Albert Speer (6 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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Aquella colaboración comenzó con una inspección a fondo de la residencia del canciller que realizamos Hitler, su maestro de obras y yo. Seis años después, en primavera de 1939, escribió, en un artículo sobre el estado anterior de la vivienda: «Después de la revolución de 1918, la casa se fue deteriorando gradualmente. No sólo se había podrido gran parte del tejado, sino que también los suelos estaban completamente desvencijados… Dado que mis predecesores, en general, no podían contar con durar en su cargo más de tres, cuatro o cinco meses, no se sentían obligados a eliminar la suciedad que habían dejado sus antecesores, ni a procurar que quienes los sucedieran hallaran la casa en mejor estado que ellos. No debían mantener las formas de cara al extranjero, que, de todos modos, apenas los tenía en cuenta. Así pues, el edificio se hallaba en la más completa decadencia, los techos y los suelos podridos, el papel pintado cubierto de moho, la vivienda entera impregnada de un olor prácticamente insoportable».
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Exageraba, desde luego. Sin embargo, es difícil imaginar el estado en que se hallaba la vivienda. La cocina apenas tenía luz y los fogones eran muy antiguos. Sólo había un baño en toda la casa, y la instalación, además, era de principios de siglo. También abundaban las muestras de mal gusto: puertas pintadas imitando madera natural y falsos jarrones de mármol que en realidad no eran más que recipientes de hojalata jaspeada. Hitler dijo en tono triunfal:

—Aquí se ve claramente la decadencia de la vieja República. Ni siquiera la casa del canciller del Reich puede ser mostrada a un extranjero. Yo sentiría vergüenza de recibir aquí a un solo visitante.

Durante aquella concienzuda inspección, que debió de durar unas tres horas, vimos también el desván. El administrador explicó:

—Y esta es la puerta que conduce a la casa contigua.

—¿Y eso?

—Desde aquí, recorriendo los tejados de todos los ministerios, se llega al hotel Adlon.

—¿Por qué?

—Durante los disturbios que se produjeron al instaurarse la República de Weimar se comprobó que el canciller del Reich podía quedar aislado del mundo exterior en caso de que los rebeldes cercaran la vivienda, y para evitarlo se preparó este camino.

Hitler ordenó que abrieran la puerta: efectivamente, conducía al contiguo Ministerio de Asuntos Exteriores.

—Que tapien esta puerta. Nosotros no la necesitamos.

Una vez comenzada la reforma, Hitler, seguido de un asistente, se personaba en la obra casi todos los mediodías, comprobaba los progresos y se complacía al ver las mejoras. Los numerosos albañiles pronto lo saludaron de manera informal y amistosa. A pesar de los dos hombres de las SS vestidos de paisano, que se mantenían en un discreto segundo término, todo aquello tenía algo de idílico. Se notaba que Hitler se sentía «en casa» en la obra. Al mismo tiempo, evitaba todo populismo barato.

El maestro de obras y yo lo acompañábamos en sus inspecciones. Nos hacía preguntas con seca amabilidad:

—¿Cuándo se revocará esta sala? ¿Cuándo pondrán las ventanas? ¿Han Llegado ya de Munich los planos de detalle? ¿Todavía no? Se lo preguntaré personalmente al profesor —que es como solía llamar a Troost.

Entonces inspeccionaba una nueva sala.

—Esto ya lo han revocado. Ayer todavía no lo estaba. Y esta moldura del techo es muy bonita. El profesor hace estupendamente esta clase de cosas. ¿Cuándo cree que estará todo terminado? Me corre mucha prisa. Ahora sólo dispongo de la pequeña vivienda del Secretario de Estado en el desván. Allí no puedo recibir a nadie. Resulta ridículo lo ahorrativa que era la República. ¿Ha visto usted la entrada? ¿Y el ascensor? Cualquier almacén tiene uno mejor.

Es verdad que el ascensor se atascaba de vez en cuando y sólo tenía cabida para tres personas.

Así es como se presentaba Hitler. Es fácilmente comprensible que su naturalidad me impresionara; al fin y al cabo, no era sólo el canciller del Reich, sino también el hombre que hacía que resurgiera toda Alemania; el hombre que procuraba trabajo a los parados y que ponía en marcha grandes programas económicos. Sólo mucho tiempo después, a partir de pequeños detalles, comencé a entrever que en todo ello también había una buena parte de cálculo propagandístico.

Ya lo habría acompañado unas veinte o treinta veces en sus inspecciones cuando durante una de ellas me invitó:

—¿Vendrá usted a comer hoy?

Naturalmente, aquel gesto personal e inesperado me hizo feliz, sobre todo dado que, debido a lo impersonal de su trato, nunca había contado con nada por el estilo.

Había trepado a los andamios de la obra con mucha frecuencia, pero precisamente ese día me cayó una palada de yeso en el traje. Debí de poner cara de consternación, pues Hitler me dijo:

—Venga conmigo. Ahora arreglaremos eso.

Los invitados ya lo esperaban en el apartamento. Entre ellos estaba Goebbels, quien se mostró muy sorprendido al verme aparecer en aquel círculo. Hitler me condujo a sus habitaciones, llamó a su criado y le ordenó traer su propia americana azul marino.

—Tome, póngase esto.

Entré en el comedor detrás de Hitler y me senté a su lado, en un lugar privilegiado. Era evidente que yo era de su agrado. Goebbels descubrió lo que a mí, en mi excitación, me había pasado completamente por alto.

—¡Pero si lleva usted la insignia del
Führer
! Esa americana no es suya, ¿verdad?
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Hitler respondió por mí:

—No, la americana es mía.

Durante la comida me dirigió por primera vez algunas preguntas personales. Se enteró entonces de que era el autor de los decorados de la manifestación del primero de mayo.

—Y lo de Nuremberg, ¿también lo hizo usted? ¡Pero si vino un arquitecto a enseñarme los planos! ¡Justo, era usted!… Nunca habría pensado que pudiera terminar el edificio de Goebbels en la fecha prevista.

No me preguntó si pertenecía o no al Partido. Me dio la impresión de que, cuando se trataba de artistas, eso le resultaba bastante indiferente. En cambio, quiso saber todo lo posible sobre mi origen, mi carrera como arquitecto y lo que habían construido mi padre y mi abuelo. Años después, Hitler recordó aquella invitación: —Me fijé en usted durante las inspecciones. Buscaba a un arquitecto al que algún día pudiera confiar mis planes constructivos. Tenía que ser joven, pues, como usted sabe, son planes a muy largo plazo. Necesitaba a un hombre que incluso después de mi muerte pudiera seguir trabajando con la autoridad que yo le hubiera otorgado. Ese hombre era usted.

Tras años de esfuerzos baldíos, me sentía lleno de ganas de trabajar; sólo tenía veintiocho años. Como Fausto, habría vendido mi alma por hacer un gran edificio. Ahora había encontrado a mi Mefistófeles. No me pareció menos absorbente que el de Goethe.

CAPÍTULO IV

MI CATALIZADOR

Yo era trabajador por naturaleza, pero siempre necesité un impulso especial para desplegar nuevas facultades y energías. Ahora había encontrado a mi catalizador; no podría haber tropezado con otro más poderoso. Se me exigió que diera el máximo, a un ritmo creciente y con una responsabilidad cada vez mayor.

Con ello renuncié al verdadero centro de mi vida: la familia. Atraído y acuciado por Hitler, a cuya merced había quedado, a partir de entonces viví para trabajar y dejé de trabajar para vivir. Hitler sabía cómo estimular a sus colaboradores para que lo dieran todo de sí mismos.

—El hombre se crece al perseguir los más altos objetivos —decía.

Durante los veinte años que pasé en la prisión de Spandau, me pregunté con frecuencia qué habría hecho de haber visto la auténtica cara de Hitler y la verdadera naturaleza de su poder. La respuesta es tan banal como deprimente: mi posición como arquitecto de Hitler no tardó en hacérseme imprescindible. Sin tener siquiera treinta años, ya veía ante mí las perspectivas más excitantes con que pueda soñar un arquitecto.

Además, mis ganas de trabajar me permitían no pensar en cuestiones que debería haberme planteado. En la prisa diaria se ahogaba más de una duda. Mientras escribía estas memorias, mi creciente sorpresa llegó a la consternación cuando comprobé que hasta 1944 raramente, por no decir nunca, había encontrado tiempo para reflexionar sobre mí mismo y mis actividades o para considerar el sentido de mi propia existencia. Hoy, al rememorar todo aquello, tengo a veces la sensación de que en aquella época algo me levantó del suelo, me separó de mis raíces y me sometió a toda clase de fuerzas extrañas a mí.

Tal vez lo que más me alarma ahora, al mirar hacia atrás, es que lo único que en aquel tiempo me inquietaba de vez en cuando estuviera relacionado con el camino que emprendí como arquitecto, que me alejaba de las doctrinas de Tessenow. Por el contrario, cuando oía cómo los judíos, francmasones, socialdemócratas o testigos de Jehová eran considerados presas de caza por los que me rodeaban, actuaba como si aquello no tuviera nada que ver conmigo. Me parecía que bastaba con que me abstuviera de participar en ello.

• • •

Se había convencido a los camaradas más modestos del Partido de que la política era demasiado complicada para ellos. Por consiguiente, uno se sentía siempre bajo la responsabilidad de otros y no se veía obligado a responder por la suya. Toda la estructura del sistema se dirigía a evitar los conflictos de conciencia. Eso hacía absolutamente estéril cualquier conversación y discusión entre personas de la misma ideología. Después de todo, no tenía ningún interés confirmarse mutuamente unas opiniones uniformizadas.

La exigencia expresa de limitar la responsabilidad de cada cual a su terreno era aún más peligrosa. Cada cual se movía en su propio círculo: arquitectos, médicos, juristas, técnicos, soldados o campesinos. Las asociaciones profesionales, a las que había que pertenecer obligatoriamente, recibían el nombre de cámaras (Cámara de Medicina, Cámara de Artistas), y esta denominación definía con acierto el aislamiento de la gente en esferas individuales, separadas unas de otras como por medio de muros. A medida que el sistema de Hitler se prolongaba en el tiempo, crecía el aislamiento ideológico en aquellas cámaras estancas. Si aquella práctica se hubiese mantenido durante generaciones, creo que nos habríamos convertido en una especie de seres etiquetados, incapaces de pensar por sí mismos, lo que habría conducido a la ruina del sistema. Siempre me desconcertó la contradicción que suponía el hecho de que la integración a que aspiraba la comunidad nacional proclamada en 1933 se viera negada u obstruida de ese modo. En última instancia, se trataba de una comunidad de seres aislados. Aunque hoy pueda sonar de otra forma, la frase que decía que «el
Führer
piensa y dirige» por encima de todo no era para nosotros una vacía fórmula propagandística.

Nuestra predisposición a aceptar aquel estado de cosas nos había sido transmitida desde la infancia. Nuestros principios provenían de un Estado autoritario cuya exigencia de subordinación se había acentuado a causa de las leyes de guerra. Quizá fueran esas experiencias las que nos prepararon, como les pasa a los soldados, para una forma de pensar que resurgía en el sistema de Hitler. Llevábamos la rigidez del orden en la sangre; a su lado, la liberalidad de la República de Weimar nos parecía relajada, sospechosa y de ningún modo deseable.

• • •

Para poder estar en contacto con mi contratista en todo momento, alquilé un estudio de pintor situado en la Behrenstrasse, a unos centenares de metros de la Cancillería del Reich, e instalé allí mi despacho. Mis colaboradores, que eran todos jóvenes, trabajaban desde la mañana hasta muy entrada la noche, ignorando su vida privada. La comida del mediodía solía ser sustituida por un par de bocadillos. Por fin, agotados, terminábamos nuestra jornada tomando, hacia las diez de la noche, un refrigerio en Pfälzer, una taberna cercana donde repasábamos el trabajo del día.

Con todo, los grandes encargos todavía se hicieron esperar. Hitler seguía confiándome pequeñas tareas urgentes, pues, al parecer, consideraba que mi mejor cualidad era la rapidez con que cumplía mis cometidos: las tres ventanas del despacho del anterior canciller del Reich, situado en el primer piso, daban a la Wilhemsplatz. Durante los primeros meses de 1933 era habitual que se reuniera en aquella plaza una multitud que pedía a gritos ver al
Führer
. En consecuencia, el despacho ya no servía para trabajar. En cualquier caso, a Hitler nunca le había gustado:

—¡Demasiado pequeño! Ni siquiera uno de mis colaboradores tendría bastante con estos sesenta metros cuadrados. ¿Dónde puedo sentarme aquí con un invitado oficial? ¿En aquel rincón, quizá? Y el escritorio también es demasiado pequeño.

Hitler me encargó que preparara una sala que daba al jardín para usarla como despacho. Durante cinco años se conformó con ella, aunque siempre la consideró provisional. Incluso el despacho del nuevo edificio de la Cancillería del Reich, que se construiría en 1938, le pareció pronto insuficiente. La Cancillería debía disponer antes de 1950 de un edificio definitivo, que se levantaría siguiendo sus indicaciones y de acuerdo con mis planos. En él se había previsto, para Hitler y para los que lo sucedieran a lo largo de los siglos, un salón de trabajo de 960 m
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, dieciséis veces más amplio que el de sus antecesores. Debo decir que, tras consultarlo con Hitler, adosé a aquella sala un despacho privado; volvía a medir unos sesenta metros cuadrados.

El antiguo despacho no debía volver a utilizarse para trabajar, pues Hitler quería poder salir sin estorbos al «balcón histórico» que yo había hecho construir con la máxima urgencia para que pudiera mostrarse desde allí a la multitud.

—La ventana me resultaba demasiado incómoda —me dijo Hitler, satisfecho—. No se me podía ver desde todas partes. Al fin y al cabo, tampoco iba a asomarme sacando todo el cuerpo…

El arquitecto que había edificado la Cancillería del Reich, el profesor Eduard Jobst Siedler, de la Escuela Técnica Superior de Berlín, elevó una protesta por aquella intromisión, y Lammers, jefe de la Cancillería del Reich, confirmó que nuestra manera de proceder atentaba contra la propiedad intelectual de la obra. Hitler rechazó sarcásticamente la objeción:

—Siedler ha estropeado toda la Wilhemsplatz. Esto parece más el edificio administrativo de una empresa jabonera que el centro del Reich. ¿Qué se ha creído? ¿Que encima me iba a construir también el balcón?

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