Sin embargo, permitió que se resarciera al profesor encargándole una obra.
Pocos meses después tuve que levantar un campamento de barracones para los obreros de la autopista recién iniciada. Hitler puso reparos a los alojamientos utilizados hasta entonces y quiso que yo le presentara un modelo tipo para todos los campamentos. Provistos de espacios decentes para cocina, lavabos y duchas, una sala de esparcimiento y cabinas de dos camas, no hay duda de que eran mucho mejores que los habituales alojamientos de obra. Hitler se preocupó de aquella construcción modelo hasta el menor detalle y me pidió que le informara de la reacción de los trabajadores. Así era como yo me había imaginado al caudillo nacionalsocialista.
Mientras se reformaba su residencia oficial, Hitler vivió en la de su secretario de Estado, Lammers, en el último piso de la Cancillería. Yo comía o cenaba allí a menudo. Por las noches solía hallarse presente el personal que lo acompañaba siempre: Schreck, su chófer desde hacía muchos años; el comandante de la Escolta de las SS de Hitler, Sepp Dietrich; el jefe de prensa, doctor Dietrich; los dos asistentes, Brückner y Schaub, así como Heinrich Hofmann, el fotógrafo de Hitler. La mesa estaba casi siempre llena, pues era sólo para diez personas. En cambio, solían acudir a las comidas del mediodía viejos compañeros de lucha muniqueses, como Amann, Schwarz y Esser, o el jefe regional Wagner; muchas veces estaba también Werlin, director de la filial de Daimler-Benz en Munich y proveedor de los automóviles de Hitler. Los ministros parecían presentarse en muy contadas ocasiones; vi tan poco a Himmler como a Röhm o a Streicher, y con más frecuencia a Goebbels y a Göring. Ya entonces estaban excluidos los funcionarios que trabajaban en la Cancillería. Así, por ejemplo, llamaba la atención que ni siquiera Lammers fuera invitado nunca, a pesar de que se trataba de su casa; seguramente había muy buenas razones para ello.
Y es que en aquel círculo Hitler glosaba con frecuencia los acontecimientos del día. No se trata de que hiciera grandes discursos, sólo era su forma de terminar el trabajo. Le gustaba relatar cómo había conseguido librarse de la burocracia, que amenazaba con dominarlo en sus actividades como canciller del Reich:
—Durante las primeras semanas tuve que ocuparme hasta de la menor pequeñez. Todos los días encontraba sobre la mesa montones de expedientes que nunca disminuían, aunque trabajara sin parar. ¡Hasta que corté radicalmente con aquella insensatez! De haber seguido así, no habría logrado resultados positivos, porque, sencillamente, no me dejaban tiempo para reflexionar. Cuando me negué a examinar tanto expediente, me dijeron que eso demoraría decisiones importantes. Pero era la única manera de poder pensar en las cosas importantes que dependen de mí. Debo ser yo quien determine por dónde tienen que ir las cosas, y no los funcionarios quienes decidan lo que tengo que hacer.
A veces también hablaba de sus viajes:
—Schreck era el mejor conductor que podía imaginar y nuestro coche alcanzaba los ciento setenta. Viajábamos siempre a gran velocidad. Sin embargo, en los últimos años le he ordenado a Schreck que no pase de ochenta. ¡Es imposible imaginar lo que ocurriría si me pasara algo! Nos divertía especialmente acosar a los grandes coches americanos. Nos quedábamos detrás de ellos hasta que los heríamos en su amor propio. En comparación con los Mercedes, estos coches americanos son una verdadera porquería. Su motor no lo aguantaba, enseguida empezaba a fallar, y al final se veían obligados a parar en la cuneta con la cara muy larga. ¡Les estaba bien empleado!
Por las noches solía montarse un primitivo proyector para pasar, después del noticiario semanal, uno o dos largometrajes. En los primeros tiempos, los criados no sabían manejar bien el aparato. Con frecuencia aparecía la figura cabeza abajo, o se rompía la película; en aquella época, Hitler lo aceptaba con más benevolencia que sus asistentes, quienes disfrutaban demostrando a sus inferiores el poder que les otorgaba su jefe.
Hitler hablaba con Goebbels para elegir las películas, que por lo general eran las mismas que se proyectaban en los cines de Berlín. Las prefería ligeras, de amor o comedias. También había que conseguir lo antes posible las películas en que intervinieran Jannings y Rühmann, Henny Porten, Lil Dagover, Olga Chekova, Zarah Leander o Jenny Jugo. Las películas musicales que enseñaran mucha pierna tenían su entusiasmo asegurado. Veíamos a menudo producciones extranjeras, incluso las que le estaban negadas al público alemán. En cambio, no había casi ninguna deportiva ni de montañismo, ni documentales sobre animales o paisajes, o que hablaran de países extranjeros. Hitler tampoco tenía ningún interés en las películas cómicas que a mí me gustaban, como las de Buster Keaton o Charlie Chaplin. La producción alemana no bastaba ni con mucho para suministrar las dos nuevas películas que se necesitaban cada día, por lo que muchas se proyectaban varias veces. Significativamente, nunca se repetían las de argumento trágico, pero sí las que eran muy espectaculares ó aquellas en que aparecían sus actores favoritos. Hitler mantuvo esa forma de seleccionar las películas y la costumbre de ver una o dos cada noche hasta el comienzo de la guerra.
Durante una de las comidas celebradas en invierno de 1933, yo me sentaba al lado de Göring, quien preguntó:
—¿Está haciendo Speer su vivienda,
mein Führer
? ¿Es él su arquitecto?
Aunque yo no lo era, Hitler dijo que sí.
—Entonces permítame que reforme también mi casa.
Hitler dio su consentimiento y Göring, después de comer, sin preocuparse lo más mínimo de lo que yo tuviera que hacer, me metió en su gran descapotable para llevarme a su casa como si fuese un valioso trofeo de caza. Había escogido para instalarse la antigua sede oficial del ministro prusiano de Comercio, situada en uno de los parques que se extendían detrás de Leipziger Platz; un palacio que el Estado prusiano había levantado sin reparar en gastos antes de 1914.
Hacía sólo unos meses que la vivienda había sido reformada a lo grande siguiendo las indicaciones del propio Göring y utilizando dinero del Estado prusiano. Al inspeccionarla, Hitler había dicho con desdén:
—¡Qué oscuridad! ¿Cómo se puede vivir en un sitio tan oscuro? Compárelo usted con el trabajo de mi profesor: ¡todo luminoso, claro y sencillo!
En efecto, lo que encontré fue un romántico laberinto de pequeñas habitaciones provistas de sombrías vidrieras, tapizadas de pesado terciopelo y equipadas con toscos muebles de estilo renacentista. Había una especie de capilla bajo el signo de la esvástica, y el nuevo símbolo se encontraba también en los techos, paredes y suelos de toda la casa. Parecía como si constantemente tuvieran que ocurrir allí toda clase de acontecimientos trágicos y solemnes.
Era típico de aquel sistema, que en eso se debía de parecer a todas las sociedades autoritarias, que la crítica de Hitler determinara la actuación de Göring, quien renunció en el acto a la decoración que acababa de terminar y en la que seguramente se habría sentido muy a gusto, pues se adecuaba a su manera de ser:
—No hace falta que respete nada de esto; no quiero volver a verlo. Haga usted lo que quiera, le encargo a la obra; pero tiene que quedar como la del
Führer
.
Fue un encargo magnífico: como sucedía siempre en el caso de Göring, el dinero no tenía ninguna importancia. Hice derribar varios tabiques para convertir en cuatro habitaciones los numerosos cuartos de la planta baja. La mayor de ellas, su despacho, medía unos 140 m
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casi como el de Hitler. Se añadió al conjunto un anexo ligero construido con una estructura de bronce acristalada. El bronce era un bien escaso que se comercializaba como tal, y su empleo abusivo se castigaba con penas muy duras; pero eso no afectó a Göring lo más mínimo. Estaba entusiasmado y en las inspecciones estaba contento, resplandeciente como un niño el día de su cumpleaños, e iba frotándose las manos y riendo.
Los muebles de Göring se correspondían con su corpulencia. Tenía un viejo y enorme escritorio renacentista y una butaca cuyo respaldo sobresalía muy por encima de su cabeza; probablemente se tratara del trono de un antiguo soberano. Hizo colocar en la mesa del despacho dos candelabros de plata con grandes pantallas de pergamino, además de una gran fotografía de Hitler: como el original que este le había regalado no le pareció lo bastante imponente, lo hizo ampliar varias veces, y todos sus visitantes se maravillaban por aquel honor especial, pues en los círculos gubernamentales y del Partido se sabía que la fotografía que Hitler regalaba a sus paladines, en un marco de plata diseñado especialmente por la señora Troost, era siempre del mismo tamaño.
Se colgó un cuadro de grandes dimensiones en el vestíbulo, cerca del techo para dejar sitio a las aberturas que requería una sala de proyecciones situada en la habitación contigua. El cuadro me era familiar. En efecto, después me enteré de que Göring, con su habitual resolución, había ordenado a «su» director prusiano del Kaiser-Friedrich-Museum que hiciera llevar a su casa la célebre pintura de Rubens
Diana en la caza del ciervo
, una de las principales obras maestras del museo.
Durante la reforma, Göring habitó en el edificio de enfrente, el palacio del presidente del Reichstag, una construcción del principio del siglo XX con fuertes reminiscencias de un pretencioso rococó. Era allí donde tenían lugar nuestras conversaciones respecto a su sede definitiva. Solía hallarse presente uno de los directores de la refinada Asociación de Talleres, el señor Päpke, un caballero mayor, de pelo gris, deseoso de agradar a Göring, aunque se sentía intimidado por la forma seca y rotunda con que este acostumbraba tratar a sus subordinados.
Un día estábamos con Göring en una habitación cuyas paredes, decoradas en el estilo neorrococó de la época guillermina, estaban cubiertas de arriba abajo de rosas en bajorrelieve: aquello era horroroso. Incluso Göring lo sabía cuando comenzó a preguntar:
—¿Qué le parece esta decoración, señor director? No está mal, ¿verdad?
En lugar de contestar «es horrible», el viejo caballero se sintió inseguro y, no queriendo ponerse a mal con su elevado patrón y cliente, dio una respuesta evasiva. Göring se olió al instante la ocasión de hacer una broma y me guiñó un ojo para obtener mi complicidad:
—Pero, señor director, ¿no le gusta esto? Mi deseo es que usted me decore de esta forma todas las habitaciones. Ya lo hemos hablado, ¿no es verdad, señor Speer?
—Sí, naturalmente, los diseños ya están en marcha.
—Bueno, pues ya lo ve, señor director, este va a ser nuestro nuevo estilo. Estoy seguro de que le gusta.
El director apartó la cara, su conciencia artística hizo que la frente se le perlara de sudor y la perilla le temblaba de nerviosismo. Ahora a Göring se le había metido en la cabeza obligar al anciano a pronunciarse:
—Vamos a ver, ahora fíjese con atención en esta pared. Vea lo maravillosamente bien que trepan las rosas, como en una rosaleda al aire libre. ¿Y no es usted capaz de entusiasmarse por algo así?
—Claro que sí, claro que sí —opinó tímidamente el hombre, desesperado.
—Usted, como prestigioso entendido en arte, tendría que estar entusiasmado con una obra como esta. Dígame, ¿no lo encuentra precioso?
Göring continuó con el juego hasta que el director cedió y simuló el entusiasmo que se le exigía.
—¡Así son todos!—exclamó después Göring, lleno de desprecio.
En efecto: así eran todos, y entre ellos también había que contar al propio Göring, quien, durante las comidas en casa de Hitler, no cesaba de contar lo clara y amplia que iba a ser su vivienda, «exactamente como la suya,
mein Führer
».
Si Hitler hubiese ordenado poner rosas trepadoras en las paredes de sus habitaciones, también Göring las habría exigido.
• • •
Así, en invierno de 1933, es decir, sólo unos meses después de aquella primera comida en casa de Hitler, fui acogido en su círculo más íntimo. Aparte de mí, eran muy pocos los que recibían tal trato de preferencia. No había duda de que yo era del especial agrado de Hitler, aunque soy reservado y poco hablador por naturaleza. Muchas veces me he preguntado si proyectó en mí su frustrado sueño juvenil de convertirse en un gran arquitecto. Sin embargo, dado el comportamiento a menudo puramente intuitivo de Hitler, es difícil encontrar una explicación satisfactoria para su evidente simpatía.
Yo aún estaba muy lejos de mi posterior línea clasicista. Casualmente se han conservado los planos que presenté a un concurso, convocado en otoño de 1933, para la construcción de una Escuela de Mandos del NSDAP en Munich-Grünwald; en él pudieron participar todos los arquitectos alemanes. Si bien el conjunto ya quiere ser representativo y está orientado hacia un eje dominante, todavía recurre a la contención que había aprendido de Tessenow.
Hitler examinó con Troost y conmigo los planos del concurso antes de que se adjudicara. Según es norma en los concursos, los proyectos se entregaban de forma anónima. Naturalmente, el mío no salió elegido. Sólo después de haberse otorgado el premio y despejarse la incógnita, Troost destacó mi proyecto en una reunión de trabajo; y Hitler, para mi asombro, todavía recordaba perfectamente los dibujos, a pesar de que sólo los había visto durante un par de segundos entre otros cientos. Acogió en silencio el elogio de Troost; probablemente vio claro entonces que yo aún estaba muy lejos de ser el arquitecto que él imaginaba.
Hitler iba a Munich cada dos o tres semanas, y se hizo habitual que yo lo acompañara. Solía ir directamente desde la estación al estudio del profesor Troost. En el tren, Hitler hablaba con gran animación de los dibujos que el «profesor» tendría concluidos:
—Habrá modificado el plano de la planta baja de la Haus der Kunst. Tenía que hacer algunas mejoras… ¿Estarán ya diseñados los detalles del comedor? Luego quizá podamos ver los bocetos de las esculturas de Wackerle.
El estudio se hallaba en un descuidado patio trasero de la Theresienstrasse, no lejos de la Escuela Técnica Superior. Había que subir dos pisos por una escalera desnuda, sin pintar desde hacía años. Troost, consciente de su posición, nunca salía a recibir a Hitler a la escalera ni lo acompañaba cuando se marchaba. Hitler lo saludaba en la antesala:
—Me muero de impaciencia, señor profesor. Muéstrenos las novedades.