Al Mando De Una Corbeta (14 page)

Read Al Mando De Una Corbeta Online

Authors: Alexander Kent

Tags: #Aventuras, histórico

BOOK: Al Mando De Una Corbeta
7.01Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Excelente, sir Evelyn.

—Hmmm —el almirante se sentó cuidadosamente en una silla dorada—. Lo conseguí de un burlador del bloqueo, el mes pasado. Es espléndido.

Algo metálico se clavó sobre una cubierta más allá de la mampara.

—Ve y dile al oficial de guardia, con mis respetos, que si escucho un ruido más de esos durante esta entrevista yo mismo lo envío con una de las expediciones —dijo, y propinó un violento puñetazo sobre la mesa.

El criado salió a escape de la cámara y el almirante esbozó una leve sonrisa.

—Hay que mantenerles siempre en vilo, no hay otro modo. No les deje mucho tiempo para pensar —inmediatamente cambió de tono—. Los hechos son, Bolitho, que las cosas no van bien. Gracias a Dios, al menos es usted un hombre que se atiene al pie de la letra de las órdenes. En su lugar, incluso yo hubiera mandado al diablo eso de esperar a una maldita patrulla, a ver qué ocurría. Incluso me hubiera planteado llevar directamente los transportes al ejército, y punto.

Bolitho se puso rígido. Sonaba bastante sincero, pero quizá el almirante se limitaba a ocultar una crítica bajo esas palabras. Quizá pensaba que debía haber acudido directamente al encuentro con el enlace usando su iniciativa, en lugar de actuar como lo había hecho. Las siguientes palabras del almirante disiparon sus dudas.

—Usted no tenía por qué saberlo, desde luego, pero el ejército está evacuando Filadelfia en estos momentos. Retroceden —bajó la mirada hasta el vaso vacío—. Suena mejor que una retirada, pero viene a ser lo mismo.

Bolitho estaba atónito. Sabía aceptar los reveses de la fortuna. La guerra se extendía por áreas tan vastas y tan poco conocidas que no podía esperarse ningún plan de batalla al viejo estilo, pero abandonar Filadelfia, la guarnición vital de Delaware, resultaba impensable.

—Sin duda era innecesario, señor —dijo, pese a la precaución que debía mostrar—. Creí que habíamos destrozado todos los fuertes americanos y las avanzadas en torno a Delaware el año pasado.

El almirante le miró con sagacidad.

—Eso era el año pasado, antes de que Burgoyne se rindiera en Saratoga. Toda esa zona permanece bajo el control de bandas de ladrones y espías del enemigo —extendió la carta ante él—. Debo patrullar y montar guardia con mi escuadrón a lo largo de trescientas millas de línea de costa, desde Nueva York hasta Cabo Henry, en Chesapeake Bay. Es un laberinto. Ensenadas y ríos, cuevas y escondrijos donde no podría avistar un barco de tres cubiertas ni a una milla de distancia. Y cada día hay más tráfico marítimo. Desde el norte, y hasta al sur, hasta el Mar de las Antillas y el Caribe. Holandeses, portugueses, españoles; y la mayor parte de ellos intentan pasar desapercibidos ante mis patrullas, con provisiones y armas para el enemigo.

Sirvió dos copas más de clarete.

—De todos modos, ahora que ha traído esos despachos conocemos las dimensiones del peligro. Los franceses se han posicionado, al fin. Ya he enviado noticias al Comandante en jefe y a todos los oficiales de importancia —sonrió—. Bien hecho, Bolitho. Nadie podía esperar de un comandante nombrado tan recientemente que obrara como usted lo ha hecho.

—Gracias, señor.

Bolitho se imaginó la situación opuesta. Si hubiera conducido los dos ricos transportes a una trampa enemiga, el almirante hubiera hablado de modo muy distinto.

—Una lástima, lo del
Miranda
. Necesitamos desesperadamente más fragatas.

—Respecto al
Bonaventure
, señor, me preguntaba…

—Es usted un hombre que se hace muchas preguntas —el almirante continuó sonriendo—. No es que eso sea malo, en algunos casos. Conocí a su padre. Espero que se encuentre bien —no esperó una respuesta. Continuó a toda prisa—. Estoy dándole nuevas órdenes. Los militares, con tanta prisa, han logrado perder toda una compañía de infantería —añadió, con sequedad—. Entre nosotros, yo también soy aficionado a formular preguntas, especialmente acerca de nuestros colegas militares de tierra. A algunos, o eso es lo que parece, no se les dotó con el cerebro que necesitaban para su cargo —dejó escapar un suspiro—. Pero ¿Quién soy yo para emitir juicios? Somos afortunados. Llevamos con nosotros nuestra casa y nuestra forma de vida, en el barco, acarreándolo como las tortugas de mar. No puede compararse nuestra existencia con la de ese pobre hombre de infantería, derrengado por el peso de los fardos y los mosquetes, descalzo y hambriento. Debe conformarse con vivir fuera de su patria, luchar contra las sombras, arriesgarse a ser disparado por tramperos americanos, y, además, ha de prepararse para enfrentarse a tropas bien entrenadas.

Bolitho le observó con curiosidad. El rostro del almirante no denotaba nada fuera de lo ordinario, nada que no pudiera esperarse de alguien respaldado por su poder y autoridad, pero sus rasgos escondían una mente aguda como una cuchilla, como denotaba el modo de saltar de un punto a otro sin perder de vista el anterior.

—¿Qué sabe del
Bonaventure
, por cierto?

—Es rápido y grande, señor —Bolitho reajustó de nuevo su mente—. Con cuarenta cañones, al menos, y muy bien equipado. Estoy seguro de que era el que nos seguía, y aun así fue capaz de superarnos cuando lo consideró necesario —esperó, pero el rostro del almirante era una máscara—. Un digno contrincante para cualquier fragata.

—Muy bien. Iniciaré algunas pesquisas sobre su
pedigree
—abrió su reloj—. Quiero que salga a navegar hoy mismo, y que encuentre esa compañía de soldados de infantería perdida antes de que sean capturados.

Bolitho le miró.

—Pero señor, tengo mis órdenes.

—Ah, sí —asintió con la cabeza—. Y ahora tiene las mías ¿no?

Bolitho se hundió de nuevo en la silla.

—Sí, señor.

—No he mencionado que los soldados transportan lingotes de oro. Sabe Dios la cantidad exacta. Encuentro difícil, a veces, penetrar en las mentes militares y que me precisen esos detalles, pero es una gran cantidad. Fortunas de guerra, pagas del ejército, botines: sea lo que sea esté seguro de que es muy valioso —sonrió—. Incluso llevan un general con él.

Bolitho tragó el clarete de un trago.

—¿Un general, señor?

—Ni más ni menos. Tenga cuidado, está bien relacionado y no parece muy dado a la tolerancia —continuó—. Su llegada ha sido providencial. Sólo tengo un pequeño bergantín disponible y no me apetecía en absoluto enviarlo.

Bolitho permaneció en silencio. Posiblemente lo que quería decir era «perderlo».

—Ya se ha dispuesto que varios exploradores del ejército le acompañen, y un pequeño destacamento intenta a estas alturas entrar en contacto con la compañía desaparecida —hizo una pausa, antes de decir, con calma:— Estará bajo las instrucciones del coronel Foley. Conoce bien la zona, de modo que puede atenerse a su experiencia.

—Comprendo, señor.

—Bien. Enviaré sus órdenes por escrito sin demora —otra ojeada al reloj—. Espero que esté preparado para zarpar antes del anochecer.

—¿Puedo preguntar a dónde voy, señor?

—No, no puede. Se lo especificaré en sus órdenes. No quiero que se entere toda Nueva York, al menos por ahora. El general Washington tiene muchos amigos por aquí, y con nosotros hay algunos esperando a cambiar de bando si las cosas se nos ponen feas.

Estrechó su mano. Había acabado.

—Tenga cuidado, Bolitho; Inglaterra necesitará a todos sus hijos para sobrevivir, y no digamos ya si desea ganar esta maldita guerra. Pero si sale con bien de esta aventura, estará usted más que capacitado para enfrentarse a cualquier imprevisto venidero. Podrá unirse a su escuadrón y aportar mucho más que su mera antigüedad.

En apenas un momento, Bolitho regresó al portalón de llegada; en su mente aún resonaban las palabras del almirante. Esta vez fue saludado por un oficial de alto rango.

—¿Le ha contado ya lo que desea de usted? —preguntó, sin perder el tiempo.

—Sí.

El oficial estudió a Bolitho a conciencia.

—El hermano del general es un miembro del gobierno. Pensé que debía decírselo.

Bolitho se llevó la mano al sombrero.

—Gracias, señor. Intentaré recordarlo.

El oficial sonrió ante su expresión seria.

—¡Ustedes, los jóvenes, se llevan toda la suerte!

Su risa resultó ahogada por las gaitas que sonaban mientras que Bolitho subía una vez más a su yola.

Fue ya hacia el final de la última guardia cuando el pasajero de Bolitho, el coronel Héctor Foley, subió a bordo. Pasaba poco de la treintena, y tenía la apariencia atractiva y oscura, incluso atezada, de un español, aderezada con una nariz ganchuda y ojos castaños y profundos. Su apariencia no encajaba con la impecable casaca escarlata y los ajustados calzones blancos de un oficial de infantería. Echó una ojeada en torno a la cámara de popa y aceptó la oferta de Bolitho de dormir allí sin apenas asentir, antes de sentarse en una de las sillas. Era alto, con la espalda muy recta, y, al igual que Bolitho, debía tener cuidado cuando se movía entre los baos del techo de la cámara.

—Le sugiero que lea sus órdenes, capitán —dijo con calma, mientras sacaba su reloj—. Si tenemos suerte, su papel en esta expedición no será otro que el de transportarnos.

No sonrió ni mostró ninguna emoción que Bolitho pudiera identificar. Su comportamiento reservado y frío resultaba vagamente inquietante. Irritante. Apartaba a Bolitho de los aspectos más vitales de su extraña misión.

Le llevó poco tiempo leer las órdenes. Debía proceder con tanta rapidez como fuera posible, y dirigirse a unas ciento cincuenta millas hacia el sur, siguiendo la costa de New Jersey. Protegido por la oscuridad, y si lo consideraba posible y prudente, debía entrar en la bahía de Delaware a la distancia y posición que le indicara el coronel Foley. Releyó las órdenes con más calma, y durante todo ese tiempo escuchó cómo las botas abrillantadas de Foley golpeaban suavemente el tablero bajo la mesa.

Si se considera posible y prudente. Ese pasaje parecía resaltar sobre el resto, y de nuevo recordó la profecía de Colquhoun. Significaba, simplemente, que era su responsabilidad. Foley podía sugerir lo que quisiera, escoger cualquier lugar para anclar o reunirse, con total indiferencia hacia los problemas que el barco afrontaba al avanzar a lo largo de la costa, a través de canales mal señalizados en los mapas, en lugares donde el lecho marino era visible incluso para un hombre casi ciego. Elevó la mirada.

—¿Puede decirme algo más, señor?

Foley se encogió de hombros.

—Tengo veinte exploradores a bordo. Ellos establecerán el primer contacto.

Los exploradores habían arribado algún tiempo antes que el coronel. Eran canadienses, y su descuidada apariencia exterior, las ropas de ante y los sombreros de piel, daban pocas pistas de que fueran soldados. Bolitho los había visto diseminarse por la cubierta de artillería, limpiando sus armas o contemplando con pereza a los atareados marineros con contenido regocijo.

Foley pareció leer su mente.

—Son buenos soldados, capitán, habituados a este tipo de guerra.

—¿No podría haber contado con la ayuda de los colonos de la zona?

Foley le contestó con frialdad.

—Un americano es un americano. Desde luego, no confiaré en ninguno de ellos si se me presenta una alternativa.

—Entonces no parece que tenga mucho sentido continuar la guerra, señor.

Por primera vez Foley sonrió.

—Necesito confiar por completo en mis hombres. Lo que no me hace falta ahora son idealistas.

Stockdale abrió la puerta.

—¿Están preparados para reunirse con los oficiales, señor? —dijo roncamente y miró a Foley—. Han dado ya las ocho.

—Sí.

Bolitho se estiró la pechera, furioso por haber sido capaz de despertar tan rápidamente la arrogancia de Foley. Fitch entró a toda prisa en la cámara y encendió dos faroles, porque pese a no ser aún muy tarde, el cielo se encontraba inusualmente cubierto, y el viento traía del oeste amenaza de lluvia. También hacía calor y bochorno, y cuando los otros oficiales lograron acomodarse en la cámara, el ambiente se hizo casi insoportable.

Tuvieron que esperar aún un poco más, mientras se traían sillas del camarote de oficiales, y Bolitho observaba las botas de Foley, que golpeaban suavemente, mientras un silencio hosco les distanciaba.

—Debemos partir tan pronto como termine esta reunión —dijo entonces— ¿Está todo preparado, señor Tyrrell?

Tyrrell mantenía sus ojos fijos en el coronel.

—¿Señor Buckle?

—Preparado, señor.

Bolitho presenció cómo las órdenes eran cuidadosamente formuladas, órdenes que cuando regresó del buque insignia ya habían sido recibidas con sorpresa por parte de Tyrrell.

—¡Pero si no hemos tenido tiempo de conseguir el agua, señor! —dejó escapar.

El almirante mantuvo su palabra en cuanto al secreto. Ni siquiera permitía que los botes del
Sparrow
establecieran contacto con la costa, fuera cual fuera su propósito. Bolitho no podía imaginar lo que hubiera dicho si hubiera sabido que Lock había realizado un viaje a tierra en una gabarra. Lock había regresado con tanto secreto como se fue cargado con varios barriles grandes de limones, y una cara más larga de lo habitual cuando le reveló el precio.

—Nos dirigiremos hacia el sur y entraremos en la bahía de Delaware —dijo—. Cooperaremos con el ejército y traeremos a bordo…

—Creo que será suficiente por el momento, capitán —le interrumpió Foley, con calma. Sin mirar a Bolitho, añadió:— De modo, caballeros, que su deber es asegurarse de que este velero se encuentre en el lugar adecuado en el momento preciso, listo para luchar si es necesario y completar de ese modo la misión.

Los otros se removieron en sus asientos, y Bolitho se dio cuenta de que los dos guardiamarinas le observaban a él con sorpresa. Para ellos el obvio control de Foley debía de resultar extraño.

—Son malas costas esas, señor —murmuró Buckle—, con todos los bancos de arena imaginables —aspiró a través de sus dientes ruidosamente—. Muy malas.

Foley volvió la vista a Bolitho, con cierto fastidio en sus profundos ojos.

—No creo que estemos aquí para discutir sobre temas como la competencia de sus oficiales.

Bolitho soportó su mirada con serenidad, súbitamente calmado.

—Por supuesto que no, señor. Respondo de mi gente —hizo una pausa—, del mismo modo, estoy seguro, con que usted responderá de la suya cuando llegue el momento.

Other books

Inside the Kingdom by Robert Lacey
Witcha'be by Anna Marie Kittrell
Oh-So-Sensible Secretary by Jessica Hart
A Perilous Eden by Heather Graham
Microburst by Telma Cortez
The Devil's Only Friend by Mitchell Bartoy
Invasion by G. Allen Mercer
Castle Perilous by John Dechancie