Read Al Filo de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
Además, siempre acababa deprimido. Después de matar y desangrar a los treinta o treinta y dos ocupantes de la mansión de los Gyre, no había sido el mismo durante semanas. Ni siquiera la enorme matanza durante el golpe pudo satisfacerlo. Todo se quedaba corto. La mansión de los Gyre había sido el culmen. Hu todavía se encontraba en la casa cuando llegó el duque. Había visto a Regnus de Gyre correr de habitación en habitación, loco de dolor, resbalando en los charcos de Nysos que Hu había dejado en todos los pasillos. Se había emocionado tanto observándolo que ni siquiera había podido matarlo, aunque sabía que el rey dios lo deseaba.
Ese trabajo lo había rematado a la noche siguiente, por supuesto, pero aquello no fue nada. Ni un pálido reflejo.
El encargo que tenía entre manos no sería demasiado difícil. Habría algunos momentos peliagudos al principio. Antes que nada, tenía que entrar. Mataría a los niños si hacía falta, pero los ratas de hermandad eran escurridizos. Conocían hasta el último agujero del tamaño de una nuez que había en las Madrigueras y podían escurrirse por él con sitio de sobra. Sería mejor no darles la oportunidad de avisar a nadie.
Después de entrar, habría un guardia o dos en la salida de atrás. Era una salida que no se había usado nunca, y ningún hombre podía mirar indefinidamente a una pared sin aburrirse y cansarse, de modo que era muy posible que los centinelas estuvieran dormidos.
Acto seguido Hu necesitaría matar a los guardias de la salida principal sin que dieran la alarma. Luego tendría que bloquear o destruir esa salida. Superado ese punto, daría lo mismo si las putas descubrían que estaba allí o no. Podía manejar a las putas.
Después... bueno, el rey dios le había concedido veinticuatro horas para hacer lo que quisiera.
—Hu —le había dicho—, organízame un cataclismo.
El rey dios tenía planeado abrir el lugar después y hacer desfilar por él a todos los nobles de la ciudad. Cuando los cuerpos empezaran a descomponerse, harían pasar al resto de la ciudad. Los últimos serían los habitantes de las Madrigueras. Al final, el rey dios celebraría una ceremonia pública. Enviarían al lugar de la matanza a personas escogidas al azar de entre los conejos, los artesanos y la nobleza. Cuando estuvieran dentro, los brujos del rey dios sellarían las salidas.
Garoth Ursuul esperaba que fuese un poderoso escarmiento de cara a futuras rebeliones.
Sin embargo, Hu se sentía incómodo. Era un profesional. Era el mejor ejecutor de la ciudad, el mejor del mundo, el mejor de la historia. Valoraba mucho esa posición, y solo había una cosa que pudiera amenazarla: él mismo. En la mansión de los Gyre había corrido riesgos estúpidos. Riesgos de imbécil. Todo había salido bien, pero no dejaba de ser cierto que se había desmadrado.
El problema era que había habido demasiada sangre. Demasiada emoción. Se había paseado como un dios en medio de una orgía de muerte. Se había sentido invulnerable durante las horas que había pasado matando a los Gyre y a sus sirvientes. Se había dedicado a colocar los cuerpos. Había colgado a varios de los pies y les había cortado la garganta para que se desangraran y crear aquel glorioso lago de sangre en el último pasillo.
Su trabajo era matar, y había cruzado peligrosamente los límites. Durzo había sido un asesino. Segaba vidas con la precisión impersonal de un sastre. Blint nunca se habría puesto en peligro. Por eso algunos lo habían considerado a la altura de Hu. Hu odiaba eso. A él lo temían, pero a Durzo lo respetaban. Su preocupación más insidiosa era que esa opinión estuviese fundada.
Por eso trescientas almas podían ser su ruina. Saldría la bestia que llevaba dentro. Trescientas podrían resultar demasiadas.
No. Era Hu Patíbulo. Nada era demasiado para Hu Patíbulo. Era el mejor ejecutor del mundo. Desde el punto de vista táctico, aquel trabajo no sería ni por asomo el desafío que habían supuesto otros encargos pero, cuando la gente susurrase su nombre, sería aquello por lo que lo recordarían. Aquel era el legado que lo inmortalizaría.
Los ratas de la hermandad dormían, acurrucados juntos en grupúsculos para protegerse del frío. Hu estaba a punto de dejarse caer por un agujero del techo cuando vio algo.
Al principio creyó que eran imaginaciones suyas. Empezó como un susurro del viento, una nubecilla de polvo desplazado a la luz de la luna. Sin embargo, esa noche no había viento y el polvo no se posó. Parecía arremolinarse en un mismo sitio, congregándose en uno de los tramos del almacén iluminados por la luna, cerca de los niños.
Uno de los pequeños se despertó y dio un gritito, y en cuestión de segundos todos los niños de la hermandad abrieron los ojos.
Aunque seguía sin correr viento, el remolino se convirtió en un minúsculo tornado. Algo estaba cobrando forma en su interior. Unas motas negras giraban a un ritmo vertiginoso hasta una altura de casi dos metros. El tornado resplandecía con un color azul iridiscente. Salieron disparadas unas chispas que danzaron de un lado a otro del suelo e hicieron gritar a los niños.
Empezó a perfilarse la silueta de un hombre, o algo parecido a un hombre. Proyectó un chorro de luz azul en todas las direcciones, y ni siquiera Hu fue lo bastante rápido para taparse los ojos.
Cuando volvió a mirar, ante los niños encogidos y boquiabiertos se erguía una figura que no se semejaba a nada que hubiese visto. El hombre parecía tallado en mármol negro pulido o moldeado en metal líquido. Su ropa no era tanto ropa como piel, aunque parecía llevar zapatos; era imposible adivinar su sexo. El cuerpo entero brillaba todo negro y los contornos se dibujaban con nitidez. Era esbelto, de músculos perfilados, desde los hombros hasta las piernas pasando por su pecho en uve y su estómago. Aunque sucedía algo raro con aquella piel. Al principio, el hombre, demonio o estatua hecha de carne había reflejado la luz de la luna como si fuera de acero bruñido. Ahora, solo resplandecían algunas partes: los semicírculos de sus bíceps, las rayas horizontales de sus abdominales. Las otras perdieron su brillo hasta adoptar un negro mate.
Lo más terrorífico era la cara del demonio. Parecía menos humana incluso que el resto. Un pequeño tajo por boca, pómulos muy marcados, una masa negra de pelo, alborotado y en punta, cejas prominentes y desaprobadoras sobre unos ojos más grandes de lo normal, salidos de una pesadilla. Eran del azul pálido de un crudo amanecer de invierno. Hablaban de juicio sin piedad, de castigo sin remordimiento. Mientras la figura estudiaba a los niños, Hu habría jurado que los ojos en realidad resplandecían. Surgían de ellos unas volutas de humo, como si unos fuegos infernales ardieran dentro de aquella figura demoníaca.
—Niños —dijo el ser—, no tengáis miedo.
Muchos de los críos tragaron saliva y, a pesar de las palabras, todos parecían a punto de salir corriendo.
—No os haré daño —añadió el demonio—, pero aquí no estáis a salvo. Debéis acudir a Gwinvere Kirena, a quien conocéis como Mama K. Id a su casa a dormir. Decidle que el Ángel de la Noche ha regresado.
Con los ojos desorbitados, varios niños asintieron, pero todos estaban paralizados.
—¡Id! —exclamó el Ángel de la Noche. Dio un paso al frente, atravesó una zona de penumbra a la que no llegaba la luz de la luna y sucedió algo fantasmagórico. Cuando le tocaban las sombras, el demonio desaparecía. Un brazo, una sección diagonal de su cuerpo y su cabeza se volvieron invisibles, salvo por dos puntos brillantes que flotaban en el espacio donde deberían haber estado sus ojos—. ¡Corred! —gritó el Ángel de la Noche.
Los niños salieron disparados como solo podían los ratas de hermandad.
Hu sabía que debería matar a ese Ángel de la Noche. Sin duda el rey dios le recompensaría. Además, el demonio le bloqueaba la entrada a su encargo. El Ángel de la Noche se interponía entre él y más de trescientas muertes suculentas.
Sin embargo, le costaba respirar. No es que tuviera miedo. Sencillamente, no hacía trabajos gratis. Acabaría matando a ese ángel, pero lo dejaría estar hasta que el rey dios le pagara por él. Si el Ángel de la Noche conocía la existencia de la cámara subterránea, ya era demasiado tarde. Si no sabía de ella, las putas todavía estarían allí al día siguiente. Iría a conseguir un contrato para matar al demonio ese mismo día y volvería al siguiente para asesinar a todas las putas y de paso al Ángel de la Noche. Era de una lógica aplastante. El miedo no tenía nada que ver.
El Ángel de la Noche volvió la cara hacia arriba y, cuando sus ojos se clavaron en los de Hu Patíbulo, pasaron de un rescoldo azul a un rojo encendido y ardiente. Al momento siguiente, el resto del Ángel de la Noche desapareció salvo por dos puntos de luz rubí y abrasadora.
—¿Deseas ser juzgado esta noche, Hubert Marion? —preguntó el Ángel de la Noche.
Un pavor frío lo paralizó. Hubert Marion... hacía quince años que nadie lo llamaba así.
El Ángel de la Noche se movía hacia él. Estaba a punto de huir cuando el demonio tropezó. Hu se detuvo, perplejo.
Los ojos de rubí perdieron luminosidad, titilaron. El Ángel de la Noche se encogió.
Hu se dejó caer al suelo y desenvainó la espada. Haciendo un gran esfuerzo de voluntad, el Ángel de la Noche volvió a erguirse, pero Hu detectó fatiga en sus movimientos. Atacó.
Las espadas resonaron en la noche, y luego una patada de Hu rebasó un bloqueo y alcanzó al demonio en el pecho. La criatura salió despedida hacia atrás y se le escapó la espada de la mano. Aterrizó pesadamente y empezó a titilar.
Al cabo de un momento, el Ángel de la Noche había desaparecido. En su lugar yacía un hombre, desnudo y apenas consciente.
Era Kylar Stern, el aprendiz de Durzo. Hu lo maldijo y su miedo dio paso a la indignación. ¿Todo aquello eran trucos? ¿Ilusiones?
Hu avanzó hecho una furia y lanzó un tajo contra el cuello descubierto de Kylar. Sin embargo, su espada atravesó por completo la cabeza del hombre sin encontrar resistencia... e hizo añicos la ilusión. Apenas había detenido el golpe cuando notó que una cuerda se estrechaba alrededor de sus tobillos y lo hacía caer.
Unos dedos se le clavaron en el codo derecho, alcanzaron los puntos de presión y su brazo quedó inerte. Una mano lo agarró del pelo y le estrelló la cara contra el suelo una y otra vez. El primer golpe le rompió la nariz y el tercero dio con su rostro en una piedra, que se le clavó en el ojo. Después lo hicieron rodar y rodar.
Se revolvió con su Talento pero no logró alcanzar a su agresor. Le colocaron los brazos detrás de la espalda y, con un rápido tirón hacia arriba, le dislocaron ambos hombros. Hu gritó. En su siguiente intento de revolverse, descubrió que tenía los brazos y las piernas atados.
Con el rabillo del ojo sano vio a Kylar Stern, tambaleante, a todas luces agotado, pero aun así arrastrándolo de la capa por el suelo. Hu se debatió una vez más, tratando de patear algo, cualquier cosa, e intentando levantarse. Kylar lo dejó caer boca arriba y Hu gritó al notar la presión en sus hombros atados y dislocados. Kylar se plantó sobre él.
Fuese lo que fuera aquella piel negra, ilusión u otra cosa, era evidente que a Kylar ya no le quedaba poder para mantenerla. Estaba desnudo, pero su cara tenía tanto de máscara como la anterior. Hu hizo acopio de Talento para intentar otra patada.
El pie de Kylar descendió antes a toda velocidad y le rompió la espinilla. Hu aulló mientras se sumía en una negrura de dolor en el umbral de la inconsciencia. Cuando pudo enfocar la vista de nuevo, Kylar pateaba una sección del suelo, que se abrió sobre unas bisagras ocultas. Dentro giraba un molino de agua escondido, propulsado por la corriente del río Plith. Hu cayó en la cuenta de que debía de ser el mecanismo que abría la enorme puerta de la casa segura. Sus poderosos engranajes, separados en ese momento del mecanismo, giraban poco a poco.
—Nysos es el dios de las aguas, ¿no? —preguntó Kylar.
—¿Qué haces? —gritó Hu, histérico.
—Reza —dijo Kylar con voz inmisericorde—. A lo mejor te salva.
Hizo algo con la capa de Hu. Durante un momento, no pasó nada. Después la capa se tensó contra su cuello y empezó a arrastrarlo por el suelo.
—¡Nysos! —chilló Hu, atenazado por la capa—. ¡Nysos!
Cayó al agua y durante un largo y bendito momento la presión en torno a su cuello cesó. Hu pataleó con su pierna sana y salió a la superficie. Entonces la capa se tensó de nuevo y tiró de él hacia el engranaje. La rueda lo sacó del agua por la garganta y después lo volteó y lo arrastró de nuevo bajo la superficie. No podía respirar. El mecanismo le hizo emerger, lo volteó y volvió a sumergirlo.
En esa ocasión, se impulsó con la pierna al salir del agua. Eso le concedió el margen suficiente para tragar una gran bocanada de aire antes de darse la vuelta y hundirse de nuevo en el agua. Intentó luchar contra sus ataduras, pero cualquier presión que impusiera a sus hombros era una agonía. Tenía los brazos atados con tanta fuerza que no podía recolocar los hombros en sus articulaciones, y su pierna sana no tenía otro apoyadero que el agua.
Gritó de nuevo al salir a la superficie, pero el engranaje siguió girando. Arriba, abajo, arriba, abajo.
Kylar observó a Hu Patíbulo mientras salía del agua y volvía a hundirse, una y otra vez, en ocasiones suplicando, en ocasiones escupiendo sucia agua del río. No sentía remordimientos. Hu se lo merecía. Aunque no supiese cómo, lo sabía. Y quizá no hubiera otra explicación.
Luego, tambaleándose, buscó el mecanismo que abría la casa segura. No había fingido su agotamiento. Había tenido suerte de que le quedase suficiente Talento para embaucar a Hu. En un combate justo, Hu hubiese podido con él. Kylar no se hacía ilusiones al respecto. Sin embargo, Durzo le había enseñado que no existían los combates justos. Hu se había dejado pillar por sorpresa porque se creía el mejor. Durzo jamás se había considerado el mejor; tan solo creía que todos los demás eran peores que él. Podía parecer lo mismo, pero no lo era.
Al fin encontró lo que estaba buscando. Agarró un tablón situado junto a la roca y tiró hacia arriba.
El engranaje giratorio se deslizó de lado hasta que sus dientes se encontraron con los de otra rueda. Chirriaron durante un momento hasta que encajaron y empezaron a girar. Hu fue extraído del agua inexorablemente una vez más. Gritó. Su cabeza quedó atrapada entre los grandes dientes de los engranajes y su grito adquirió una repentina estridencia. Las ruedas se detuvieron, atascadas.