Al Mando De Una Corbeta (38 page)

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Authors: Alexander Kent

Tags: #Aventuras, histórico

BOOK: Al Mando De Una Corbeta
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—Era tan joven, tan serio… —dijo—. Creo que todas las damas de a bordo se enamoraron del pobre chico.

El dragón miró fijamente a Bolitho.

—Creo que debemos apresurarnos, Susannah. Quiero que conozcas al general —se alejó, y ella posó una mano encerrada en un guante blanco sobre la manga de Bolitho.

—Me alegro de verle de nuevo. Me he acordado muchas veces de usted y de su barquito —su sonrisa se desvaneció, y se puso seria de pronto—. Tiene buen aspecto, capitán. Está muy bien. Quizás un poco mayor. Un poco menos como… —la sonrisa regresó de nuevo— ¿un niño disfrazado de adulto?

Se ruborizó, pero se sentía tan complacido como confuso.

—Bueno, imagino que…

Pero ya se alejaba, mientras dos pretendientes más empujaban a la multitud para unirse a ella.

Entonces pareció cambiar de opinión.

—¿Quiere cenar conmigo, capitán? —le estudió a conciencia—. Enviaré a un criado con la invitación.

—Sí —las palabras salieron solas—. Me encantaría. Gracias.

Ella remedó una burlesca reverencia, que devolvió a su memoria su primer encuentro, y le produjo un pinchazo en el corazón.

—Entonces, queda comprometido.

La muchedumbre se arremolinó y pareció tragársela por completo. Bolitho tomó otra copa y caminó no muy seguro hacia el patio. El dragón la había llamado Susannah. Le iba perfectamente.

Se detuvo junto a la fuente cantarina y se quedó mirándola durante varios minutos. La fiesta había resultado ser un éxito, después de todo, y había tenido el efecto de reducir la mañana a un recuerdo borroso.

XIV
Reunirse con las señoras

Tres días después de la fiesta del Gobernador, el
Sparrow
se encontraba ya completamente preparado para zarpar. Bolitho había llevado a cabo una cuidadosa inspección, y, bajo el ansioso escrutinio de Lock había firmado finalmente la solicitud final de bienes y mercancías. Los últimos días habían transcurrido plácidamente, casi de forma perezosa, y a Bolitho se le hizo más fácil entender el aparente letargo de Nueva York, aunque no llegó a compartirlo. Era una existencia irreal, en la que la guerra se veía sólo al final de una columna de soldados que marchaban, en los coloristas relatos de las páginas de los diarios.

La otra corbeta que le quedaba a la flotilla, el
Heron
, acababa de fondear en Sandy Hook, y estaba a la espera de una revisión similar.

En esa mañana en particular, Bolitho estaba sentado en su cabina disfrutando de un vaso de un clarete bastante bueno con el comandante del
Heron
, Thomas Farr. Ese último había sido teniente en su último encuentro, pero la muerte de Maulby le había proporcionado un merecido ascenso. Bolitho decidió que era viejo para su cargo, posiblemente unos diez años mayor que él: un hombre grande, de hombros anchos, un tanto basto, y con un repertorio de frases picantes que le recordaba vagamente a Tilby. Había llegado a su actual situación dando un amplio rodeo. Enviado al mar cuando apenas era un niño de ocho años, había servido en barcos mercantes la mayor parte de su vida: barcos costeros y de correo,
indiamans
y barquichuelos. Había llegado a mandar un bergantín carbonero en Cardiff.

Cuando Inglaterra se involucró en la guerra había ofrecido sus servicios a la Armada, y habían sido aceptados con agradecimiento. Si sus modales y su pasado le distanciaban de muchos de sus colegas oficiales, su experiencia y su buen hacer le ponían claramente a la cabeza de ellos. Paradójicamente, el
Heron
era menor que el
Sparrow
, y, como su comandante, había comenzado su andadura en el servicio mercante. En consecuencia, su armamento, compuesto por catorce cañones, era menor. Sin embargo, ya había logrado capturar varias presas importantes.

Farr se derrumbaba sin elegancia sobre el banco de la popa y elevó su copa contra la luz.

—¡No está mal el vino! Pero déme un bock de cerveza inglesa, y por mí puedes escupir esto contra una pared —Se rió, y permitió que Bolitho le sirviera otra copa.

Bolitho sonrió. Las cosas habían cambiado mucho para todos ellos. Si recordaba el momento en Antigua, cuando se había encontrado con Colquhoun, resultaba difícil contemplar cómo los años y las semanas les había afectado a cada uno. En aquel momento, cuando había mirado a través de la ventana de Colquhoun en el edificio del cuartel general, había visto la flotilla entera, y se había preguntado cómo sería su nuevo mando. Aquella mañana muchas dudas y miedos le habían sobrecogido.

Ahora el
Fawn
había desaparecido, y el
Bacchante
había zarpado aún el día anterior para reunirse con la flota bajo el mando de Rodney. Su capitán había sido designado desde el buque insignia, y Bolitho se preguntaba si Colquhoun habría podido verle dejar el fondeadero desde el lugar en el que le retuvieran.

En esos momentos sólo quedaban el
Heron
y el
Sparrow
; y la pequeña goleta, el
Lucifer
, por supuesto, pero esa casi se regía sola. Continuaría en sus patrullas costeras, buscando y deteniendo, o se colaría en calas y salientes en busca de burladores del bloqueo enemigos.

Farr le miró; parecía sentirse muy a gusto.

—Bueno, pues se está usted haciendo famoso —dijo—, o eso he oído. Fiestas con los respetables, vinos con el almirante… ¡Por el amor de Dios, a saber dónde terminará! Probablemente entre la plantilla de algún embajador, con una docena de chiquitas que dancen al son que les toque, ¿eh? —rió en alta voz.

Bolitho se encogió de hombros.

—Eso no es para mí. Ya he tenido bastante.

Pensó rápidamente en la chica. No le había escrito, y él tampoco la había visto, pese a que se las había arreglado para pasar cerca de su residencia cada vez que había ido a tierra para encargarse de las cuestiones del barco.

Era una hermosa casa, de tamaño similar a la que había estado cuando asistió a la fiesta. Había soldados en las puertas, De modo que adivinó que su dueño ostentaba algún tipo de nombramiento político. Había intentado decirse que no fuera tan estúpido, tan ingenuo como para esperar que alguien con el pasado de la muchacha le recordara más allá que en un encuentro inesperado. En Falmouth la familia Bolitho era muy respetada, y sus tierras y sus propiedades proporcionaban trabajo y sustento a muchos hombres. Las ganancias del propio Bolitho en los últimos tiempos, sus recompensas por las presas, le había permitido ser independiente por primera vez en su vida, de modo que había perdido el sentido de la realidad en lo que se refería a gente como Susannah Hardwicke. Posiblemente su familia gastara más en una semana que lo que él había ganado desde que estaba a mando del
Sparrow
.

Estaría acostumbrada a viajar, incluso cuando otros se veían inmovilizados por la guerra o la falta de medios. Conocería a la mejor sociedad, y su nombre sería aceptado en las grandes mansiones desde Londres a Escocia. Suspiró. No la veía como la señora de la casa en Falmouth, alternando con granjeros de rostros rudos y con sus mujeres, asistiendo a las ferias locales y presenciando los altibajos de una comunidad que vivía en un contacto tan estrecho con la naturaleza.

Farr pareció adivinar su estado de ánimo.

—¿Qué pasa con la guerra, Bolitho? —preguntó—. ¿A dónde nos conducirá? —movió su vaso—. A veces llego a pensar que continuaremos patrullando y corriendo detrás de los malditos contrabandistas hasta que nos muramos de viejos.

Bolitho se puso en pie y caminó calmosamente hasta las ventanas. Se encontraba rodeado de múltiples demostraciones de poder: navíos de línea, fragatas y todas las demás embarcaciones, y, sin embargo, todo daba la sensación de encontrarse a la espera de algo ¿De qué?

—Parece que Cornwallis intentará retomar Virginia —dijo—. He oído que sus soldados están respondiendo bien.

—¡Pues no parece usted muy seguro de ello, a lo que parece!

Bolitho le miró.

—El ejército está bloqueado. No pueden confiar ya ni en refuerzos ni en suministros por tierra. Todo debe hacerse por mar. Esa no es la mejor situación para que un ejército pelee.

—Eso no es asunto nuestro —gruñó Farr—. Se preocupa demasiado. De todos modos, creo que debemos dejarles que hagan su juego. Deberíamos regresar a casa y mandar a los franceses al infierno. Los españoles pronto suplicarían la paz, y los alemanes no parecen tan unidos a sus aliados, por llamarlos de algún modo. Y podríamos regresar de nuevo a América y tener otro encuentro con ellos.

Bolitho sonrió.

—Me temo que si seguimos esa vía si que moriremos de viejos.

Escuchó un grito, el ruido de un bote al costado. Comprendió que su mente lo había registrado, pero que se sentía en paz, alejado de todo. Cuando llegó por primera vez a bordo no había sonido ni suceso que no atrajera inmediatamente su atención. Quizá al fin comenzaba encajar en su puesto.

Graves apareció en la puerta de la cabina con el familiar sobre sellado.

—Del bote, señor —echó una ojeada al comandante del
Heron
—. Las órdenes para partir, espero.

Bolitho asintió.

—Muy bien, Graves. Le informaré directamente.

El teniente dudó.

—También ha sido entregada esta carta, señor.

Era pequeña, y la caligrafía quedaba casi oculta bajo un sello. Oficina del Gobierno militar.

—¿Graves? ¿Espero que no sea un condenado pariente de nuestro almirante? —preguntó Farr en cuanto la puerta se cerró.

Bolitho sonrió. Con Rodney en las Indias Occidentales, y fuertemente impedido por su mala salud, el mando de las aguas americanas había ido a parar a las manos del contraalmirante Thomas Graves. Le faltaba la sabiduría de Rodney, y el respeto tan duramente ganado por Hood, y la mayor parte de los oficiales de la flota le tenían por un oficial justo, pero precavido. Creía firmemente en las rígidas reglas del combate, y no se sabía que hubiera variado jamás un ápice su interpretación de las mismas. Varios capitanes de alto rango le había propuesto sugerencias para mejorar el sistema de señalización entre barcos enzarzados en combate cuerpo a cuerpo. Según las historias que circulaban por la flota, la fría respuesta de Graves había sido: mis capitanes conocen su labor. Eso debería bastar a cualquier hombre.

—No —replicó Bolitho—. Quizá nos hubiera ido mejor si lo fuera. Puede que estuviéramos más al tanto de lo que ocurre.

Farr se puso de pie y eructó.

—Buen vino, y estupenda compañía, pero voy a dejarle con sus órdenes selladas. ¡Si enlazáramos todos los despachos escritos de todos los almirantes del mundo tendríamos suficiente para cubrir el Ecuador, no cabe duda! ¡A veces creo que nos vamos a asfixiar con tanto papel!

Se arrastró fuera de la cámara, rechazando la propuesta de Bolitho para acompañarle.

—¡Si no me las puedo arreglar yo solito, ha llegado el momento de que me cuelguen del cuello un par de balas de cañón y que me arrojen por la borda!

Bolitho se instaló en la mesa y rasgó el sobre de lona, pese a que sus ojos no cesaban de mirar el otro menor.

Las órdenes eran aún más breves de lo habitual. Encontrándose dispuesta en todos los sentidos para salir a la mar, la corbeta de guerra de Su Majestad, el
Sparrow
, debía zarpar y proceder lo antes posible al siguiente plan. Llevaría a cabo una patrulla independiente, más hacia el este de la punta de Montauk, hasta el extremo de Long Island y desde allí, a través de Block Island, hasta las inmediaciones de Newport.

Contuvo su creciente nerviosismo con dificultad, y se obligó a concentrarse en las exigencias de la patrulla. No entablaría combate con las fuerzas enemigas a no ser que lo considerara estrictamente necesario. Sus ojos se posaron en las últimas palabras. Le recordaban fuertemente a Colquhoun. Eran muy breves, pero aún así escondían la extrema precariedad de su propia posición si actuaba de modo equivocado.

Pero ahí, al fin, le ordenaban algo que implicaba una acción directa, no una simple persecución de burladores de bloqueo, o la búsqueda de un corsario esquivo. Aquello era territorio francés, los bordes del segundo imperio marítimo mundial. Bajo la imponente firma del capitán, vio que el contraalmirante Christie había añadido la suya; era muy típico de él, una señal de confianza, de la extensión de su brazo.

Se puso en pie y golpeó en el tragaluz.

—¡Guardiamarina de guardia!

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