De nuevo se puso en pie y estiró su pechera. Con las contraventanas herméticamente cerradas para evitar la salida del menor rayito de luz, la cámara parecía un pequeño horno. En cubierta, donde había permanecido durante gran parte del viaje, no había sentido ni fatiga ni tensión. Ahora no estaba tan seguro, e incluso se compadecía del malestar de Foley durante el viaje. Fuera, la noche era era negra como la pez, y una vez que el barco hubo sobrepasado el promontorio que le protegía se sintió como un hombre avanzando a ciegas en una caverna oscura.
—¿Cuánto tiempo necesitarán sus exploradores? —preguntó.
—Puede que
seis
horas —Foley estiró los brazos y bostezó. No dejaba mucho margen. Bolitho tomó una decisión.
—En ese caso tendremos que fondear y esperar hasta mañana por la noche para abandonar la bahía. Puede haber barcos enemigos en las proximidades, y no deseo arriesgarme a un conflicto en aguas cerradas, especialmente si sus exploradores fracasan, si no encuentran a nuestros soldados desaparecidos y necesitan un día más.
—El manejo del barco es su problema —Foley le prestó atención por una vez—. ¿Y bien?
—La marea nos favorece y si esperamos más podríamos perder también el viento —asintió—. Estoy preparado.
Foley se puso en pie y masajeó su estómago.
—Bien. Por Dios, creo que he recuperado el apetito.
—Lo siento, señor —sonrió Bolitho—, porque el fogón está apagado —añadió—. A menos que le apetezca un poco de carne salada del barril.
Foley le miró con cierto aire arrepentido.
—Tiene usted una vena cruel. Una sola ojeada a esa porquería y me sentiré débil como una rata.
Bolitho se dirigió a la puerta.
—¡En un barco del rey las ratas no suelen ser débiles!
Tuvo que esperar varios segundos en cubierta para que su vista se habituara a distinguir algo más allá de la batayola. Podía imaginarse a los marineros al acecho bajo la cubierta de artillería, con sus cuerpos aprisionados contra las formas más oscuras de los cañones cercanos. Caminó hasta la popa y colocó su mano sobre la amortiguada luz de la brújula.
—Derecho al norte, señor —dijo Buckle—. Bolina franca.
—Bien —llamó por señas a Tyrrell—. Quiero a nuestros dos mejores sondadores en las plataformas.
—Ya está hecho, señor —Tyrrell se encogió de hombros—. Me pareció lo más adecuado.
—Arriaremos la yola cuando nos acerquemos más a la orilla norte —Bolitho captó la gruesa forma de Stockdale junto a las redes de las hamacas—. Cogerás la yola, una sonda de bote y un cabo. Las aguas que nos rodean son tan poco profundas y traicioneras que debes mantenerte por delante del barco, y avisarnos continuamente, ¿comprendes?.
—Debería quedarme aquí, señor —dijo Stockdale tozudamente—. Por si acaso.
—Tu lugar será el que yo ordene, Stockdale —se ablandó inmediatamente—. Haz lo que te digo, y llévate una lámpara con pantalla. Puede que necesites hacernos señales —echó una ojeada a Tyrrell—. En ese caso arrojaremos el anclote y rezaremos.
Las velas se movieron suavemente sobre la cubierta, y Bolitho supo, por el modo en que acariciaba su cara, que el viento continuaba amainando. Alejó de su mente la tétrica visión del
Sparrow
destrozado al embarrancar. Se había comprometido; no, había comprometido a todos.
—Haga que bajen el esquife de estribor en cuanto alcancemos nuestro destino, señor Tyrrell. El señor Heyward acompañará a nuestros pasajeros a tierra, y regresará si todo sale bien.
—Tendrán que vadear las últimas yardas, creo —dijo Tyrrell—. Allí no hay profundidad.
—Entonces, ¿ha adivinado ya el lugar?
Sonrió, y sus dientes brillaron en la oscuridad.
—No hay otro sitio que se adecué a este tipo de maniobra, señor.
Desde la parte delantera llegó el grito del sondador, con una voz profunda como la de un espíritu perdido.
—¡Marca cinco!
—Llévela hasta ahí, señor Buckle —murmuró Tyrrell. La palma de su mano rozó la barbilla—. La corriente debe de habernos arrastrado durante algún tiempo.
Bolitho permaneció en silencio. Hacían todo lo que podían. Gracias a Dios, el calado del
Sparrow
era muy poco profundo. De otro modo…
—¡Marca seis!
—Va bastante bien —gruñó Tyrrell—. En peores tiempos he visto como el reflujo de la marea volcaba una goleta como si fuera una cáscara de nuez.
—Gracias —Bolitho observó el chapoteo más allá de la proa cuando otra sonda descendió—. Es un alivio saberlo.
—¡Marca cinco!
—Muy propio de un soldado, escoger un sitio como éste —Tyrrell se reclinó sobre el compás—. Un poquito más al oeste, y en pleno canal de Delaware tendríamos espacio de sobra, aunque la marea no nos acompañara.
—¡Cinco menos un cuarto!
—¡Infiernos! —susurró Buckle.
Unas botas rechinaron sobre los maderos.
—¿Cómo va, capitán? —preguntó Foley, nervioso.
—¡Marca tres!
—¿Es necesario que ese hombre haga tanto ruido? —Foley echó una ojeada alrededor de las figuras agrupadas junto al timón.
—Es o eso, coronel —contestó Tyrrell con calma—, o que nuestra quilla se desgarre.
—Un hombre tan alto como usted, señor —dijo Bolitho—, podría caminar entre la quilla y el fondo si se lo propusiera.
Bolitho no habló durante un minuto.
—Lo siento —dijo luego—. Fue una estupidez decir eso.
—¡Cuatro!
Buckle exhaló aire, muy despacio.
—Mejor.
Bolitho sintió los dedos de Tyrrell asiéndose del brazo.
—Si somos capaces de mantenerlo así podríamos descansar tranquilos, incluso con algo de espacio para que oscilara anclado. Si la quilla está a salvo podemos fondear sin demasiado peligro.
—¡Capitán! —el tono de Foley era el de antes, cortante e impaciente. Esperó junto a las redes, y entonces dijo:— Tyrrell, ¿es americano?
—Un colono, señor. Como muchos de los hombres.
—¡Maldita sea!
—También es un oficial del rey, señor —añadió Bolitho—. Espero que recuerde eso.
Los pantalones blancos de Foley desaparecieron por una escotilla.
—Imagino que cree que voy a hacer encallar el barco sólo por fastidiarle.
—Ya basta —Bolitho contempló la fosforescencia que bailoteaba bajo las escotillas cerradas. Cambiaba de forma, como si fuera hierba mágica, y se desvanecía para aparecer en otra parte junto al casco, que avanzaba lentamente—. No envidio su trabajo —para su sorpresa, se dio cuenta de que era sincero.
En algún lugar, en la oscuridad, se encontraba la gran masa de tierra. Colinas y ríos, bosques y maleza que podía sacarle el ojo a un hombre si no andaba con cuidado. Corrían muchas historias de ataques y emboscadas en esa zona, e incluso sabiendo que se exageraban al pasar de boca en boca, bastaban para helar la sangre de un soldado veterano. Hablaban de indios que el ejército de Washington usaba como exploradores, que se movían silenciosos como zorros y atacaban con la ferocidad de tigres; un mundo de sombras y ruidos extraños, de gritos que podían mantener despierto toda la noche a un centinela somnoliento, empapado en un sudor frío, si era afortunado. Si no lo era, sería encontrado al amanecer muerto y sin armas.
—¡Ocho!
Tyrrell se movía sin descanso.
—Podemos abandonar el canal ahora. Sugiero que arrumbemos hacia el noreste.
—Muy bien. ¡Hombres a las brazas, y que las cacen con firmeza!
Y así continuaron, hora tras hora, trabajando con las sondas y orientando y reorientando los juanetes, para mantener el viento, que amainaba, como si fuera algo preciado. De vez en cuando Tyrrell se apresuraba hacia la proa para comprobar el sebo de una de las sondas; frotaba partículas del mismo entre sus dedos, o lo husmeaba como si fuera un perro de caza.
Sin su extraordinario conocimiento del fondo del mar y su completa confianza, pese al agua poco profunda bajo la quilla, Bolitho sabía que se hubieran visto obligados a fondear mucho antes, y hubieran tenido que esperar hasta el amanecer. Foley vino y se fue varias veces pero no dijo nada más acerca de Tyrrell. Agrupó a los exploradores canadienses y habló con su sargento durante varios minutos.
—Son buenos hombres —remarcó, más tarde—. Si tuviera un regimiento de ellos, podría recuperar la mitad de América.
Bolitho le permitió hablar sin interrumpirle; rompía la tensión de la espera. También ayudaba a descubrir al hombre que se ocultaba tras la disciplinada arrogancia que Foley mantenía como escudo.
—He luchado contra los americanos en muchos lugares, comandante. Aprenden rápidamente, y saben como usar su conocimiento —añadió con repentina amargura—. Ya pueden: su núcleo central lo forman desertores ingleses y soldados de fortuna, y yo, mientras tanto, debo arreglármelas con la hez. En una de las batallas, la mayor parte de mis hombres apenas hablaban unas palabras de inglés. Imagínese, comandante; vestían el uniforme del rey y estaban más habituados al alemán que al inglés.
—No sabía que hubiera tantos desertores ingleses, señor.
—Algunos habitaban aquí antes de la rebelión. Sus familias les apoyan. Han echado raíces en este país. Otros apuntan sus esperanzas a enriquecerse más tarde, con tierras, tal vez, o con alguna granja abandonada —de nuevo su profunda amargura—. Pero lucharán a fondo, no importa cuáles sean sus convicciones, porque si se les captura y se descubre que son desertores dejarán este mundo del extremo de una cuerda, y con el verdugo metiéndoles prisa.
Tyrrell surgió en la oscuridad.
—Preparados para botar el esquife, señor —dijo, con voz ronca—. Según creo, la ensenada debe estar hacia proa, por estribor.
La tensión desapareció por un momento, cuando, con órdenes susurradas y gestos efectuados a tientas los marineros designados ocuparon el esquife sobre la pasarela y la izaron a sacudidas hasta el costado del
Sparrow
. El guardiamarina Heyward esperaba en pie, mientras la yola se movía lentamente.
—Tenga mucho cuidado cuando llegue —le dijo Bolitho, en voz baja—. Mantenga la cabeza en su sitio, y no se haga el héroe —le aferró del brazo, y sintió su rigidez, como la de un arco tensado—. Quiero verle abandonar el
Sparrow
como teniente, y entero.
Heyward asintió.
—Gracias, señor.
Graves subió a toda prisa la escala.
—El esquife está izado y listo —dedicó un vistazo al guardiamarina—. Envíeme a mí, señor. Él no está preparado para ese tipo de misiones.
Bolitho intentó distinguir la expresión de Graves, pero fue imposible. Quizá se preocupaba realmente por el guardiamarina, o quizá veía la futura acción como su primera oportunidad de ascender rápidamente. Bolitho veía con simpatía las dos posibilidades.
—Cuando tenía su edad yo era ya teniente —replicó, sin embargo—. No fue fácil para mí entonces, y tampoco lo será para él hasta que no aprenda a aceptar lo que conlleva su cargo.
—¡Una señal desde la yola, señor! —dijo Bethune rápidamente—. ¡Tres destellos!
Tyrrell dio un puñetazo.
—Lo más posible es que el fondo haya variado —se calmó de nuevo—. Le sugiero que fondeemos, señor.
—Muy bien —Bolitho vio la negra silueta de la yola que se balanceaba despacio por la amura de estribor—. Que larguen de nuevo el juanete de mesana. Prepárense para virar. Fondearemos el ancla y dejaremos que el esquife se lleve el anclote. ¡Dense prisa, o chocaremos contra Stockdale y su yola!
Se escucharon las pisadas de los que se apresuraban en las pasarelas, y en algún lugar por encima de la cubierta un hombre gritó de dolor cuando casi cayó de cabeza. El juanete de mesana oscilaba y crujía, pese a la débil presión del viento, y el ruido parecía suficiente para despertar a los muertos. En las cubiertas a oscuras los hombres corrían a las brazas y a las drizas, tan acostumbrados a ello que apenas empleaban más tiempo del que les hubiera llevado hacerlo a la luz del día.
Insegura, bamboleante, la corbeta avanzó un cable, mientras el agua bajo la roda parecía viva debido a los remolinos fosforescentes. Los dos esquifes iniciaron su vuelo sobre los pasamanos, mientras sus tripulaciones se tambaleaban dentro, buscándose a tientas en un esfuerzo por emplazarse, y buscando los remos, también.
Entonces, y pareció ocurrir en apenas unos minutos, todo quedó de nuevo en silencio. Aferraron las velas, y el casco quedó fijo con un par de anclas, mientras, muy cerca, los botes la rondaban, como depredadores que acecharan a una ballena aprisionada por cuerdas.
Foley se puso en pie junto a las redes.
—Envíe a mis exploradores a la costa, comandante. Ya ha cumplido con su parte —dijo.
Caminó hasta el pasamanos de estribor para observar cómo en el esquife de Heyward los exploradores del ejército se aferraban a los cabos como fardos mal amañados.
—¿Cómo es la ensenada, señor Tyrrell? —preguntó Bolitho, suavemente—. Descríbala.
El teniente mesó su espeso cabello.
—Nos protegerá bien, a no ser que se acerquen otros veleros. Hay muchos bosques tierra adentro, y, que yo recuerde, desembocan allí dos ríos —echó una ojeada al costado—. El esquife casi la ha alcanzado. Si escuchamos tiros sabremos que no vamos a aburrirnos, precisamente —forzó una sonrisa—. Una cosa. No necesitamos viento; podemos emplear los remos largos y ponernos a salvo remando.
Bolitho asintió. Con cualquier otro velero esa misión hubiera resultado una locura. Tan próximos a la costa, y con pocas posibilidades de llegar hasta el centro de la bahía, les hubiera dado igual hundirse.
—Haga que Tilby engrase los remos mientras esperamos —dijo—. Si debemos marchar, mejor hacerlo en silencio.
Tyrrell salió disparado, estirando la cabeza y el cuello en un intento de encontrar cuanto antes al contramaestre. Foley reapareció.
—Creo que dormiré un rato —recalcó—. No podemos hacer otra cosa que no sea esperar.
Bolitho le vio marchar. El coronel no dormiría. Ahora le tocaba a él soportar la carga.
—El esquife regresa, señor —dijo Bethune, muy excitado—. Todo ha salido bien.
—Pase la voz de que nuestra gente permanecerá en cubierta durante toda la noche, pero que pueden dormir entre guardia y guardia —sonrió Bolitho—. Y luego encuentre al cocinero y mire qué se puede preparar sin encender el fuego.
El guardiamarina se apresuró a obedecer.
—Se comería cualquier cosa —dijo Graves, agriamente—. Incluso los gusanos, aunque no pueda verlos en la oscuridad.