El hecho de que no se dedicaran mayores esfuerzos a este terreno también tenía que ver con consideraciones ideológicas. Hitler admiraba al físico Philipp Lenard, que había recibido el premio Nobel en 1905 y era uno de los pocos científicos que estaban de su parte desde el principio. Lenard había dicho a Hitler que los judíos ejercían una influencia perniciosa en la física nuclear por medio de la teoría de la relatividad.
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Invocando la opinión de su ilustre compañero de Partido, en sus conversaciones de sobremesa Hitler había llegado a tachar la física nuclear de «física judía», lo cual no sólo fue cogido al vuelo por Rosenberg, sino que también hizo que el ministro de Educación dudara sobre el apoyo que debía prestar a la investigación nuclear.
De todos modos, aun en el caso de que Hitler no hubiese aplicado sus doctrinas a la investigación nuclear, incluso aunque el estado de nuestra investigación de base en junio de 1942 hubiese permitido a nuestros físicos nucleares invertir, en lugar de varios millones, varios miles de millones de marcos para desarrollar la bomba atómica, la crítica situación de nuestra economía de guerra nos habría impedido aportar los materiales y trabajadores cualificados necesarios. No fue sólo la mayor capacidad de producción de Estados Unidos lo que permitió a este país emprender un proyecto de tal envergadura. Hacía tiempo que la industria armamentista alemana, debido a la frecuencia cada vez mayor de los ataques aéreos, se hallaba en una situación de emergencia que impedía los proyectos de largo alcance. A lo sumo, y concentrando al máximo los esfuerzos, Alemania habría podido disponer de la bomba atómica en 1947; desde luego, no la habría tenido al mismo tiempo que América, en agosto de 1945. La guerra habría acabado a más tardar el 1 de enero de 1946, al consumirse nuestras últimas reservas de mineral de cromo.
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Así, desde el principio de mi trabajo como ministro fui encontrando un fallo tras otro. Hoy suena extraño que durante la guerra Hitler observara a menudo que la perderían «quienes cometieran los mayores errores». El mismo, con una cadena de decisiones equivocadas en todos los campos, contribuyó a acelerar el fin de una guerra que de todos modos estaba perdida, a juzgar por nuestra capacidad productiva: por ejemplo, con su confusa planificación de la guerra aérea contra Inglaterra, con la falta de submarinos al comenzar la guerra y, sobre todo, por no desarrollar un plan estratégico general. Tienen razón las numerosas observaciones que, en los libros de memorias alemanes, señalan los decisivos errores de Hitler; sin embargo, eso no significa necesariamente que sin ellos pudiera haberse ganado la guerra.
HITLER, COMANDANTE EN JEFE
El diletantismo era una de las peculiaridades características de Hitler. No tenía profesión y, en el fondo, siempre fue por libre. Como muchos autodidactas, no era capaz de comprender lo que significaba ser experto en algo y por tanto, sin hacerse cargo de las dificultades que entraña cualquier cometido de cierta importancia, acaparaba sin cesar nuevas funciones. A veces, al carecer del lastre de ideas preconcebidas, su rapidez de comprensión lo llevaba a arriesgarse a adoptar medidas inusitadas que jamás se le habrían ocurrido a un especialista. Los éxitos estratégicos de los primeros años de la guerra pueden atribuirse perfectamente a su incapacidad para aprender las reglas del juego y al ingenuo placer que le proporcionaba tomar decisiones. Como el contrario se atenía a unas reglas que Hitler, en su prepotencia autodidacta, desconocía o no empleaba, se produjeron efectos sorpresa que, unidos a la superioridad militar, fueron la base de sus éxitos. Pero, como suele sucederles a los inexpertos, naufragó tan pronto se produjeron los primeros reveses. Entonces su desconocimiento de las reglas del juego se convirtió en un defecto y su tendencia a la improvisación dejó de ser una ventaja. Cuanto mayores eran los fracasos, con más fuerza y rabia salía a flote su incorregible diletantismo. Durante mucho tiempo, su propensión a tomar decisiones sorprendentes e inesperadas había sido su fuerte; pero ahora aceleraba su derrota.
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Cada dos o tres semanas salía de Berlín para pasar unos días en el cuartel general de Hitler, primero en el de la Prusia Oriental y después en el de Ucrania, con objeto de que decidiera sobre la gran cantidad de detalles técnicos por los cuales se interesaba en su calidad de comandante en jefe del ejército de tierra. Hitler conocía todas las clases de armas y municiones, con su calibre, longitud de cañón y alcance. También sabía de memoria con qué existencias de los principales armamentos contábamos, así como su producción mensual. Podía comparar con todo detalle nuestro programa con los suministros y sacar sus conclusiones.
La ingenua alegría de Hitler por lucirse con su memorización de cifras rebuscadas, ahora en la esfera de los armamentos como antes en la producción automovilística o en la arquitectura, demostraba a las claras que también aquí actuaba como un diletante; constantemente parecía esforzarse por mostrarse por lo menos a la misma altura que los especialistas, aunque está claro que uno que lo sea de verdad no se atiborrará de datos que puede suministrarle uno de sus asistentes. Hitler necesitaba demostrarse a sí mismo sus conocimientos; además, disfrutaba haciéndolo.
Extraía sus informaciones de un gran libro de tapas rojas con una ancha franja transversal amarilla. Este catálogo, al que se añadían continuamente suplementos, contenía información relativa a toda clase de municiones y armas, y lo tenía siempre en su mesilla de noche. A veces hacía que su criado se lo trajera si, durante una conferencia militar, un colaborador daba una cifra que Hitler hallaba incorrecta y corregía al instante. Entonces se abría el libro, se confirmaban los datos de Hitler y se ponía en evidencia la desinformación de un general. La memoria de Hitler para los números era el terror de todo su entorno.
Aunque podía intimidar de esta forma a la mayoría de los oficiales que lo rodeaban, se sentía inseguro ante los especialistas. Cuando topaba con la resistencia de uno de ellos, ni siquiera persistía en su opinión.
Normalmente Todt, mi antecesor, hacía que lo acompañaran a las reuniones dos de sus principales colaboradores, Xaver Dorsch y Karl Saur, pero a veces también iba con él uno de sus expertos. Sin embargo, daba mucha importancia al hecho de proceder personalmente a las exposiciones, y sólo recurría a sus colaboradores cuando se trataba de difíciles cuestiones de detalle. Yo no me tomé siquiera la molestia de memorizar cifras que Hitler siempre recordaría mejor que yo. Así pues, para sacar partido de su respeto hacia los especialistas, siempre llevaba a las reuniones a los técnicos que mejor dominaban las cuestiones que debíamos tratar.
De esta forma me vi libre de la pesadilla de las «reuniones con el
Führer
» en las que cualquiera terminaba acorralado por un bombardeo de cifras y datos técnicos. Solía presentarme en el cuartel general acompañado de unos veinte civiles. En la zona restringida I no tardaron en bromear por esta invasión. Elegía a los colaboradores, normalmente entre dos y cuatro, que debían acompañarme a la reunión según el orden del día, y me dirigía con ellos a una sala del cuartel general contigua a las habitaciones de Hitler. Era una estancia de unos 80 m
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, decorada con sencillez y con las paredes revestidas de madera clara; frente a un gran ventanal había una sólida mesa de roble, de unos cuatro metros de largo, sobre la que se extendían los mapas, aunque para las reuniones nos sentábamos alrededor de una mesa más pequeña, rodeada de seis sillones, que había en un rincón.
Durante estas entrevistas, yo procuraba mantener la mayor reserva. Inauguraba la sesión aludiendo brevemente al tema del día e invitaba después a uno de los especialistas a exponer sus puntos de vista. Ni el entorno exterior, con sus numerosos generales y asistentes, zonas de vigilancia, zonas restringidas y pases, ni la aureola que todo este aparato proporcionaba a Hitler intimidaban a mis expertos. Los largos años de satisfactorio ejercicio de su profesión hacía que tuvieran clara conciencia de su categoría y responsabilidad. A veces la conversación degeneraba en un encendido debate, pues no era raro que olvidasen a quién tenían delante. Hitler se tomaba todo esto con una mezcla de humor y respeto; en este círculo se mostraba discreto, trataba a mis asistentes con notable cortesía e incluso renunciaba a la técnica con la que solía sofocar toda oposición mediante largos, agotadores y paralizantes discursos. En esta situación era capaz de distinguir entre lo fundamental y lo accesorio, se mostraba ágil y sorprendía por la rapidez con que sabía elegir entre varias posibilidades, razonando el motivo de su elección. No le costaba ningún trabajo orientarse entre los procesos técnicos, planos y diseños. Sus preguntas demostraban que durante el breve lapso que duraba la reunión había conseguido captar lo esencial incluso de las cuestiones complicadas. Desde luego, no se daba cuenta de la desventaja que esto entrañaba: llegaba con demasiada facilidad al meollo de las cosas para poder captarlas en toda su profundidad.
Yo nunca podía predecir el resultado de nuestras reuniones. A veces, Hitler autorizaba sin mediar palabra una propuesta cuyas perspectivas parecían poco prometedoras, y en otras ocasiones se negaba obstinadamente a que se aplicaran ciertas medidas que él mismo había exigido en una entrevista anterior. No obstante, mi sistema de eludir su dominio de los detalles recurriendo a especialistas que los conocían mejor que él me brindó más éxitos que reveses. Sus otros colaboradores comprobaban con asombro y no sin envidia que después de estas reuniones especializadas no era raro que Hitler modificara unos criterios que en anteriores conferencias militares había calificado de irrevocables.
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Ciertamente, el horizonte técnico de Hitler, lo mismo que su imagen del mundo, su concepción del arte y su estilo de vida, se había detenido en la Primera Guerra Mundial. Sus intereses técnicos se centraban en las armas tradicionales del Ejército de Tierra y la Marina y, aunque siguió formándose en estos terrenos e incrementando sus conocimientos de continuo, lo que le permitió proponer varias innovaciones convincentes y útiles, no tenía mucha visión para nuevos desarrollos como el radar, la bomba atómica, los aviones a reacción y los misiles. Cuando volaba en el nuevo avión Cóndor, lo que no hizo con frecuencia, se preocupaba porque no funcionara el mecanismo que desplegaba el tren de aterrizaje y decía que a pesar de todo prefería el viejo Ju 52, con su tren de aterrizaje rígido.
Muchas veces, la misma noche que seguía a nuestras reuniones Hitler exponía a su entorno militar los conocimientos técnicos que acababa de adquirir y le encantaba exhibirlos como si fueran de su propia cosecha.
Cuando apareció el tanque ruso T 34 Hitler se mostró triunfante, pues pudo señalar que hacía tiempo que reclamaba aquel cañón tan largo. Aun antes de ser nombrado ministro oí cómo, después de la presentación del tanque IV, Hitler se quejaba amargamente, en el jardín de la Cancillería del Reich, de la terquedad de la Dirección General de Armamentos del Ejército de Tierra, que no se había mostrado receptiva hacia su sugerencia de aumentar la velocidad de los proyectiles alargando el cañón porque sostenía que hacerlo comportaría una sobrecarga en la parte frontal del tanque que haría que el vehículo perdiera el equilibrio.
Hitler sacaba a relucir esto una y otra vez cuando hallaba resistencias respecto a sus ideas.
—Entonces tuve razón y nadie quiso creerme. ¡Y ahora vuelvo a tenerla!
Mientras que el Ejército de Tierra esperaba poder disponer por fin de un tanque cuya velocidad superara al T 34, relativamente rápido, Hitler insistía en que era preferible aumentar la fuerza de penetración del proyectil y, al mismo tiempo, proteger mejor el vehículo por medio de un blindaje pesado. También en este terreno dominaba las cifras y conocía las fuerzas de percusión y las velocidades de tiro. Solía demostrar su teoría con el ejemplo de los buques de guerra:
—En una batalla naval, quien disponga de cañones de más alcance podrá abrir fuego a mayor distancia, aunque sólo sea un kilómetro más lejos. Y si encima el blindaje es más sólido…, entonces tiene que ser superior a la fuerza. ¿Qué quieren ustedes? Lo único que podrá hacer el buque más rápido es aprovechar esta cualidad para escapar. ¿O es que pretenden convencerme de que su velocidad le permitirá superar un blindaje pesado y una artillería potente? Lo mismo podemos decir de los tanques: el más ligero y rápido no tendrá más remedio que apartarse del más pesado.
Mis expertos de la industria no participaban directamente en estas discusiones. Nosotros teníamos que fabricar los tanques tal como los pidiera el Ejército, tanto si quien establecía los requisitos era el propio Hitler, el Estado Mayor o la Dirección General de Armamentos. Las cuestiones relacionadas con la estrategia de combate no eran asunto nuestro y solían discutirlas los oficiales. En 1942, Hitler todavía evitaba cortar tales discusiones con una voz de mando. Entonces aún escuchaba con calma las objeciones y exponía con la misma calma sus argumentos. Con todo, estos tenían un valor especial.
Dado que el peso del
Tigre
, que debía ser de cincuenta toneladas, había sido elevado a setenta y cinco por exigencias de Hitler, decidimos desarrollar un nuevo tanque de treinta toneladas cuyo nombre —
Pantera
— expresaba la mayor agilidad que debía caracterizarlo; más ligero que el
Tigre
, pero con el mismo motor, sería más veloz. Sin embargo, Hitler lo sobrecargó hasta tal punto, reforzando el blindaje y alargando el cañón, que acabó por tener, con sus cuarenta y ocho toneladas, el peso previsto inicialmente para el
Tigre
.
Para compensar esta extraña transformación de una ágil pantera en un lento tigre, más adelante fabricamos una serie de tanques más pequeños, ligeros y veloces.
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Para satisfacer y tranquilizar a Hitler, la marca Porsche asumió al mismo tiempo el diseño de un tanque superpesado, de más de cien toneladas, que únicamente se podría fabricar a pequeña escala. Con el fin de despistar a los espías, este nuevo monstruo recibió el nombre de Ratón. Porsche hizo suya la predilección de Hitler por lo superpesado y de vez en cuando lo informaba de desarrollos paralelos del enemigo. En una ocasión Hitler hizo llamar al general Buhle y le espetó: