de 1944 habría sido inconcebible que se aviniera a hablar conmigo sobre las perspectivas de la guerra. También su transigencia respecto a la orden de «tierra quemada» habría sido inimaginable entonces, así como la muda corrección de mi discurso radiofónico. Volvía a estar abierto a unos argumentos que sólo un año antes no habría estado dispuesto a escuchar. Con todo, no se trataba de un relajamiento interno, sino que más bien daba la impresión de ser alguien cuya obra vital había quedado destruida y que sólo se mantenía en movimiento por la inercia de los años anteriores, a pesar de que en realidad lo ha abandonado todo y se ha resignado.
Casi parecía carecer de esencia, aunque quizá en esto fue siempre el mismo. Al mirar hacia atrás, a veces me pregunto si aquella intangibilidad, aquella falta de esencia, no era una característica que lo acompañó desde su juventud hasta su muerte violenta. De este modo, las actitudes coléricas podían apoderarse de él con gran vehemencia, ya que no eran contrarrestadas por ninguna emoción humana. Nadie podía aproximarse a su ser precisamente porque estaba muerto y vacío.
Ahora se trataba también de la falta de esencia de un anciano. Le temblaban los miembros y andaba encorvado, arrastrando los pies; hasta su voz era insegura y había perdido su antigua determinación. Su vigor había dado paso a una forma de hablar titubeante y monótona. Cuando se excitaba, lo que sucedía con frecuencia, como suele pasar con los ancianos, casi tenía voz de falsete. Seguía teniendo accesos de testarudez, pero ya no me recordaban las rabietas de un niño, sino más bien las de un viejo. Tenía la tez descolorida y la cara hinchada; su uniforme, antes impecable, en aquellos últimos días de su vida solía estar desaliñado y con manchas de la comida que había ingerido con mano temblorosa.
No hay duda de que su estado conmovía al círculo que lo había acompañado en los momentos culminantes de su vida. También yo corría constantemente el riesgo de sucumbir a aquel contraste, que resultaba sobrecogedor en múltiples aspectos. Tal vez por eso todo el mundo lo escuchaba en silencio cuando en aquella situación, que durante largo tiempo fue desesperada, seguía trasladando divisiones inexistentes u ordenaba efectuar transportes con unos aviones que no podrían despegar por falta de carburante. Tal vez por ello también se aceptaba que se evadiera cada vez con más frecuencia de la realidad y que se perdiera en su mundo de fantasía y se pusiera a hablar del gran conflicto que no podría dejar de producirse entre Oriente y Occidente y que aseguraba que era inevitable. Aunque su entorno debería haber visto lo quimérico de aquellas ideas, su continua y sugestiva reiteración seguía ejerciendo un efecto fascinante, como cuando aseguraba que sólo él, con su personalidad y su fuerza y aliado con Occidente, estaba en disposición de aplastar al bolchevismo; sonaba plausible cuando aseguraba que todos sus esfuerzos ya no se encaminaban a otro fin, aunque para sí mismo deseaba que llegara pronto su última hora. Precisamente aquella entereza con que veía acercarse el fin inspiraba piedad y aumentaba la veneración de los que lo rodeaban.
Además, volvía a mostrarse afable y sencillo. En muchas cosas me recordaba al Hitler que había conocido doce años antes, cuando empecé a trabajar para él, sólo que ahora parecía más carente de contornos. Su afabilidad se limitaba a las pocas mujeres que estaban con él desde hacía años. Sus mayores atenciones eran para la señora Junge, la viuda de su criado caído en combate, aunque también su cocinera dietética vienesa contaba con su favor; sus dos secretarias, la señora Wolf y la señora Christian, formaban asimismo parte del círculo privado en el que Hitler pasó las últimas semanas de su vida. Hacía meses que comía y tomaba el té prácticamente sólo con ellas; los hombres ya casi no tenían acceso a su intimidad. Tampoco yo participaba en sus comidas desde hacía mucho tiempo. Por lo demás, la llegada de Eva Braun introdujo algunos cambios en la rutina diaria, sin que por eso cesara la relación, probablemente inocua, que tenía con las otras mujeres de su entorno. Sin duda actuaba movido por un concepto elemental de fidelidad, al que, en la desgracia, las mujeres parecían responder mejor que los hombres de su plana mayor, de quienes parecía desconfiar a veces. Sólo con Bormann, Goebbels y Ley hacía una excepción, como si con ellos se sintiera seguro.
En torno a aquel Hitler espectral, el aparato del Gobierno seguía funcionando mecánicamente, como si también hubiera acumulado la inercia necesaria para mantenerse en movimiento a pesar de que su impulsor hubiera dejado de aportarle la energía original. A mi modo de ver, este mismo automatismo impulsaba también a los generales a seguir el camino trazado incluso en aquella última etapa en que la magnética voluntad de Hitler empezaba a debilitarse. Keitel, por ejemplo, seguía exigiendo que se destruyeran los puentes cuando Hitler se había resignado a dejarlos intactos.
Hitler tenía que darse cuenta de que la disciplina había empezado a relajarse en su entorno. Antes, cuando él entraba en una habitación, todos los presentes se ponían en pie y no volvían a sentarse hasta que él lo había hecho. Ahora, en cambio, proseguían las conversaciones y nadie se levantaba, los criados hablaban con los invitados en su presencia y algunos colaboradores alcoholizados dormían en las butacas mientras otros discutían sin inhibiciones, a voz en grito. Tal vez pasara deliberadamente por alto estos cambios. Aquellas escenas eran como una pesadilla para mí. Parecían acordes con ellas los cambios que se habían ido produciendo en los últimos meses en la Cancillería: se habían quitado los tapices y los cuadros, que, junto con las alfombras y los muebles valiosos, habían sido puestos a buen recaudo en un bunker. Manchas claras en el papel de las paredes, huecos en el mobiliario, periódicos tirados aquí y allá, vasos vacíos, platos sucios, un sombrero que alguien había lanzado sin más sobre una silla, todo ello daba la impresión de estar en plena mudanza.
Hacía tiempo que Hitler había abandonado las habitaciones superiores, aduciendo que los constantes bombardeos no lo dejaban descansar y afectaban a su capacidad de trabajo. Al menos en el bunker podía dormir de un tirón. Así pues, dejó que su vida siguiera desarrollándose bajo tierra.
Aquella huida hacia su futura bóveda sepulcral siempre me pareció dotada de un gran simbolismo. El aislamiento de aquel bunker, totalmente apartado de la vida y rodeado de hormigón y tierra, selló definitivamente la separación de Hitler de la tragedia que tenía lugar en el exterior, a cielo abierto. Ya no guardaba ninguna relación con ella. Cuando hablaba del fin, se refería al suyo, no al del pueblo. Había llegado a la última estación de su huida de la realidad, una realidad que ni siquiera en su juventud quiso reconocer. En aquel entonces yo llamaba a este mundo irreal la «Isla de los Bienaventurados».
Incluso en esta última época de su vida, en abril de 1945, hubo ocasiones en las que Hitler y yo volvimos a inclinarnos en el bunker sobre los planos de Linz y contemplamos en silencio los sueños de antaño. Su despacho, situado bajo tierra y cubierto de hormigón, era sin duda el lugar más seguro de Berlín. Cuando cerca de allí explotaba alguna bomba de gran calibre, la masa del bunker vibraba a consecuencia de la transmisión de la onda expansiva por el suelo arenoso de la ciudad. Entonces Hitler se sobresaltaba. ¡ Qué transformación había sufrido aquel intrépido cabo de la Primera Guerra Mundial! No era más que una ruina, un manojo de nervios que ya no sabía ocultar sus reacciones.
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En realidad, el último cumpleaños de Hitler no llegó a celebrarse. A diferencia de otros años, en los que en aquella fecha llegaban numerosos automóviles, la guardia rendía honores y los dignatarios del Reich y de los países extranjeros acudían a felicitarlo, esta vez reinaba la calma. Es verdad que Hitler salió del bunker y subió a la Cancillería, que en su descuido parecía ofrecer un marco muy adecuado a su lastimoso estado. En el jardín le fue presentada una delegación de las Juventudes Hitlerianas que se había distinguido en combate; Hitler pronunció unas palabras y repartió alguna que otra palmadita afectuosa. Su voz era débil. Al poco rato se fue. Sin duda comprendía que no podía hacer que nadie sintiera más que compasión. La mayoría eludió la embarazosa felicitación formal acudiendo como siempre a la reunión estratégica. Nadie sabía muy bien qué decir. De acuerdo con las circunstancias, Hitler recibió las felicitaciones con frialdad, casi a la defensiva. Al poco rato nos hallamos reunidos, como tantas otras veces, en torno a la mesa de mapas del pequeño despacho del bunker. Frente a Hitler se había sentado Göring. Este, que siempre dio tanta importancia a su atuendo, en los últimos días había modificado notablemente su uniforme. Con gran asombro, vimos que había sustituido la tela gris por el tejido marrón que usaban los americanos, y que en lugar de las hombreras doradas, de cinco centímetros de ancho, llevaba unas más simples de tela en las que, por todo adorno, estaba prendida la insignia de su rango, el águila de oro de mariscal del Reich.
—Igual que un general americano —me susurró uno de los asistentes.
Pero Hitler tampoco pareció reparar en aquel cambio.
En la reunión se trató del inminente ataque al núcleo urbano de Berlín. Hitler abandonó de la noche a la mañana la idea de no defender la metrópoli y trasladarse a la fortaleza de los Alpes y decidió que se lucharía por la ciudad en las calles de Berlín. Todos lo instamos a revocar su decisión, ya que era no sólo conveniente sino urgentísimo trasladar la sede del cuartel general al sur, al Obersalzberg. Göring hizo notar que sólo nos quedaba una vía de comunicación norte-sur, la que pasaba a través del bosque de Baviera, y que en cualquier momento podíamos perder la última posibilidad de escapar hacia Berchtesgaden. Hitler se indignó ante la idea de abandonar Berlín precisamente en aquellos momentos.
—¿Cómo voy a poder animar a las tropas a librar la batalla decisiva por Berlín si yo me pongo a salvo?
Göring, con su uniforme nuevo, lo miraba con ojos muy abiertos, pálido y sudoroso, mientras Hitler proseguía, cada vez más excitado:
—¡Voy a dejar en manos del destino si he de morir en la capital o si volaré al Obersalzberg en el último momento!
Apenas terminó la reunión y se hubieron despedido los generales, Göring se volvió hacia Hitler, alterado: dijo tener asuntos importantísimos que atender en el sur y que debía salir de Berlín aquella misma noche. Hitler lo miró con expresión ausente. Me pareció que en aquel momento él mismo se sentía impresionado por su decisión de permanecer en Berlín y poner en juego su vida. Con unas palabras que expresaban su indiferencia, le estrechó la mano y no dejó traslucir que comprendía perfectamente sus propósitos. Yo, que estaba a pocos pasos de los dos, tuve la sensación de presenciar un acto histórico: el Gobierno del Reich se escindía. Así terminó la reunión del día del cumpleaños.
Yo había abandonado el despacho con los demás asistentes, con la informalidad habitual, sin despedirme personalmente de Hitler. Contradiciendo nuestra intención inicial, el teniente coronel Von Poser me instó aquella misma noche a que también yo me preparara para partir. El ejército soviético había iniciado el ataque definitivo contra Berlín y era evidente que avanzaba con rapidez. Hacía ya varios días que todo estaba dispuesto para la huida; la mayor parte del equipaje ya había sido enviada a Hamburgo y a orillas del lago Eutin, cerca del cuartel general de Dönitz, situado en Pión, nos esperaban dos coches cama de los Ferrocarriles del Reich.
En Hamburgo visité de nuevo al jefe regional Kaufmann. Como a mí, le resultaba incomprensible que en aquellas circunstancias se siguiera combatiendo a cualquier precio. Su actitud me animó a darle a leer el texto del discurso que había redactado unas semanas antes, sentado en un tocón de árbol en los bosques de Schorfheide. No estaba muy seguro de cómo se lo iba a tomar.