—¿Y qué me dice de la familia de Matsuko? —preguntó él.
Evidentemente sorprendida, Brett preguntó:
—¿Su familia?
—¿Son ricos?
—
Ricca sfondata
—respondió. Riqueza sin límites—. ¿Por qué le interesa?
—Para saber si lo hizo por dinero —explicó.
—No me gusta esa manera suya de dar por descontado que ella estaba involucrada en esto —protestó Brett, pero débilmente.
—¿Ya se puede volver sin peligro? —gritó Flavia desde la cocina.
—Basta, Flavia —replicó Brett ásperamente.
Flavia volvió con un vaso de agua mineral en el que subían alegremente las burbujas. Lo puso delante de Brett, miró el reloj y dijo:
—Es hora de las píldoras. —Silencio—. ¿Quieres que te las traiga?
Bruscamente, Brett golpeó con el puño la mesa de mármol, provocando un tintineo de la bandeja y una erupción de burbujas en todos los recipientes.
—Yo puedo ir a buscar las malditas píldoras. —Se levantó del sofá apoyándose en las manos y cruzó rápidamente la habitación. Segundos después, llegaba a la sala el ruido seco de otro portazo.
Flavia se recostó en el respaldo de su sillón, levantó la copa de champaña y tomó un sorbo.
—Caliente —murmuró. ¿El champaña? ¿El ambiente? ¿El genio de Brett? Echó el champaña de su copa en la de Brett y vació la botella en la suya. Tomó un sorbo de prueba y sonrió a Brunetti—. Así está mejor —dijo, dejando la copa en la mesa.
Brunetti, que no sabía si todo esto era un recurso teatral, decidió mantenerse a la expectativa. Estuvieron saboreando el champaña en plácida compañía hasta que, finalmente, Flavia preguntó:
—¿En qué medida era necesario ponerle vigilancia en el hospital?
—Hasta que pueda hacerme una idea más clara de lo que ocurre no sabré en qué medida es necesario lo que se haga —respondió.
Ella sonrió ampliamente.
—Es reconfortante oír a un funcionario público reconocer ignorancia —dijo inclinándose para dejar la copa vacía en la mesa.
Terminado el champaña, su voz cambió a un registro más grave:
—¿Matsuko? —preguntó.
—Probablemente.
—Pero, ¿cómo conoció ella a Semenzato? ¿O, por lo menos, cómo supo que él era la persona que debía abordar?
Brunetti reflexionó.
—Al parecer, él tenía cierta reputación, por lo menos, aquí.
—¿La clase de reputación que habría llegado a oídos de Matsuko?
—Quizá. Hacía años que ella trabajaba con antigüedades, por lo que probablemente había oído rumores. Y dice Brett que su familia es muy rica. Quizá los muy ricos saben estas cosas.
—Sí, las sabemos —convino ella con espontaneidad—. Es casi como un club privado, como si hubiésemos hecho voto de guardarnos los secretos unos a otros. Y siempre es fácil, facilísimo, saber dónde puedes encontrar a un asesor fiscal marrullero, y no es que los haya de otra clase, por lo menos, en este país, o a quien proporcione droga, o chicos, o chicas, o a alguien que se encargue de que un cuadro pase de un país a otro discretamente. Desde luego, no sé cómo funcionan estas cosas en el Japón, pero no creo que allí sea muy distinto de aquí. La riqueza tiene su propio pasaporte.
—¿Había oído algo a propósito de Semenzato?
—Ya le dije que sólo lo vi una vez y no me gustó, por lo que no me interesaba lo que pudiera decirse de él. Y ahora ya es tarde para preguntar, porque todo el mundo se empeñará en hablar bien. —Se inclinó, tomó la copa de Brett y bebió un sorbo—. Aunque, desde luego, dentro de unas semanas las cosas cambiarán y la gente volverá a decir la verdad. Pero ahora no es momento de hacer indagaciones. —Puso la copa en la mesa.
Aunque creía saber la respuesta, Brunetti preguntó:
—¿Brett ha dicho algo de Matsuko? Concretamente, después de que mataran a Semenzato.
Flavia movió la cabeza negativamente.
—No ha dicho mucho de nada. Por lo menos, desde que empezó todo esto. —Se inclinó y movió la copa unos milímetros hacia la izquierda. —Brett teme la violencia. Lo cual no tiene sentido, porque ella es muy valiente. Nosotras, las italianas, no somos valientes. Desenvueltas y descaradas, sí, pero carecemos de valor físico. Cuando está en China, pasa la mitad del tiempo viajando por el país y durmiendo en tiendas de campaña. Hasta se fue al Tíbet en autobús. Me dijo que, como los chinos no quisieron darle visado, falsificó los papeles y se fue. No la asustan estas cosas, las cosas que a la mayoría nos aterran, como los conflictos con las autoridades o el arresto. Pero la violencia física le da miedo. Yo diría que porque es muy cerebral, porque ella se plantea y resuelve las cosas con el intelecto. Desde que esto ocurrió no es la misma. No quiere abrir la puerta. Finge no oír el timbre y espera a que conteste yo. Y es que tiene miedo.
Brunetti se preguntaba por qué Flavia le contaba estas cosas.
—He de irme dentro de una semana —dijo ella en respuesta a su pregunta—. Mis hijos se han ido con su padre dos semanas a esquiar y regresan entonces. Ya he suspendido tres actuaciones y no puedo suspender ninguna más. Ni quiero. Le he pedido que venga conmigo, pero no quiere.
—¿Por qué?
—No lo sé. No quiere darme la razón. O no puede.
—¿Por qué me dice esto?
—Creo que a usted le escucharía.
—¿Si le dijera qué?
—Si le pidiera que fuera conmigo.
—¿A Milán?
—Sí. Luego, en marzo, tengo que estar un mes en Munich. Podría acompañarme.
—¿No ha de volver a China?
—¿Para acabar desnucada en el fondo de la fosa? —Aunque sabía que su cólera no era para él, Brunetti cerró los ojos.
—¿Ella ha hablado de volver?
—Ella no ha hablado de nada.
—¿Sabe cuándo pensaba marcharse?
—No creo que tuviera un plan. Cuando llegó, dijo que no tenía reserva para el regreso. —Se encaró con la mirada inquisitiva de Brunetti—. Eso dependía de lo que averiguara por medio de Semenzato. —Por su tono, él dedujo que ésta era sólo una parte de la explicación. Esperó el resto—. Pero también dependía de mí, imagino. —Desvió la mirada un momento y agregó—: Me consiguió una invitación para dar lecciones magistrales en Pekín. Quería que fuera con ella.
—¿Y? —preguntó Brunetti.
Flavia desechó la idea agitando la mano y dijo tan sólo:
—Aún no lo habíamos decidido antes de que ocurriera esto.
—¿Y después?
Ella movió la cabeza negativamente.
Con tanto hablar de Brett, hasta aquel momento no reparó Brunetti en que hacía ya mucho rato que ella había salido de la sala.
—¿Es ésa la única puerta? —preguntó.
La pregunta fue tan repentina que Flavia tardó unos instantes en entenderla y luego en descubrir su significado.
—Sí. No hay otra salida. Ni otra entrada. Y el tejado está aislado, no se puede acceder a él. —Se levantó—. Voy a ver qué hace.
Estuvo fuera mucho tiempo, durante el cual Brunetti hojeó el libro que Brett había dejado en el sofá. Miró largamente la puerta de Istar, tratando de averiguar a qué parte de la figura correspondía el ladrillo que había matado a Semenzato. Era como un rompecabezas, y no consiguió encontrar, en el grabado de la puerta, el lugar en el que pudiera encajar la pieza que ahora se encontraba en el laboratorio de la policía de la
questura
.
Transcurrieron casi cinco minutos antes de que Flavia regresara. Mientras hablaba, se quedó de pie al lado de la mesa, con lo que dio a entender a Brunetti que la visita había terminado.
—Ahora duerme. El analgésico que toma es muy fuerte, me parece que contiene tranquilizante. Además, el champaña habrá influido. Dormirá hasta la tarde.
—Necesito volver a hablar con ella.
—¿No puede esperar a mañana?
Realmente, no podía, pero no había más remedio.
—Sí. ¿Le parece bien que venga a la misma hora?
—Desde luego. Le diré que ha quedado en volver. Y trataré de limitar el consumo de champaña. —La visita podía haber terminado pero, al parecer, la tregua continuaba.
Brunetti, que había decidido que Dom Pérignon era una bebida excelente para media mañana, pensó que esta precaución era innecesaria y confió en que al día siguiente Flavia hubiera cambiado de opinión.
¿Era esto señal de un alcoholismo incipiente?, pensó Brunetti al descubrir que, durante el camino de regreso a la
questura
, sentía deseos de entrar en un bar a pedir otra copa de champaña. ¿O era, sencillamente, la reacción inevitable a la perspectiva de tener que hablar con Patta aquella mañana? Le parecía preferible la primera explicación.
Cuando abrió la puerta de su despacho, sintió una oleada de aire caliente tan palpable que se volvió a mirar si la veía rodar por el pasillo y arrollar a algún inocente que no estuviera familiarizado con los caprichos del sistema de calefacción. Todos los años, alrededor del día de santa Ágata, 5 de febrero, el calor invadía todos los despachos del lado norte de la cuarta planta de la
questura
al tiempo que desaparecía de los pasillos y despachos del lado sur de la tercera planta. La situación se prolongaba unas tres semanas, generalmente, hasta san Leandro, al que la mayoría de los empleados solían agradecer el favor de su liberación. Nadie había sido capaz no ya de corregir sino de comprender siquiera el fenómeno, a pesar de que hacía por lo menos cinco inviernos que se reproducía la anomalía. La caldera principal había sido objeto de exámenes, revisiones, reajustes, improperios y puntapiés de diversos técnicos, ninguno de los cuales había conseguido repararla. Los que trabajaban en aquellas dos plantas ya se habían resignado y adoptaban las medidas oportunas: unos se quitaban la chaqueta y otros se ponían los guantes.
Brunetti asociaba el fenómeno con la fiesta de santa Ágata tan estrechamente que no podía ver una imagen de la santa mártir, representada indefectiblemente llevando en una fuente los dos pechos cortados, sin imaginar que lo que la santa exhibía eran dos piezas de la caldera central: quizá dos grandes arandelas.
Se quitó el abrigo y la chaqueta mientras cruzaba el despacho y abría las dos altas ventanas. Al instante se quedó helado y recuperó la chaqueta de encima de la mesa adonde la había lanzado. Durante los años, había desarrollado una cronología para abrir y cerrar las ventanas que, si por un lado regulaba eficazmente la temperatura, por el otro, le impedía concentrarse en el trabajo. ¿Estaría a sueldo de la Mafia el encargado de mantenimiento? Al leer los periódicos, daba la impresión de que una persona de cada dos lo estaba, ¿por qué no, pues, el encargado?
Encima de la mesa tenía los consabidos informes de personal y peticiones de información de la policía de otras ciudades, además de cartas de particulares. Una mujer de la pequeña isla de Torcello le escribía para pedirle personalmente que buscara a su hijo, que había sido secuestrado por los sirios. La mujer estaba loca y varios miembros de la policía recibían periódicamente cartas suyas, todas las cuales se referían al mismo hijo inexistente, pero los secuestradores variaban de acuerdo con la actualidad política mundial.
Si iba ahora mismo, podría ver a Patta antes del almuerzo. Con tan halagüeña perspectiva, Brunetti tomó la delgada carpeta que contenía los papeles relacionados con los casos Lynch y Semenzato y bajó al despacho de su superior.
Los lirios frescos abundaban pero la
signorina
Elettra no estaba en su sitio. Quizá había ido a ver a su jardinero paisajista. Brunetti llamó con los nudillos a la puerta de Patta y fue invitado a entrar. El despacho del
vicequestore
no estaba expuesto a las veleidades del sistema de calefacción y se mantenía a la óptima temperatura de 22 grados centígrados, ideal para que su ocupante pudiera permitirse el lujo de quitarse la chaqueta si el ritmo de trabajo se hacía muy intenso. Pero hasta este momento había sido dispensado de tal necesidad, y Brunetti lo encontró sentado detrás de su escritorio, con la americana de mohair bien abrochada y el alfiler de corbata de brillantes en su sitio. Como siempre, Patta parecía haberse escapado de una moneda romana, con sus grandes ojos castaños enmarcados por las restantes perfecciones de su rostro.
—Buenos días, señor —dijo Brunetti, tomando el asiento que Patta le indicaba.
—Buenos días, Brunetti. —Cuando Brunetti se inclinó para poner la carpeta encima de la mesa, su superior la rechazó con un ademán—. Ya lo he leído. Y muy despacio. Veo que usted parte de la hipótesis de que la agresión a la
dottoressa
Lynch y el asesinato del
dottor
Semenzato están relacionados.
—Sí, señor. No veo la posibilidad de que no lo estén.
Durante un momento, Brunetti pensó que Patta, según su costumbre, disentiría de una opinión que no era la suya, pero su jefe lo sorprendió al mover la cabeza afirmativamente diciendo:
—Probablemente, esté en lo cierto. ¿Qué ha hecho hasta ahora?
—He hablado con la
dottoressa
Lynch —empezó, pero Patta lo interrumpió:
—Espero que con la mayor cortesía.
Brunetti se limitó a un simple:
—Sí, señor.
—Bien, bien. Es una gran benefactora de la ciudad y debe ser tratada con la mayor consideración.
Brunetti dejó pasar la observación sin comentarios y prosiguió:
—Una ayudante japonesa vino a la clausura de la exposición a supervisar el embalaje y expedición de las piezas a China.
—¿Una ayudante de la
dottoressa
Lynch?
—Sí, señor.
—Entiendo. —El tono de Patta era tan obsceno que Brunetti tuvo que esperar un momento antes de preguntar:
—¿Puedo seguir, señor?
—Sí, sí, por supuesto.
—La
dottoressa
Lynch me dijo que esa mujer murió en un accidente en China.
—¿Qué clase de accidente? —preguntó Patta, como si ello tuviera que resultar consecuencia ineludible de su orientación sexual.
—Una caída, en la excavación arqueológica en la que trabajaban.
—¿Cuándo sucedió?
—Hace tres meses. Fue después de que la
dottoressa
Lynch escribiera a Semenzato que pensaba que varias de las piezas que habían llegado a China eran falsas.
—¿Y esas piezas habían sido embaladas por la que murió?
—Eso parece.
—¿Preguntó a la
dottoressa
Lynch cuál era su relación con esta mujer?
En realidad, Brunetti no podía decir que se lo hubiera preguntado.