Al Mando De Una Corbeta (17 page)

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Authors: Alexander Kent

Tags: #Aventuras, histórico

BOOK: Al Mando De Una Corbeta
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Bolitho se sentó en la escotilla y se aflojó la camisa. Mientras le invadía el sopor escuchó cómo un cuerpo pesado se tumbaba en la cubierta cercana. Stockdale había regresado. Esperaba, «por si acaso», como siempre decía. En un instante cayó en un letargo sin sueños.

—¿Dónde demonios están? —Tyrrell dirigió un catalejo por encima de dónde apilaban las redes y lo movió despacio de un lado a otro.

Era casi mediodía, y en el
Sparrow
, sujeto por las dos anclas, el calor parecía el de un horno. Las nubes y el viento habían desaparecido a lo largo de la noche, y bajo el cielo sereno y los cegadores rayos del sol era imposible moverse sin romper a sudar.

Bolitho se sacó la camisa por fuera de la cintura. Llevaba en la cubierta desde el amanecer, y, como Tyrrell, se sentía incómodo por la falta de noticias. Todo parecía diferente con la luz del día. Había contemplado cómo la tierra de los alrededores surgía entre las sombras con la primera claridad; las colinas redondeadas y los espesos árboles verdes a lo lejos; las hermosas dunas en la playa, sombreadas por el follaje, que llegaba casi hasta el borde del agua. Todo parecía silencioso e inofensivo. Tal vez demasiado silencioso.

Se obligó a caminar hasta el costado opuesto de la toldilla, conteniendo una mueca de dolor al sentir cómo el sol quemaba sus hombros. La bahía parecía enorme. El agua ni siquiera se agitaba, y salvo por el movimiento intranquilo de las corrientes, hubiera parecido la de un gran lago. Medía cerca de veinte millas de largo, y otro tanto desde el promontorio hasta el norte, donde desembocaba el gran río Delaware. Más allá de la prominencia que formaba la ensenada y que protegía al
Sparrow
de cualquier velero que pasara, el río se curvaba y se retorcía en un curso siempre cambiante durante setenta millas, antes de que se avistaran los alrededores de Filadelfia.

Recorrió con la vista la cubierta de artillería; contempló a los hombres que hacían guardia, y vio cómo algunas piernas sobresalían y señalaban dónde yacían los hombres que descansaban bajo las pasarelas para escapar de los despiadados rayos. Su mirada ascendió hasta las alturas, donde las vergas aparecían festoneadas con ramas y hojas. Las habían llevado a bordo poco después de las primeras luces; ayudaban a enmascarar la forma del barco, y engañarían a cualquiera que no fuera un ojeador profesional.

Entre el barco y la playa cercana, un esquife avanzaba suavemente, con esfuerzo, adelante y atrás, y en su popa se sentaba en cuclillas el guardiamarina Bethune, observando la costa. Se había despojado de la camisa, demostrando con ello poco juicio, porque pese a su bronceado sufriría luego quemaduras.

Tyrrell le siguió mientras Bolitho regresaba al abrigo de las redes y las hamacas.

—Me gustaría ir a tierra, señor —esperó hasta que Bolitho se volvió hacia él—. Podría llevarme una pequeña partida. Intentaría descubrir qué es lo que está pasando —abrió su sucia camisa y aspiró una bocanada de aire—. Mejor eso que aguardar, como el ganado, a que nos degüellen.

—No estoy seguro —Bolitho se hizo sombra a los ojos cuando un movimiento agitó los árboles cercanos a la bahía; pero era sólo un pájaro grande.

Tyrrell insistió.

—Mire, señor. Se supone que las órdenes son secretas, pero todo el barco sabe por qué estamos aquí. Los exploradores tienden a irse de la lengua cuando llevan un traguito de ron entre pecho y espalda.

—Me lo imagino —sonrió Bolitho, con ironía.

—Sí. Y parece que debemos rescatar a todo un batallón de soldados que se perdieron al avanzar —sonrió—. Me lo creo, también. Aquí no hay plaza de armas.

Bolitho estudió su fuerte perfil y ponderó la cuestión. No había mencionado los lingotes de oro, de modo que, obviamente, era un secreto que Foley no había compartido ni siquiera con sus hombres; y había obrado correctamente. Algunos podrían pensar en ello más que en esforzarse en otro tipo de rescate.

—Muy bien. Coja a sus hombres sin armar jaleo y llévese la yola. Necesitará armas y provisiones, también, o si no…

Tyrrell sonrió.

—O si no lo pasaríamos mal, si el
Sparrow
parte sin esperarnos, ¿no?

—Es un riesgo. ¿Quiere pensarlo mejor?

Sacudió la cabeza.

—Marcharé ahora mismo.

—Dejaré constancia de esto en el diario de a bordo.

—No hace falta, señor. Si fracaso será mejor que no quede por escrito —sonrió tristemente—. No quiero que tenga que enfrentarse a un tribunal militar por mi culpa.

—Lo haré de todos modos —Bolitho forzó una sonrisa—, de modo que váyase.

La yola se había separado menos de un cable del costado cuando Foley irrumpió en la cubierta, con el rostro desencajado en la claridad.

—¿A dónde va? —se aferró a las redes, mirando fijamente el pequeño bote del que apenas se adivinaba la forma entre la neblina—. ¿Les ha dado su permiso?

—Sí.

—Entonces es más estúpido de lo que me imaginaba —la ansiedad de Foley le había hecho perder su autocontrol—. ¿Cómo se atreve a decidirlo usted solo?

—Coronel Foley, no tengo la menor duda de que es usted un excelente oficial de campo, con la suficiente experiencia como para comprender que si sus exploradores han fallado en contactar con los soldados, es que deben estar o muertos o que los han capturado —mantuvo su tono de voz—. También comprenderá que no voy a arriesgar mi barco y mis hombres para completar un plan que ya ha fracasado.

Foley abrió la boca y la cerró de nuevo.

—Tengo mis órdenes —dijo con voz plana—. El general debe ser rescatado.

—Y el oro —Bolitho no pudo ocultar su amargura—, el oro también, imagino.

Foley se frotó los ojos y su rostro delató, de pronto, la tensión que soportaba.

—Necesitaría un regimiento para rastrear esta zona. Incluso entonces… —su voz se perdió—.

Bolitho tomó un catalejo y oteó toda la batayola. Ya no quedaba ni rastro de la yola.

—El señor Tyrrell tiene mi confianza. Al menos él descubrirá algo.

Foley echó una ojeada a la cubierta iluminada por el sol.

—Eso espero, capitán. De otro modo perderá este barco, y ésa sería la menor de sus preocupaciones.

Graves apareció en la escala, les vio juntos y se alejó. Bolitho frunció el ceño. De modo que había sido él quién había informado a Foley de la expedición de Tyrrell.

—Ese general —preguntó—. ¿Quién es, señor?

Foley pareció abandonar sus desoladores pensamientos.

—Sir James Blundell. Vino aquí en un viaje de inspección —rió brevemente—. Cuando llegó a Nueva York quedaba menos para inspeccionar de lo que había imaginado. Poseía enormes propiedades en Pensilvania, suficientes como para comprar un millar de barcos como éste.

Bolitho se volvió. Nunca había oído hablar de ese hombre, pero ya sabía más de lo que hubiera deseado. Foley no volvería a hablar nunca tan claramente como en ese momento, pero para él resultaba suficiente. Obviamente, Blundell había sido sorprendido por la súbita evacuación militar mientras rescataba parte de su riqueza personal. Y, lo que era peor, había utilizado su puesto de inspector general para sus propios fines, y había involucrado a una compañía de soldados que se necesitaba urgentemente.

Foley le miró durante varios segundos.

—Los hombres que le acompañan son míos. Son todo lo que queda de un batallón entero. De modo que ya ve por qué debo hacer esto.

—Si me hubiera contado esto desde el principio, coronel —replicó Bolitho en voz baja—, hubiera sido mejor para ambos.

Foley no pareció escucharle.

—Eran los mejores hombres que he tenido bajo mi mando aquí, y juntos hemos sobrevivido a una docena de escaramuzas. Por Dios, en la línea de batalla no hay nada que pueda derrotar a la infantería inglesa. Incluso una pequeña compañía puede medirse con la flor y nata de la caballería francesa —extendió las manos—. Pero ahí fuera son como niños perdidos. No pueden competir con hombres que han pasado toda su vida en los bosques y en las praderas, que han conocido tiempos en los que una bala de mosquete era el margen entre sobrevivir y morir de hambre.

Bolitho no sabía cómo formular la siguiente pregunta.

—Pero —preguntó despacio— ¿no se encontraba usted con sus hombres cuando ocurrió todo?

—No —Foley contempló dos gaviotas que revoloteaban y chillaban sobre las vergas del juanete—. Fui enviado a Nueva York con un convoy. La mayor parte de él consistía en suministros superfluos, y llevábamos con nosotros a las mujeres de los soldados —le miró con dureza—. Y a la sobrina del general, no debo olvidar mencionarla —hablaba rápidamente—. Incluso en un trayecto seguro fuimos asediados por atacantes enemigos, y no pasamos ni un solo día sin que algún pobre diablo fuera derribado por uno de sus largos mosquetes. ¡Por Dios! Creo que alguno de ellos podría sacarle el ojo a una mosca a una distancia de cincuenta pies.

La cubierta se movió muy ligeramente, y cuando miró hacia la arboladura Bolitho vio que el gallardete del calcés ondulaba débilmente. Luego cayó desmayadamente otra vez, pero había sido la primera señal de brisa hasta entonces.

—Le sugiero que descanse un poco mientras pueda, coronel —dijo—. Le informaré en cuanto escuche algo.

—Si es que su señor Tyrrell regresa —dijo Foley gravemente. Sin tomar aire añadió:— He sido injusto al decir eso. Me ha trastornado tanto todo esto que no soy el mismo.

Bolitho le vio caminar hacia la escotilla y entonces se sentó sobre una bita. Si no ocurría algo pronto, Foley tendría que tomar una nueva decisión. Con Tyrrell fuera del barco y habiendo fracasado la misión, su propio futuro no parecía muy brillante una vez de regreso a Sandy Hook.

Durante toda la tarde y hasta la noche, el
Sparrow
fue castigado por los fieros rayos de sol. Las juntas de la cubierta se habían vuelto tan pegajosas que los pies quedaban atrapados, y los cañones ardían como si hubieran sido utilizados durante horas. Las guardias se sucedieron y los centinelas iban y venían, sin ver ni escuchar nada. El primer resplandor rosado de la puesta de sol se extendía sobre la ensenada y las colinas, a lo lejos, se teñían de púrpura cuando Foley regresó de nuevo a la cubierta.

—No podemos hacer nada más —dijo.

Bolitho se mordió los labios. Tyrrell no había regresado. Quizá ya estaba de vuelta hacia el sur, o incluso podía estar guiando a los exploradores americanos hacia la ensenada. Se sacudió como un perro. El cansancio y la desilusión estaban acabando con sus reservas y con su esperanza.

El guardiamarina Heyward permanecía en pie junto a la pasarela de estribor, con el cuerpo reclinado sobre la barandilla, medio dormido. De pronto se irguió.

—¡Una yola, señor! —avisó con voz ronca—. Viene desde el punto designado.

Bolitho corrió a su lado sin preocuparse de lo que Tyrrell pudiera haber descubierto o no. Había regresado, y eso era más que suficiente. Cuando la yola llegó hasta el costado vio cómo los remeros se recostaban sobre las bancadas del bote como marionetas, con los rostros y los brazos quemados por el ardiente sol. Tyrrell ascendió hasta la toldilla, con los pies y las piernas sucias y la ropa desgarrada.

—Sus exploradores no pudieron encontrar a los que enviaron previamente en busca de los soldados, coronel —dijo con voz hosca—, pero nosotros sí —tomó una jarra de agua y se la tragó, agradecido—. Todos han muerto; río arriba, en un fuerte quemado.

Foley miró hacia los árboles oscuros más allá de la ensenada.

—De modo que mis hombres aún les buscan.

Tyrrell no le prestó atención.

—Dirigimos la yola hacia la ensenada y nos topamos con el viejo fuerte por casualidad —desvió la mirada—, y eso no es todo, por cierto.

Bolitho esperó, y adivinó la tensión, el dolor que sintió ante lo que había encontrado.

—Justo sobre el canal —dijo Tyrrell muy despacio—, presuntuosa como nada, hemos visto una maldita fragata.

Foley se volvió.

—¿Americana?

—No, coronel, no es americana —miró gravemente a Bolitho—. Francesa, por su factura. No lleva bandera, de modo que imagino que será un corsario.

Bolitho ordenó sus agitados pensamientos. De no haber sido por la cuidadosa entrada en al bahía bajo la tutela de Tyrrell, hubieran acabado bajo los cañones de la fragata, o, como mínimo, les hubieran atacado al fondear.

—De modo que parece que han capturado a su general —decía Tyrrell—. No tiene mucho sentido permanecer aquí y seguir su ejemplo, ¿eh?

—¿Vio lo que estaban haciendo? —Bolitho intentó imaginarse el gran río que ascendía hacia ese punto, y la fragata fondeada, con la seguridad de que podría repeler a un atacante desde cualquier dirección.

Tyrrell se encogió de hombros.

—Había huellas en la playa. Imagino que habían enviado botes a la orilla para aprovisionarse de agua fresca, pero no vi rastro de prisioneros.

—Entonces podría suceder que los soldados perdidos aún se encuentren desaparecidos —Bolitho miró al coronel—. Si el viento se recrudece apuesto a que la fragata levará anclas. No se arriesgará a avanzar de noche, de modo que estamos a salvo aquí hasta el amanecer. Después de eso… —no necesitó explicarse más.

—El esquife nos hace señales, señor —avisó Heyward.

Todos se volvieron y atisbaron entre las sombras de la playa, mientras los remos volvían a la vida y el esquife partía hacia al orilla. Una figura solitaria agitaba su mosquete hacia Bethune. Era uno de los exploradores de Foley.

—¡Debo marchar a la orilla ahora mismo! —Foley dio un puñetazo y corrió hacia el portalón—. ¡Han encontrado al general!

Bolitho corrió tras él, y, con Stockdale pisándole los talones, corrió hacia la yola que les aguardaba. Cuando la yola encalló, Bolitho saltó por la borda y vadeó las últimas yardas a través del agua clara, y por un momento fue consciente de que era la primera vez que pisaba tierra en los últimos meses, salvo por unos momentos en Antigua. Permaneció bajo un árbol mientras Foley interrogaba al explorador; sabía que el hombre se sentiría confuso ante la presencia de ambos. Foley caminó hacia él, y sus botas crujieron en la arena.

—Lo han encontrado —señaló hacia la muralla de árboles—. El primer grupo llegará en una hora.

—¿El primer grupo? —Bolitho notó la desesperación en los ojos de Foley.

—El general viene con mis exploradores y con todos los hombres sanos —aspiró aire profundamente—, pero hay unos sesenta enfermos y heridos que le siguen a menor velocidad. Llevan días avanzando. Les tendieron una emboscada en un barranco anteayer por la noche, pero rechazaron la ofensiva. El general dice que eran franceses.

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