Durante los días que duró el Congreso del Partido en Nuremberg fue prácticamente imposible ver a Hitler en privado. Se retiraba para preparar sus discursos, o bien visitaba alguna de las numerosas celebraciones. Le producía especial satisfacción que cada año aumentara el número de visitantes y delegaciones del extranjero, sobre todo cuando procedían de los países del Occidente democrático. Se hacía decir sus nombres durante los apresurados almuerzos y disfrutaba del creciente interés hacia la exhibición que la Alemania nacionalsocialista hacía de sí misma.
Los días de Nuremberg fueron también duros para mí, porque debía ocuparme de preparar todos los edificios a los que Hitler fuera a acudir durante el Congreso. Como «decorador jefe», tenía que procurar que todo estuviera a punto poco antes del comienzo del acto, y después debía dirigirme a toda prisa a ultimar el siguiente. En aquella época sentía gran afición por las banderas y las utilizaba siempre que podía; permitían introducir una nota de color en la arquitectura de piedra. Me di cuenta de que la bandera con la esvástica diseñada por Hitler se adaptaba mucho mejor al uso arquitectónico que la bandera dividida en tres franjas de color. Seguramente no se adecuaba del todo a su soberana dignidad que la empleara como objeto decorativo, para resaltar el ritmo de las fachadas o para cubrir desde el alero hasta la acera los feos edificios de la época de la fundación del Segundo Reich, ni que le añadiera un borde dorado para realzar aún más el efecto del color rojo. Pero yo lo veía con ojos de arquitecto. Organicé singulares orgías de banderas en las estrechas calles de Goslar y Nuremberg tendiéndolas desde las casas de un lado de la calle a las de enfrente y uniéndolas una con otra, lo que hacía casi imposible contemplar el cielo.
Debido a aquella actividad, me perdí todos los mítines de Hitler, salvo sus «discursos culturales», que él mismo consideraba la cumbre de su oratoria y que solía preparar en el Obersalzberg. En aquella época admiraba esos discursos, no tanto, pensaba yo, por su brillantez retórica como por su meditado contenido, por su nivel. Una vez en Spandau me propuse releerlos después de mi encierro, pues creía poder encontrar en ellos algo de mi antiguo mundo que no me repeliera. Sin embargo, mis esperanzas se vieron defraudadas. Aquellos discursos, que en el pasado habían significado tanto para mí, me resultaban carentes de contenido y de tensión, planos e inútiles. Dejaban ver con claridad el afán de Hitler por adecuar el concepto de cultura, invirtiendo sensiblemente su sentido, a sus propios objetivos de poder. Me resultó incomprensible que en su día aquellos discursos me hubieran impresionado tanto. ¿Qué había pasado?
Tampoco me perdía nunca la inauguración de los congresos del Partido, que comenzaban con la interpretación de
Los maestros cantores
por la orquesta de la Ópera de Berlín bajo la dirección de Furtwängler. Cabría imaginar que aquellas noches de gala, sólo comparables a las de Bayreuth, estarían concurridísimas. Más de mil personalidades del Partido recibían entradas e invitaciones, pero parece ser que preferían informarse sobre la calidad de la cerveza de Nuremberg o del vino de Franconia. Es probable que todos ellos contaran con que los demás cumplirían con su deber de miembros del Partido y se tragarían la sesión de ópera. De hecho, es un mito que los líderes del Partido fueran amantes de la música. Al contrario, en general eran tipos bastos, anodinos, tan poco aficionados a la música clásica como al arte y a la literatura. Ni siquiera los escasos representantes del mundo intelectual que había en la capa dirigente, como Goebbels, asistían a los conciertos que ofrecía regularmente la Filarmónica de Berlín bajo la batuta de Furtwängler. El ministro de Interior, Frick, era la única personalidad a la que se podía encontrar allí. El propio Hitler, que parecía entusiasmarse por la música, no acudió a los conciertos de la Filarmónica de Berlín más que en contados actos oficiales a partir de 1933.
Por todo lo dicho, resulta comprensible que el Teatro de la Ópera de Nuremberg estuviera casi vacío cuando aquel año Hitler ocupó el palco central para asistir a la representación de
Los maestros cantores
. Hitler reaccionó con gran enojo, pues, según decía, no había nada más ofensivo ni más molesto para un artista que tocar en un local vacío. Hitler envió a varias patrullas a buscar a los altos cargos del Partido por las cervecerías y bodegas, con el encargo de traerlos acto seguido al Teatro de la Ópera; aun así, no se logró llenar la sala. Al día siguiente corrieron chistes entre los mandos de la organización sobre cómo y dónde habían sido atrapados los ausentes.
En consecuencia, al año siguiente Hitler ordenó a todos los líderes del Partido poco aficionados al teatro que asistieran a la representación. Aparecieron con aire de aburrimiento, y muchos de ellos fueron visiblemente vencidos por el sueño. Además, en opinión de Hitler la tibieza de los aplausos no respondió a la espléndida ejecución de la obra. Por tanto, a partir de 1935 la poco artística masa del Partido fue sustituida por un público civil que hubo de pagar un elevado precio por las entradas. El «ambiente» imprescindible para el artista y el aplauso exigido por Hitler no se lograron hasta entonces.
Era ya muy tarde cuando acababa los preparativos y regresaba a mi alojamiento en el hotel Deutscher Hof, reservado al Estado Mayor de Hitler y a los jefes nacionales y regionales. En el restaurante del hotel encontraba siempre a un grupo de veteranos que alborotaban y bebían como cosacos, y que hablaban en voz alta de la traición del Partido a los principios revolucionarios y a los trabajadores. A pesar de que aquellos disidentes sólo recuperaban su viejo espíritu revolucionario bajo el influjo del alcohol, permitían ver que las ideas de Gregor Strasser, que había dirigido el ala anticapitalista del NSDAP, continuaban vigentes, aunque reducidas a una forma de hablar.
En el Congreso del Partido de 1934 tuvo lugar por primera vez un simulacro de combate en presencia de Hitler, que aquella misma noche visitó de manera oficial el campamento militar. En la guerra había sido cabo, y pareció encontrarse de nuevo en un mundo que le era familiar. Se mezcló con los círculos reunidos alrededor de las hogueras del campamento, y los soldados pronto lo rodearon e intercambiaron bromas con él. Hitler regresó muy satisfecho de la inspección y durante la breve comida nos contó más de un interesante detalle.
En cambio, el Alto Mando del Ejército de Tierra no se mostró entusiasmado en absoluto. Su asistente, Hossbach, habló de la «falta de disciplina» de los soldados, que habían olvidado la posición de revista que tenían órdenes de mantener frente al jefe del Estado, e insistió en impedir al año siguiente tales familiaridades, pues eran contrarias a su dignidad. En privado, Hitler se mostró enojado por la crítica, pero dispuesto a ceder. Me quedé sorprendido por su discreción casi desamparada cuando se vio enfrentado a aquellas exigencias. Sin embargo, posiblemente se sintió constreñido por la actitud de prudencia que mantenía frente a la Wehrmacht y por la poca confianza que tenía todavía en sí mismo como jefe del Estado.
Durante los preparativos del Congreso del Partido me encontré con una mujer que ya me había impresionado durante mi época de estudiante: Leni Riefenstahl, estrella o directora de conocidas películas de montañismo y esquí. Hitler le había encargado la realización de una película del Congreso. Aun siendo la única mujer con un cargo oficial en el engranaje del Partido, muchas veces se mostró contraria a su organización, que al principio llegó a estar cerca de desencadenar una revuelta contra ella. Para los jefes políticos de un movimiento tradicionalmente hostil a las mujeres, la seguridad en sí misma de Leni Riefenstahl, que manejaba sin miramientos aquel mundo de hombres para lograr sus fines, constituía una verdadera provocación. Se urdieron intrigas y se hicieron llegar hasta Hess rumores difamantes con el fin de hacerla caer. No obstante, los ataques cesaron después de la primera película del Congreso del Partido, que también convenció a aquellos de entre los más cercanos a Hitler que hasta entonces habían dudado de las cualidades cinematográficas de la directora.
Cuando me encontré con ella, Leni sacó un amarillento recorte de periódico de una cajita:
—Cuando, hace tres años, reformó usted la Jefatura Regional, recorté su fotografía del periódico, aunque no lo conocía.
Cuando le pregunté perplejo por qué lo había hecho, me respondió:
—Pensé entonces que, con esa cabeza, podría usted tener algún papel… En una de mis películas, naturalmente.
Por lo demás, recuerdo que las tomas cinematográficas de una de las solemnes reuniones del Congreso del Partido de 1935 se echaron a perder. A propuesta de Leni Riefenstahl, Hitler ordenó que las escenas se repitieran en un estudio. Dispuse el escenario, que representaba una sección de la sala del congreso, así como el podio y el estrado de los oradores, en uno de los grandes estudios cinematográficos de Berlín-Johannistal, se instalaron los focos y el equipo de filmación comenzó a trabajar con gran ajetreo… Al fondo del estudio se podía ver a Streicher, Rosenberg y Frank caminando de un lado a otro con sus manuscritos y memorizando sus papeles con aplicación. Entonces llegó Hess y se le pidió filmarlo a él primero. Igual que cuando se hallaba ante los treinta mil oyentes del Congreso del Partido, alzó solemnemente el brazo y con su énfasis característico, que le daba un aire de sincera emoción, se volvió justo hacia el lugar en el que Hitler no estaba y, en actitud de extrema firmeza, exclamó:
—
Mein Führer
, le saludo en nombre del Congreso del Partido. El Congreso continúa. ¡Habla el
Führer
!
Mientras actuaba mostraba una expresión tan convincente que a partir de aquel momento dudé de la autenticidad de sus sentimientos. También los otros tres interpretaron su papel en el vacío de la sala cinematográfica y demostraron ser actores de gran talento. Yo me sentí bastante confuso. A la señora Riefenstahl, en cambio, aquellas tomas le parecieron mejores que las originales.
Es verdad que yo ya admiraba la técnica con la que Hitler, por ejemplo, iba tanteando el terreno durante sus discursos, hasta encontrar la frase precisa con la que provocaría el primer y estruendoso aplauso. Tampoco ignoraba el aspecto demagógico de los mítines, al que yo mismo contribuía con mis decorados. Pero hasta aquel momento había pensado que los sentimientos con que los oradores suscitaban el entusiasmo general eran verdaderos, y me sorprendió mucho ver que todo el arte de hechizar a las masas podía representarse de forma «auténtica» aunque no hubiera público.
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Para las obras de Nuremberg me rondaba por la cabeza una síntesis entre el clasicismo de Troost y la sencillez de Tessenow. Yo la consideraba neoclásica, pues creía haberla derivado del estilo dórico. Me engañaba a mí mismo al querer olvidar que lo que aquellas obras tenían que representar era un escenario monumental, como el que ya se había intentado construir mucho antes, si bien con medios más modestos, en el parisino Campo de Marte durante la Revolución Francesa. Las categorías «clásico» y «sencillo» apenas podían conciliarse con las dimensiones gigantescas que empleé en Nuremberg. A pesar de ello, aquel proyecto sigue siendo el que más me gusta, comparado con otros muchos que hice para Hitler más adelante y que resultaron considerablemente más pretenciosos.
Movido por mi afición al mundo dórico, en mi primer viaje al extranjero, en mayo de 1935, no me dirigí a Italia, para contemplar los palacios del Renacimiento y las colosales obras romanas, a pesar de que allí habría podido encontrar mucho antes mis modelos de piedra, sino a Grecia, lo cual resulta revelador sobre mi forma de ver las cosas en aquella época. Mi esposa y yo buscamos en este país sobre todo los testimonios del mundo dórico y, en una experiencia que nunca olvidaré, nos sentimos profundamente impresionados por el reconstruido estadio de Atenas. Cuando, dos años después, tuve que diseñar un estadio, adopté la forma de herradura del ateniense.
Me pareció que los monumentos de Delfos revelaban la rapidez con que las riquezas procedentes de las colonias jonio-asiáticas hicieron que degenerara la pureza del arte griego. ¿Demuestra esta evolución hasta qué punto es receptiva una elevada conciencia artística y lo insignificantes que son las fuerzas que se requieren para transformar la representación ideal hasta volverla ir reconocible? Hacía esta clase de reflexiones sin la menor preocupación. Me parecía que mis propios trabajos evitaban tales riesgos.
A nuestro regreso, en junio de 1935, quedó terminada mi propia casa, emplazada en Berlín-Schlachtensee: una pequeña construcción provista de comedor, sala de estar y los dormitorios imprescindibles, en un total de 125 m
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de superficie habitable; era una oposición consciente a la costumbre cada vez más extendida entre la élite del Reich de trasladarse a villas gigantescas o apropiarse palacios. Queríamos evitar la ostentación y el rígido carácter oficial que llevaban a un lento e irremediable proceso de «petrificación» de la vida privada.
Por otra parte, tampoco habría podido construir nada mayor, pues carecía de medios para hacerlo. Mi casa costó setenta mil marcos; para reunirlos, mi padre tuvo que poner a mi disposición una hipoteca de treinta mil. Mis recursos económicos eran escasos, a pesar de que trabajaba como arquitecto profesional para el Partido y el Estado, puesto que, llevado por un impulso de entrega idealista, había renunciado a cobrar honorarios por ninguna de mis obras.
Esa actitud chocó con la incomprensión general. Un día en Berlín, Göring, que se hallaba de un humor inmejorable, me dijo:
—Bueno, señor Speer, ahora tiene mucho trabajo. Ganará también un buen montón de dinero.— Cuando respondí negativamente, me miró sin comprender.— Pero ¿qué dice? ¿Un arquitecto tan ocupado como usted? Pues yo le hacía unos cientos de miles de marcos al año. Esos ideales suyos son una estupidez. ¡Tiene que ganar dinero!
A excepción de las obras de Nuremberg, por las que percibí mil marcos mensuales, en lo sucesivo cobré los honorarios profesionales que me correspondían como arquitecto. A pesar de eso, tuve la precaución de no perder mi independencia profesional convirtiéndome en funcionario. Yo sabía que Hitler tenía más confianza en los arquitectos independientes. Sus prejuicios contra los funcionarios se manifestaban incluso en este aspecto. Al final, mi fortuna alcanzaba aproximadamente el millón y medio de marcos, y el Reich aún me debía otro millón que no cobré jamás.