—¿Sabe usted? Algunos de los Spitzweg que cuelgan en casa de Hofmann son falsos, lo he notado. Pero dejémosle la ilusión —añadió con el acento bávaro que Hitler gustaba de adoptar cuando se hallaba en Munich.
Visitaba con frecuencia el salón de té Carlton, un local seudolujoso con copias de muebles de estilo y arañas de cristal falso. El local le gustaba porque allí los muniqueses lo dejaban tranquilo y no lo importunaban con aplausos y pidiéndole autógrafos, como solía ocurrirle en otros sitios. A menudo me llamaban desde el domicilio de Hitler a altas horas de la noche:
—El
Führer
se dirige al Café Heck y le ruega que vaya usted también.
Entonces tenía que saltar de la cama, sabiendo que no habría manera de regresar antes de las dos o las tres de la madrugada.
De vez en cuando Hitler se disculpaba:
—Me acostumbré a estas largas veladas en mis años de lucha. Después de las reuniones tenía que encontrarme con los viejos camaradas, y además mis discursos solían animarme tanto que no habría podido dormir hasta la madrugada.
Al contrario que el Carlton, el Café Heck estaba decorado con sencillas sillas de madera y mesas de hierro. Era el antiguo café del Partido, el local en el que Hitler solía reunirse con sus camaradas de lucha. Sin embargo, después de 1933 no volvió a hacerlo, a pesar de la adhesión que le habían demostrado durante tantos años. Esperaba encontrarme con un estrecho círculo de amigos muniqueses, pero vi que no lo tenía. Al contrario, Hitler se mostraba más bien malhumorado cuando uno de los antiguos camaradas deseaba hablarle, y casi siempre encontraba algún pretexto para rechazar sus peticiones o demorar el momento de atenderlas. Le parecía que no siempre guardaban las distancias que él, aunque siguiera mostrándose amable, empezaba a considerar adecuadas. Creían haberse ganado el derecho a la intimidad con Hitler, por lo que se permitían familiaridades que no se ajustaban al papel histórico que se había atribuido.
Era muy raro que Hitler visitara a alguno de los viejos camaradas. Ellos, entretanto, se habían apropiado de villas señoriales y la mayoría disfrutaba de cargos importantes. Su única reunión fue la que se celebró en el Bürgerbráukeller con motivo del aniversario del intento de golpe de estado del 9 de noviembre de 1923. Sorprendentemente, a Hitler el reencuentro no le hacía la menor ilusión, y solía mostrar su disgusto por aquel compromiso.
Después de 1933 se habían constituido con bastante rapidez diversos ambientes que se mantenían alejados unos de otros, rivalizaban entre sí y se desdeñaban. Alrededor de cada nuevo dignatario se formaba enseguida un estrecho círculo de personas que parecían sentir una mezcla de desagrado y desprecio hacia los otros grupos. Así, Himmler trataba casi exclusivamente con su séquito de las SS, donde contaba con una veneración sin reservas. Göring tenía a su alrededor una horda de incondicionales, constituida por sus familiares más próximos y sus más estrechos colaboradores y asistentes. Goebbels se sentía a sus anchas rodeado de admiradores procedentes del campo de la literatura y del cine. Hess se mantenía ocupado con los problemas de la medicina homeopática, era aficionado a la música de cámara y tenía conocidos excéntricos, aunque interesantes.
Como intelectual, Goebbels miraba por encima del hombro a los incultos pequeñoburgueses de los grupos dirigentes de Munich, quienes, a su vez, se mofaban de las ambiciones literarias del vanidoso doctor. Por su parte, Göring no consideraba que estuvieran a su altura ni los pequeñoburgueses de Munich ni Goebbels, por lo que evitaba toda relación social con ellos, mientras que Himmler, debido a las ideas elitistas de las SS, que se traslucían en su predilección por los hijos de príncipes y condes, se consideraba muy por encima de todos los demás. Al fin y al cabo, también Hitler tenía un entorno de íntimos que iba con él a todas partes y que siempre estaba compuesto por las mismas personas: chóferes, fotógrafo, piloto y secretarios.
Si bien Hitler unía políticamente estos círculos tan diversos, un año después de la toma del poder Himmler, Göring o Hess no estaban presentes en sus comidas o en sus proyecciones lo bastante a menudo para que se pudiera hablar de una sociedad del nuevo régimen. Y cuando acudían, su interés estaba tan concentrado en Hitler y en su favor que no se llegaban a producir contactos con los otros grupos.
Es cierto que Hitler tampoco fomentaba la cohesión social del grupo dirigente. Cuando, posteriormente, la situación se hizo cada vez más crítica, tendió a observar con mayor desconfianza aún los distintos intentos de aproximación. Sólo cuando todo hubo terminado, y estando en cautividad, los líderes de estos microcosmos cerrados que lograron sobrevivir se reunieron por primera vez en un hotel de Luxemburgo, aunque hay que admitir que lo hicieron a la fuerza.
En la época de la que hablo, Hitler se ocupaba poco de los asuntos estatales o del Partido mientras estaba en Munich, menos todavía que cuando se hallaba en Berlín o en el Obersalzberg. Por lo general, sólo disponía de una o dos horas al día para las consultas. La mayor parte del tiempo lo empleaba en vagabundear y deambular por obras en construcción, estudios, cafés y restaurantes, mientras dirigía largos monólogos siempre al mismo entorno, que ya conocía demasiado bien unos temas que eran siempre los mismos y que hacía esfuerzos para ocultar su aburrimiento.
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Después de pasar dos o tres días en Munich, Hitler solía ordenar que se preparara el viaje hacia la «montaña». Recorríamos las polvorientas carreteras secundarias en varios coches descapotables. La autopista de Salzburgo, cuya construcción tenía carácter preferente, aún no estaba terminada. Solíamos tomar el almuerzo, consistente en un nutritivo pastel al que Hitler casi nunca podía resistirse, en una posada rural de Lambach, a orillas del Chiemsee. A continuación, los ocupantes del segundo y el tercer automóvil seguían tragando polvo dos horas más, pues la columna marchaba bastante cerrada. Después de Berchtesgaden seguíamos por una empinada carretera de montaña llena de baches hasta que por fin llegábamos a la pequeña y acogedora casa de madera que Hitler tenía en el Obersalzberg, de tejado llamativo y modestas habitaciones: un comedor, una pequeña sala de estar y tres dormitorios. Los muebles procedían de la época del patrioterismo decimonónico alemán y daban a la vivienda un aire de pequeña burguesía acomodada. Una jaula dorada con un canario, un ficus y un cacto contribuían a reforzar esta impresión. Había objetos de gusto dudoso decorados con esvásticas, símbolo que también figuraba en varios cojines bordados por sus seguidoras, combinado a veces con un amanecer o con la leyenda «fidelidad eterna». Hitler, embarazado, me decía:
—Ya sé que estas cosas no son bonitas; de hecho, la mayoría son regalos. Pero no quiero desprenderme de ellas.
No tardaba en salir de su dormitorio ataviado con una ligera chaqueta bávara de lino celeste, combinada con una corbata amarilla, en vez de su americana. Por lo general, comenzaba a hablar enseguida de sus planes constructivos.
Al cabo de unas horas llegaba un pequeño Mercedes cerrado con sus dos secretarias, la señorita Wolf y la señorita Schröder. Solían venir acompañadas de una sencilla muchacha muniquesa, más agradable que bonita, de apariencia modesta. Nada hacía pensar que pudiera tratarse de la amante de un soberano: Eva Braun.
Aquel coche cerrado no podía ir jamás en la columna oficial, pues no debía ser relacionado con Hitler. Al mismo tiempo, las secretarias que viajaban en él servían para encubrir la llegada de la amante. Me sorprendió que Hitler y ella evitaran hacer cualquier cosa que pudiera revelar una relación íntima…, para después, ya entrada la noche, terminar subiendo juntos al dormitorio. Nunca he comprendido la razón de mantener las distancias de una forma tan inútil y forzada incluso en aquel círculo íntimo, para el que no podía pasar inadvertida su relación.
Eva Braun adoptaba una actitud distante con todas las personas del entorno de Hitler. Yo tampoco fui una excepción, aunque su conducta hacia mí se transformó con el paso de los años. Cuando nos conocimos más a fondo, me di cuenta de que su reserva, que muchos interpretaban como arrogancia, no era sino timidez: sabía perfectamente lo equívoca que era su posición en la corte de Hitler.
En nuestros primeros años de relación, Hitler vivía solo en la casa con Eva Braun, un asistente y un criado. Los cinco o seis invitados, entre ellos Martin Bormann y el jefe de prensa del Reich, Dietrich, así como las dos secretarias, nos alojábamos en una pensión cercana.
La elección del Obersalzberg como lugar de residencia parecía hablar del amor de Hitler por la naturaleza. Sin embargo, en eso me equivocaba. Aunque muchas veces admiraba la belleza de alguna vista, solía atraerlo más el poder de los abismos que la agradable armonía de un paisaje. Puede que sintiera más de lo que expresaba. Me llamó la atención que las flores no le gustaran demasiado; las valoraba sobre todo como elemento decorativo. Cuando hacia 1934 una delegación de la organización femenina de Berlín quiso recibir a Hitler en la estación de Anhalt y entregarle un ramo de flores, la jefa de la delegación llamó por teléfono a Hanke, secretario del ministro de Propaganda, para averiguar cuál era la flor preferida de Hitler. Hanke me dijo:
—He telefoneado a todo el mundo, he preguntado a los asistentes, y nada. ¡No tiene ninguna flor favorita!— Tras reflexionar un momento, prosiguió: —¿Qué opina usted, Speer? ¿Y si decimos que es el edelweiss? Creo que eso será lo mejor. Por una parte, es poco corriente, y además procede de las montañas de Baviera. ¡Diremos que es esta, y asunto concluido!
Desde aquel momento, el edelweiss fue oficialmente la «flor del
Führer
». Esto demuestra con cuánta independencia actuaba a veces la propaganda del Partido al configurar la imagen de Hitler.
Hitler hablaba a menudo de las grandes excursiones de montaña que, según decía, había realizado en otros/ tiempos. Bien es verdad que habrían sido insignificantes para un alpinista. No le gustaban el montañismo ni el esquí alpino:
—¿Cómo puede haber alguien que encuentre placer en prolongar artificialmente el espantoso invierno quedándose en las alturas?
Su aversión por la nieve se puso de manifiesto una y otra vez mucho antes de la catastrófica campaña de invierno de 1941-1942.
—Si por mí fuera, prohibiría esta clase de deporte, pues provoca muchos accidentes. Pero estos locos son la cantera de las tropas de montaña.
De 1934 a 1936, Hitler todavía daba largos paseos por los senderos públicos de montaña, acompañado de sus invitados y de dos o tres funcionarios de policía, vestidos de paisano, que pertenecían a su escolta. Eva Braun podía acompañarlo en estos paseos, aunque sólo junto a las dos secretarias, al final de la columna.
Ser llamado por Hitler a la cabeza de la columna era considerado un privilegio, aunque la conversación con él fluía con mucha lentitud. Al cabo de aproximadamente media hora, Hitler cambiaba de compañero:
—¡Tráigame al jefe de prensa!
Y el acompañante debía reunirse con los demás. La excursión se hacía a paso vivo. Muchas veces nos encontrábamos a otros paseantes, que se detenían al borde del camino y saludaban a Hitler con veneración. A veces, sobre todo las mujeres, hacían acopio de valor y le hablaban, y él les respondía con algunas palabras amables.
A veces la meta era el Hochlenzer, una pequeña posada de montaña, o bien el Scharitzkehl, a una hora de camino, donde se podía beber cerveza o un vaso de leche en sencillas mesas de madera al aire libre. Muy raramente las excursiones eran más largas. Una vez hicimos una con el capitán general Von Blomberg, general en jefe de la Wehrmacht. Tuvimos que mantenernos a una cierta distancia, y supusimos que hablaban sobre todo de cuestiones militares. Cuando nos detuvimos en el claro de un bosque, Hitler ordenó a su criado que extendiera la manta en un lugar alejado del grupo y se tendió en ella con el capitán general. La imagen parecía pacífica y no resultaba nada sospechosa.
En una ocasión fuimos en coche hasta el Königsee y desde allí, en una barca motora, a la península de Bartholomä; otro día hicimos una excursión de tres horas hasta el Königsee, pasando por el Scharitzkehl. El último tramo tuvimos que hacerlo sorteando a los numerosos paseantes, atraídos por el buen tiempo. Al principio casi nadie reconoció a Hitler, que llevaba su traje rural bávaro, ya que no imaginaban que estuviera entre los caminantes. Sólo poco antes de llegar a nuestra meta, la hospedería Schiffmeister, se formó una gran aglomeración de entusiastas que poco a poco habían comprendido con quién se habían tropezado y siguieron a nuestro grupo muy excitados. Logramos alcanzar la puerta de la hospedería, precedidos a toda prisa por Hitler, cuando la creciente multitud estaba a punto de rodearnos. Permanecimos sentados ante un café y un trozo de pastel mientras la gran plaza se iba llenando. Hitler no subió al coche descapotable hasta que llegaron refuerzos de la escolta. De pie junto al chófer sobre el asiento delantero plegado, con la mano izquierda apoyada en el parabrisas, pudieron verlo incluso los que se encontraban más lejos. En tales momentos, el entusiasmo se volvía frenético; la larga espera se había visto premiada por fin. El automóvil iba precedido por dos hombres de la escolta y flanqueado por otros seis, tres a cada lado, mientras el vehículo se abría camino despacio entre la gente. Como casi siempre, yo iba en el asiento plegable, justo detrás de Hitler, y nunca olvidaré aquella explosión de júbilo, la embriaguez que expresaban tantísimos rostros. En sus primeros años de gobierno, estas escenas se repetían en cualquier sitio al que Hitler llegara o en el que tuviera que estacionar un rato el coche. No las provocaba la manipulación retórica de las masas, sino que era única y exclusivamente el efecto de su presencia. Mientras que por lo general los distintos individuos que formaban la multitud sólo sucumbían unos segundos a aquellos transportes, Hitler estaba expuesto a ellos de continuo. En aquel tiempo me parecía admirable que, a pesar de ello, mantuviera la naturalidad en sus relaciones personales.
Quizá resulte comprensible: también yo me sentía arrastrado por aquellos raptos de veneración. Pero aún me subyugaba mucho más hablar, minutos u horas después, con el ídolo de un pueblo para discutir respecto a los planos, sentarme a su lado en el teatro o comer con él ravioli en el Osteria. Era este contraste el que me sometía.